Mujeres de Mocoa tejen para sobrellevar los estragos que dejó la avalancha
Juan David Moreno Barreto / @judamoba
Entre los vestigios de lo que fue el barrio San Miguel, uno de los más afectados por la avalancha ocurrida hace un año en Mocoa (Putumayo), se levanta el bastidor de una vivienda en cuya entrada hay un grupo de mujeres que trabaja con sus manos en medio del silencio. Tejen sombreros y carteras con palma de iraca, una práctica que se ha convertido en sustento y tratamiento terapéutico para no dejarse llevar por los recuerdos de la tragedia.
Justo en el interior está Flor Díaz Erazo, estilista de profesión, sentada al lado de las ruinas de su salón de belleza. En ese mismo piso, su hermano tenía un café internet y una sala de videojuegos; en el segundo nivel –en donde se resguardaron al menos 200 personas– vivía toda la familia. El desastre se lo llevó todo y por poco no lo hizo con la salud mental de su madre, Rosa Erazo, de 61 años. “Ella estaba enferma psicológicamente, se olvidaba de lo que hacía, iba al centro y se perdía. Andábamos como robots, no sentíamos nada. Trabajar toda una vida para que en media hora todo se acabe. Uno se pone a pensar en eso”.
Estaban vencidas por el dolor. Permanecieron en los albergues hasta que tomaron en arriendo una casa con los $250.000 que les dio el Estado. Solo les alcanzaba para ubicarse en una zona de alto riesgo, en el barrio Miraflores. En el trance para sobrellevar las secuelas de la tragedia, Flor quería que su mamá se distrajera y halló la forma de conseguir los insumos para que ella recuperara la costumbre de tejer, una práctica tradicional que su familia había abandonado décadas atrás.
“No teníamos en dónde tejer, así que cuatro meses después de la avalancha volvimos a la casa y acá nos quedamos a trabajar”, relata Flor, quien está rodeada por mujeres que llegan hasta ese lugar a visitar los despojos de sus predios y se quedan a aprender el arte del tejido.
“Fue como un monstruo”
Ese día, recuerda Flor, a las 6:00 p.m. empezó a llover como cualquier otro día en el Putumayo. Cerró su salón de belleza y se puso a arreglar su casa. Quería dejarla impecable porque al día siguiente una pareja iba a ver un pequeño apartamento que ofrecía en arriendo. Hacia las 9:00 de la noche, cuenta, se desató un aguacero torrencial. Al rato, Rosa subió a la casa y habló un momento con su hija. Oraron y cada una se acostó a dormir.
Los gritos de Rosa la despertaron a eso de las 11:30. Ella pensó que había estallado una pelea en la esquina, en donde había un billar. Después, cuando se disparó la alarma de un carro, se asomó por la ventana. “Vi que una inundación, era como si hubieran tirado un mar por acá. Al principio era de agua limpia. Salí y vi que la gente corría con sus niños y sus cosas, pero yo creo que ellosfueron los que fallecieron”.
Calcula que siete minutos después se produjo la segunda inundación, que arrastraba lodo, arena y piedras. Aunque reconoce que no fue tan fuerte como la tercera, advierte que en ese momento llegaron los escombros de los barrios Los Laureles, Los Pinos, Altos del Bosque y de la subestación de energía, que abrieron la pared de su casa. Pese a que la energía se cortó, los relámpagos que se desprendían del cielo les permitieron vislumbrar cómo la fuerza desaforada de las aguas y las piedras se transformó en un vehículo de destrucción.
Entre tanto, pasaron decenas de personas que les imploraban que las dejaran subir hasta el segundo piso. Una vez arriba, se dedicaron a orar. “Me puse en manos de Dios. Si Él tenía planeado que viviéramos, le pedíamos que nos protegiera”. La escena se repetía en las pocas casas que aún estaban de pie: las terrazas estaban llenas de cientos de personas que clamaban por ayuda, que rogaban para que la tragedia llegara a su fin. Eso solo ocurrió pasada la media noche, cuando Flor encontró decenas de cuerpos entre las piedras.
“Gracias a Dios mi familia quedó sin un rasguño. Nadie, nadie, nadie. Aquí, en los alrededores, las familias también se salvaron”, asegura Flor. Ella y las mujeres que se reúnen en la misma casa desportillada que las resguardó de la muerte, se sumen en sus pensamientos mientras trenzan la iraca. “Esto de tejer resultó ser curativo. Nos quitó la depresión, nos hemos ido sanando. Además, nos ha servido para tener un ingreso”, añade.
Los transeúntes y visitantes extranjeros que llegan hasta ese barrio para corroborar la magnitud de la tragedia se detienen frente a las tejedoras, les preguntan sobre lo que sucedió y suelen comprar un sombrero o un llavero. Por eso, Flor y Rosa, aunque reciben el apoyo de la Alianza Mujeres Tejedoras de Vida para comercializar sus productos, se resisten a abandonar su casa, aquella que permanece en zona de riesgo, porque tienen la certeza de que en otro lugar de Mocoa caerían sus ventas. Con lo poco que producen, pueden sobrevivir.
La noche llega. Las mujeres guardan sus hormas, las palmas, las tinturas, y se despiden. Cuando se van, en los alrededores se encienden velas, linternas y estufas de leña. El barrio San Miguel vuelve a cobrar vida.
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