Crecer indígena en una sociedad racista
Ilustración de Katicnina Tituaña. Por: Manuela Vásquez
Desde la perspectiva de una periodista
Por: Katicnina Tituaña
A los ecuatorianos nos hace falta tener conversaciones incómodas. Es un hecho. El racismo es una de ellas, y aunque parece que en las últimas semanas de pronto todos se han sensibilizado con el tema, NO es suficiente con publicarlo en las redes. Tenemos que discutirlo sin tapujos y creo que una de las mejores formas de hacerlo es compartiendo experiencias y vivencias que revelan cómo el racismo ha configurado nuestro tejido social.
Me llamo Katicnina y soy una mujer indígena de la sierra norte, de Imbabura. Me crié en un entorno predominantemente mestizo, así que desde pequeña el concepto de racismo está en mi léxico y, por supuesto, en mi psique. De hecho, me ha obligado a experimentar la vida puramente a través de mi etnia por sobre mi condición humana —como nos sucede, pues, a todas las personas racializadas—.
La primera vez que fui consciente de mi identidad étnica fue a los cinco años, cuando entré a una escuela particular. Mis hermanas, una prima y yo éramos las únicas niñas indígenas y asistíamos con anaco como parte del uniforme. Nunca tuve un profesor o maestra indígena y en el entorno urbano nadie hablaba kichwa. Mis compañeras de escuela y colegio jamás mostraron interés por conocer más sobre mi cultura y en general replicaban las actitudes aprendidas, me imagino, en casa. ¿Dónde si no Kamilita, de ocho años, aprendería a llamarme ‘longa’ de forma despectiva? Ese día llegué a casa llorando y odiándome por no ser como las demás. Estas experiencias se superan pero dejan heridas, y a decir verdad, yo la he tenido fácil.
Ser diferente en un aspecto irrenunciable como lo es la etnia es difícil y produjo una suerte de vergüenza en mi subconsciente hacia mis orígenes. Ahora sé que esto tiene un nombre y es endorracismo, la forma más brutal de este monstruo.
Crecer indígena en una sociedad racista ha hecho que mi vida transcurra bajo una lupa y eso, para mi yo de cinco años, era algo fuerte. Y lo sigue siendo. Todo los ‘‘errores’’ que podía cometer —una mala nota, mi no comprensión de una materia, ¡no ducharme un día!—, todo al final se explicaba con ‘‘es que es india’’. ¿Acaso no soy persona primero?
Mi abuelo materno fue un comerciante que migró muy chico de una comunidad indígena (Quinchuquí) y se asentó en un pequeño pueblo urbano (Cotacachi). En este lugar construyó un patrimonio y formó una numerosa familia. Mis abuelos paternos tienen una historia similar. Habitando una zona urbana mestiza, la vida para ellos se trató más bien de un acto de supervivencia. Hasta los años 80, mi abuela materna se bajaba de las aceras para dar paso a mujeres mestizas. También por aquella época, la policía acostumbraba a arrebatar los sombreros de los tíos para mofarse de su etnia.
Ubico geográficamente mi descendencia porque ha sido determinante en términos de cómo he navegado por mi existencia en esta sociedad. Para mantenerme a flote he sufrido desde muy pequeña a nivel inconsciente un proceso de asimilación cultural-racial para encajar y que mi existencia indígena no sea cuestionada en un mundo mestizo. Expresarme en castellano a la perfección, aprender inglés, practicar la puntualidad, no llamar demasiado la atención, pulir mi aspecto, ir a la moda, etc. Todo eso que se da por hecho en una persona ‘exitosa’ lo he tenido que perfomar con excelencia para que mi etnia no se utilice como insulto.
Mis padres me han protegido a través de la economía, la educación y la política. He sido muy privilegiada, pero ya estoy harta de vivir bajo una lupa por culpa de una sociedad acomplejada. Me niego a ser su estereotipo de indígena exitosa, porque si no tienen suficiente con nuestra humanidad es que simplemente no quieren nuestra existencia.
Yo también aprendo —y desaprendo— cada día sobre racismo y dinámicas raciales. Estoy abierta a conversar, discutir y debatir más sobre este tema.
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