Dacia Maraini: “Antes las mujeres se callaban, no hacía falta matarlas”
Autora de teatro, poeta, ensayista y guionista de cine, esta mujer es una de las voces más reconocibles de la literatura italiana en las últimas décadas. Además, es un referente de la lucha feminista y ejerce una indiscutible autoridad moral a través de sus artículos. Su segunda novela, 'Los años rotos', acaba de editarse en España 56 años después de su publicación.
DACIA MARAINI se retira en invierno en las montañas del Abruzzo, en el centro de Italia. En un pueblo, Pescasseroli, que queda rodeado de nieve. Aquí tiene su refugio, con libros y cuadros, donde sigue escribiendo con pasmosa regularidad a sus 82 años. Es la pausa invernal de cada año en una vida viajera e increíblemente azarosa desde su infancia: estuvo presa a los 7 años en un campo de concentración en Japón, donde vivía su familia, porque sus padres no juraron fidelidad al fascismo de Italia. Irrumpió en la escena literaria italiana en los años sesenta, y fue pareja de Alberto Moravia y gran amiga de Pasolini. Tiene una foto en el salón con los dos en una balsa en el río Congo. En España, que visitará este mes, se ha publicado su segunda novela, L’età del malessere, de 1963, traducida como Los años rotos (editorial Altamarea). Relata la iniciación a la vida de una adolescente en Roma. Sigue siendo actual. En China, por ejemplo, es un éxito. "El libro es de 1963, pero la historia puede seguir siendo actual en un barrio italiano o español. La vida de muchas mujeres quizá no ha cambiado tanto. Sí, hemos retrocedido. Hubo un periodo de mayor bienestar, fue el 68, que cambió la sociedad italiana, europea. Quizá ha sido la revolución pacífica más importante del siglo XX. Cambió todo: las relaciones en la escuela, en la familia, entre sexos… Pero creo que hay un retorno a la tradición, reaccionario, en todo el mundo".
En España hay casos de agresiones sexuales donde los detenidos a veces son chicos nacidos en 2000, pero parecen surgidos de hace un siglo. ¿Cómo es posible? Para mí mucha responsabilidad es de las redes sociales. Han rebajado el lenguaje, han hecho emerger aspectos irracionales de la humanidad, como la agresividad, que normalmente la educación, la religión y la cultura ayudan a sublimar. El ser humano es como un animal, pero sublima, aprende a través de la educación a creer en los valores de la tolerancia, del respeto. Pero ahora se ha abierto la puerta a una relación más bestial con el otro. Y las redes han contribuido mucho, por el anonimato, que es una licencia para la irracionalidad. La red es el lugar donde tú te desahogas. Se ha convertido en una costumbre cultural, a la que los políticos se han adaptado. Repiten “yo”, “nosotros”, y los otros se pueden morir.
Y, entre tanto ruido, es difícil oír las voces de referentes morales. Sí, porque además no se reconocen. Ahora, en Italia, la mayoría de la clase política sostiene que la competencia es un privilegio, así que hay que eliminarla. Pero si haces eso te queda la ignorancia. Sostienen que cualquiera puede ser político o banquero, basta que sea honesto. No es así. Hace falta ser competente. No tiene nada que ver con la igualdad. Yo no voy a un médico que no ha estudiado. En este momento hay una deslegitimación de la preparación.
Un ministro británico, Michael Gove, decía antes del Brexit: “La gente está harta de los expertos”. Sí, esa es la ideología dominante, peligrosísima. Hay que distinguir entre la autoridad de un cargo, el poder, y la autoridad moral, la legitimidad que da ser de reconocida competencia y comportamiento.
¿Cree que Pasolini tendría hoy el mismo impacto con sus artículos? ¿Sería capaz de hacer oír su voz como entonces, sus reflexiones, su autoridad moral? No lo sé. Sería probablemente atacado, pero no por las razones de entonces. A lo mejor le atacarían porque le considerarían también uno de los privilegiados, por ser un pensador, un poeta, un literato, en suma, de la casta.
¿Eso es el populismo? Eso es el populismo. El valor de la ignorancia, que lleva un país a la deriva. De la ignorancia no nace nada. Mira el problema de las vacunas, la gente que cree que los médicos no saben nada, que sabe más un cretino.
“Estoy leyendo un libro sobre el nacimiento del fascismo y el parecido con lo que sucede hoy es inquietante. Mussolini empezó atacando las instituciones”
¿Ve Italia a la deriva? Hay una deriva, pero hay una resistencia. Los grandes diarios, los principales intelectuales. La política es una cosa dificilísima, precisa experiencia. También antes había políticos poco recomendables, pero el sentido de Estado lo tenían todos. No se ponían en duda las instituciones, como ahora. Basta ir a las escuelas: el profesor ha perdido su autoridad.
¿El 68 no cuestionaba la autoridad? Sí, es verdad. Pero cuestionaba la autoridad como imposición. Y entonces era así, era una revuelta justa. Ahora es la figura misma de la institución la que se ataca. Al magistrado le escupen por la calle. Al maestro le pegan los propios padres.
Usted tuvo una infancia en la pobreza, y ha logrado una vida plena. ¿Cree que aún es posible dar ese salto en una vida? Sí, sí se puede. Pero no hay que pensar en tener un trabajo para toda la vida. Donde hay profesores que dan buen ejemplo, apasionados de su trabajo, hay estudiantes extraordinarios.
En su último libro, Corpo felice, que llegará este mismo mes a las librerías españolas, dialoga con el feto de siete meses que perdió hace muchos años. ¿Piensa a diario en él? Sí, como si fuera un fantasma, sigue existiendo. Como si hubiera crecido, como si hubiera seguido adelante. Yo creo que la conciencia es una continua reelaboración del pasado. Nos confrontamos continuamente con la memoria, que nos da la medida de nuestra conciencia.En otro libro suyo, La nave per Kobe, dice esta frase: “Los muertos no envejecen”. Es decir, permanecen en el recuerdo con la edad que tenían. Sí, es verdad, y te haces más vieja que tu madre… Pero mi relación con el pasado es dialéctica, no de nostalgia. La memoria te da el conocimiento para afrontar el presente. Por ejemplo, ahora estoy leyendo un libro sobre el nacimiento del fascismo, y es muy inquietante. Hay parecidos enormes: Mussolini, en los años veinte, empieza a atacar el Parlamento, los partidos, las instituciones… La historia va adelante y atrás, no es progresiva, y este es un momento peligroso, hay cosas que se repiten. En cuanto al libro, el tema es la maternidad. Parto de mi experiencia para hacer observaciones históricas sobre la maternidad, que es un poder, una fuerza, sobre por qué una cosa maravillosa ha sido degradada por la religión. Se exaltaba la idea abstracta de la maternidad, pero no se daba la posibilidad a la mujer de gestionar su propio cuerpo, y como no podía decidir recurría, por ejemplo, al aborto. El aborto no existiría si las mujeres hubieran gestionado su propio cuerpo. En cambio, todos los poderes necesitaban mandar sobre el cuerpo femenino.
Ha contado que a su madre, en el parto de su hermana, una monja le dijo: “El placer se paga”. Sí, es verdad, era bastante común. Parece increíble.
¿Y en el campo de concentración, piensa cada día? No pienso, pero está ahí. Esa experiencia tan dramática formó mi carácter. Soy optimista, pienso que todo va a ir bien, pero tengo una imaginación dramática.
¿Cómo es eso? Es decir, si yo abro una puerta pienso, por ejemplo, que me voy a encontrar a alguien ahorcado. Me espero lo peor. Luego soy activa, creo que se puede cambiar el mundo, tengo fe en los seres humanos, pero he tenido unas experiencias tan terribles… Allí cada noche pensaba que al día siguiente moriríamos.
¿Cuántos años tenía? Pasé dos años, de los 7 a los 9. Hambre, enfermedad, parásitos, frío, bombas.
¿Cómo era un día cualquiera? Estábamos tan débiles que no podíamos hacer nada. Estaba prohibido apoyarse en el muro, nos apoyábamos unos en otros, de lo débiles que estábamos. Cuando comes cuatro cucharadas de arroz al día, ni carne, ni fruta, se te cae el pelo, los dientes, tienes el escorbuto… No te puedes mover, no haces nada.
Su familia vivió junta en el campo. ¿El hecho de superar unidos esa experiencia les reforzó como familia? Sí, pero luego la familia se disgregó. Allí teníamos una gran solidaridad, cada cosa se compartía. Yo era la mayor de las tres hermanas, y salía por debajo de la alambrada, trabajaba para los campesinos y me daban una patata o un tomate. Volvía al campo de concentración y la dividíamos en cinco partes. Aquel hambre… Mi padre decía a los policías: “Las niñas no son prisioneras políticas, son niñas, no las podéis tratar así”. Y ellos respondían: “Son hijas de traidores, deben ser tratadas como traidoras”. Y no nos daban nada de comer. Mi padre estaba desesperado, y como era un estudioso de la cultura japonesa, por eso habíamos ido a Japón, recordó una tradición samurái: cortarse un dedo y arrojarlo al enemigo, para crearle una obligación hacia ti, que ya no pueda decir que eres vil. Y eso hizo, se cortó un dedo con un hacha y lo tiró a uno de los policías. Apareció al cabo de una semana con una cabra, que nos daba cien gramos de leche al día. Esa cabra nos salvó la vida.
“Mi padre se cortó un dedo con un hacha y se lo arrojó a un guardia del campo de concentración para que se viera obligado a darnos comida”
Un trozo de dedo de su padre les salvó la vida. Sí. Estábamos ya tan debilitados que yo caminaba a cuatro patas, no me tenía en pie. La leche de cabra llegó seis meses antes del fin de la guerra, pero fue fundamental. Mi padre arriesgó su vida, con la sangre que perdió. Pero ¿ves? la antropología, ser un experto, le sirvió para algo.
Luego llegó a Sicilia. Sí, tuve que aprender italiano. Sicilia era bellísima, íntegra, antes del saqueo y la rapiña del territorio en los años cincuenta y sesenta. De hecho, ahora me cuesta ir porque veo la destrucción. La Mafia existía, claro, pero no se hablaba de ella. No se decía la palabra, era un tabú.
Conoció también a Lampedusa, el autor de El gatopardo. Sí, yo iba a un famoso bar pastelería, y él estaba allí siempre en una esquina, escribiendo. También estuve en su casa, conocí a su mujer, que era rusa, inteligente. Había una alta sociedad siciliana muy avanzada, con una vida intensa. Se hacían encuentros para escuchar música clásica con las partituras, cosas así.
Da envidia toda esta gente increíble que ha conocido. ¡Es la edad! Era un mundo en el que los intelectuales se conocían. En Roma, en los años sesenta, podías ir al bar Rosati, en Piazza del Popolo, y allí estaban Moravia, Pasolini, Calvino, Fellini, Visconti, Schifano, Guttuso… Se tomaba un café, se charlaba, pero de cualquier cosa. Nadie se sentía más importante que los demás. Había un sentimiento de comunidad artística, de pasar el tiempo juntos, sin una finalidad. Esto ya no existe.
¿Por qué? Es todo más fragmentado. Si te sientes parte de una comunidad artística tienes una relación de intercambio de ideas. Fellini era un contador de historias extraordinario, un gran fabulador, todos le escuchaban. Pier Paolo (Pasolini) estaba siempre en silencio, escuchaba.
Esas vacaciones con Pasolini, Moravia y la Callas, por ejemplo, en Mali ¿cómo eran? Pier Paolo se había enamorado de María, pero de forma platónica. Era homosexual. Ella era un poco ingenua, porque pensaba que lo curaría, por decirlo de alguna manera [risas]. Pero se creó una relación muy hermosa. Ella era una persona deliciosa, simple, muy disponible, muy infantil. En aquel viaje al principio tuve miedo, pensaba que viajar con una diva así sería un problema, pero no, dormimos en lugares muy simples, improvisábamos, y ella se adaptaba a todo.
Eran grandes artistas, pero en sus relatos parecen muy normales. Hoy en muchos casos es al revés. Son muy normalitos pero se comportan como si fueran grandes. Ya, es así, desde luego. Había una separación del momento del trabajo, de la relación con el público, y la vida privada. Hoy la parte social se ha hecho más importante, sobre todo por los medios de comunicación.
¿Por qué Pinocho es uno de sus libros favoritos? Por el campo de concentración. No había libros, y mis padres eran hombres libro, como en la novela Fahrenheit 451. Mi madre me contó la historia de Pinocho y mi padre me hizo un pequeño Pinocho de madera. Yo viví ese libro, y el muñeco para mí era como un pariente. Es un gran libro, tiene muchas lecturas. No solo la mentira, también la paternidad, la muerte, el estudio, el crecimiento.
Es un libro que fuera de Italia no se conoce bien. Quizá por Disney. Pero leído de adulto tiene muchos significados. A Pinocho cuando dice mentiras le crece la nariz, bien. Para mí es una metáfora para decir que cuando uno miente continuamente su cuerpo se modifica. Y es verdad, nosotros también dependemos de las palabras, de nuestra relación con la realidad.
Ha contado que sufrió abusos sexuales cuando era niña, y que es una cicatriz que no se cierra nunca. ¿Por qué sigue sucediendo? Porque una cierta cultura masculina no acepta la idea de que la mujer sea libre, y quiere humillarla. El feminicidio es siempre igual. Tienes una pareja, y por lo que sea ella dice que se va. Entonces sale a la luz el sentimiento de la posesión. Si la amo, es mía. El amor es posesión, históricamente. Es un hecho cultural, no biológico. La tienen también las mujeres, eh, pero ellas están más acostumbradas a aceptar la pérdida. Los hombres entran en una crisis tal que se convierten en asesinos.
¿Cómo se cambia esto? Con la cultura. Una cultura patriarcal separa. Quien desarrolla una cultura propia sale de este determinismo de género. Un hombre que siente que pierde su propiedad se vuelve loco. Porque son buenas personas, eh, padres de familia, que acaban matando. Y aumentan los asesinatos porque aumenta la autonomía de las mujeres. Ibsen cuenta en Casa de muñecas lo que era una mujer: una muñeca. Estaban en casa, no podían hacer nada. Antes se callaban, no hacía falta matarlas. Pero ya desafían al sistema cuando empiezan a querer hacer otras cosas: ser policía, piloto, irse de viaje, amar a otro. Todo eso es un desafío al sistema.
Usted ha sido toda su vida una mujer libre. Sí. También he elegido a hombres que no tenían esta mentalidad [risas].
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