Cuatro mujeres afro que conservan y protegen sus tradiciones
De izq. a der: Cleotilde Henry Valbuena, Nilda Meléndez, Aura Dalia Valencia y Deyanira Peña.
Por: Olga Lucía Martínez Ante
Cleotilde Henry Valbuena, desde la isla de San Andrés; Nilda Meléndez, en el barrio cartagenero de Getsemaní, junto con Deyanira Peña desde el departamento del Cauca y Aura Dalia Valencia, en el Valle del Cauca, cuentan sus vidas y cómo apoyan a sus comunidades en momentos difíciles.
A todas les sobra el valor y, en medio de muchos dolores, tienen una alegría que regalan con generosidad y que han conseguido gracias al trabajo con sus comunidades que son su razón de ser y resistir. Les contamos sus historias.
Tía Cli, de San Andrés: el arte de las posadas
Ha buscado el respeto por las prácticas nativas.
Cleotilde Henry Valbuena es la Tía Cli, de San Andrés, orgullosa raizal y una de las guardadoras de las posadas nativas de la isla.
Nilda Meléndez: cabildante de GetsemaníCuenta que en estos días “la isla está en su furor, hermosa como antes, es increíble ver cómo está de bella –se le oye la emoción–. Yo creo que todos los isleños quieren ver surgir a San Andrés nuevamente, volvieron las aves, la vegetación, el mar está tranquilo, en su plenitud”. Tía Cli, como es conocida, viene de originarios de Belize y hace parte de la Asociación de Posadas Nativas, que trabajan con el turismo enseñándoles a los visitantes las prácticas culturales locales. “Cuando ellos llegan a nuestras posadas degustan la gastronomía local, conocen cómo son nuestros espacios y el creole. Eso es lo que nosotros protegemos”. Esos huéspedes se van amando la cultura, agradecen compartir las comidas en el comedor familiar, en el que los dueños de casa los acompañan y les cuentan historias que siempre hacen que todos quieran alargar la jornada. Pero la tarea no es fácil porque, cuenta Tía Cli, no hay mucho interés gubernamental para el sostenimiento de estos lugares y menos para su promoción. (Lea también: Me cayó una palmera cuando me bronceaba en San Andrés y así sobreviví) Ella resiste, al igual que el resto de posaderos. Tienen siglos de estar allí y muchas memoria caribe para narrar. Por ejemplo, la siembra del cordón umbilical (tradición que también hace parte de las comunidades del Pacífico y de otras regiones) “y que siempre se hacía en un árbol de coco, pero como no hay tanto espacio, hoy se siembra debajo de otras plantas que además sirven para la seguridad alimentaria”. Esta es una de las tradiciones a las que los raizales de las islas le tienen más cariño y siempre cuentan con orgullo. Para poner al servicio sus posadas, Tía Cli y el resto de posaderos debieron pasar por varios procesos con el Ministerio de Turismo. Y una de las tradiciones que se quiso quitar fue la de ropa de cama blanca. “Donde nosotros vivimos, están las prácticas. El blanco es el color del luto. Cuando alguien se muere la casa se viste de blanco y no podemos vestir una cama para el huésped de luto. Cuando ya se entendió esta costumbre, les gustó cómo pusimos las de colores y los adornos de los cuartos. Es que nuestras casas son museos de saberes y costumbres”, cuenta. Otro de esos rituales tiene que ver con el momento en el que el muerto sale de su casa y no es por la puerta delantera, sino por la trasera, para que entienda que se va, que su camino ya no está allí. La tradición del matrimonio también es valiosa. “Aunque ha cambiado, antes el miércoles era el día que la pareja escogía para casarse. El novio iba a con su papá a pedir la mano de la muchacha y se preparaba para construir la casa para empezar la nueva vida. Mientras, la novia se encargaba de equipar la vivienda, ayudada por su familia. En la fiesta había muchas tortas”. (Le puede interesar: Leo, en el top 5 mundial de restaurantes elegantes de TripAdvisor) Pero para Tía Cli, la tradición más importante es el mar. “Por él llegó la comunicación, se ha conseguido el alimento y con él, todo el reconocimiento de la gastronomía. Amo su sonido, todo viene de allí”. Por supuesto, estos días no han sido fáciles porque no hay turistas, pero al igual que Nilda Meléndez, ella espera que el turismo se pueda repensar para el bien de quienes han nacido en las islas; que las leyes se cumplan y, especialmente, que los gobernantes entiendan la importancia de cuidar tanto lo tangible como lo intangible. Aprovechando que no tiene tanto trabajo, se ha dedicado a caminar. Descubrió que unos murales, que mostraban las tradiciones locales, fueron borrados sin la autorización de los raizales. Está averigüando qué pasó.
Este barrio de Cartagena es un estilo de vida.
Hace varios años, en la fiesta del cabildo del barrio Getsemaní, la reina de la actividad –que iba a ser la folclorista Delia Zapata Olivella– no pudo llegar a Cartagena.
Aura Dalia Valencia: ‘Hay que aprender desde el hacer’Así que llamó a su amiga Nilda Meléndez, también de Getsemaí, y le dijo: “Tú eres la reina, ya te mandé todo para las danzas y lo demás”. Cuando llegó el paquete estaban el vestido y los adornos, pero no los zapatos. “Llamé a Delia para preguntarle qué me ponía”, cuenta Meléndez. “Nada –le dijo la folclorista– bailas en planta de pie, porque de lo contrario se pierde la memoria”. Entonces, entendió por qué el usar zapatos hace perder ese pasado y por qué se perdió la memoria del cabildo en el continente: por no guardar la información, por los cambios del mundo, porque las ciudades crecieron y la gente tomó otros caminos. “Incluso se perdió mucha música, pues teníamos grabados los toques pero no los cantos y cuando fuimos a buscar a quien los guardaba, había muerto”. Por todo lo anterior, esta abogada, con un magíster en gerencia de gestión cultural, es primero getsemanisense, habita este barrio cartagenero y ahí está, en pie de lucha para que lo que queda no se pierda, para tratar de recuperar lo olvidado y para cuidar cada pared, cada persona, cada frito y cada dato del pasado que consigue en sus viajes. Lo logra hasta por teléfono, porque hace que quien hable con ella y esté a miles de kilómetros, en el frío bogotano, sienta el calor del sol y de las calles, y quiera salir corriendo para sentarse a su lado y no dejar de oírla. “Nosotros aquí en Getsemaní pudimos encontrar el agarre para sostener la vivencia cotidiana, la barrialidad, su ser popular que tiene una gran magia”, dice. Muchos espacios fueron absorbidos y perdieron su esencia, como esos pasajes comunes en el gran Caribe. Y hoy, cuenta Meléndez, hay muchos hostales en el lugar. “Se ha hecho un trabajo de saneamiento del barrio, que ha sido zona roja y de prostitución, el lugar de los hijos del mercado. También, de grandes migraciones de europeos, árabes, libaneses, todos en sus turnos, en sus momentos. Eso fue conformando un lugar de diáspora que se inició con un asentamiento aborigen y luego de barracones de negros”, narra. Getsemaní es un corazón de Cartagena donde los niños siguen jugando en las calles juegos tradicionales, los viejos conversan en las puertas y las mujeres se intercambian comida porque, según cuenta Meléndez, de pronto a uno no le gusta lo que le preparó y a la vecina de en frente, sí. (Lea también: Yembemá apuesta por la tradición y lo urbano) “Este ha sido, además, un espacio de oficios, de herreros y artesanos, y, entre otras tradiciones, de lo que llamamos arrochelamiento. Por eso fue tan importante la recuperación del consejo de regencia y de notables, porque eso le añade a la comunidad, así como las danzas, y les hemos enseñado a los niños a participar activamente en estas actividades, para que no olviden”. Y aunque en estos días la vida ha cambiado por la emergencia, en una ciudad que ha tenido un gran número de casos positivos por coronavirus, el gran Getsemaní ha conservado números bajos. “Dos meses antes de que todo empezara hicimos una manifestación y cerramos el barrio. Eso alejó a la gente, pero nos ayudó mucho. Y esto nos ha llevado a pensar en que, cuando pase todo, tenemos que hacer un turismo diferente, ratificándonos como una comunidad con una gran historia para contar”. A recuperar el pasado caribe y antillano de Getseman hay que ir, pero de la mano de Nilda Meléndez, para sentir la esencia de ese barrio liberto que, cuenta ella, quedaba en los viejos tiempos separado de la ciudad cuando levantaban un puente a las 5 p. m., dejándolos con su vida, su alegría y sus tradiciones.
‘La clave está en acercarse a las comunidades’.
Aura Dalia Valencia trabaja por la esperanza y su palabra es alentadora. Hace parte de la Red de Mujeres Afrolatinoamericanas, Afrocaribeñas y de la Diáspora, una organización que es un espacio de reflexión y compromiso para trabajar por los derechos de las mujeres negras en su calidad de ciudadanas plenas y comprometidas con la construcción de naciones más justas y equitativas.
Deyanira Peña, una mujer que resiste en el CaucaPor eso, una de las preguntas en su trabajo es esa: “¿Qué pasó con la palabra alentadora?”, y ella misma se responde: “Hay que darla en ese día a día de los ancestros. No te puedes quedar ni cerrar el libro. Estoy viva y siempre nace un nuevo sueño, un nuevo camino”. Por eso, una de sus apuestas es el Centro de Formación y Empoderamiento Ambulua, “que es un término africano que significa ‘luz que ilumina mi pensar, volver a levantarse, a caminar’ ”, sigue. (Lea también: La Gaba / Perfil del gran amor de Gabo) Cuenta que en Tumaco “me parió la vida, pero en Buenaventura nació mi vida en el liderazgo, cuando llegué allí, en 1972. Empecé a participar en grupos y aprendí a acercarme a las comunidades. Muchas personas no sabían leer ni escribir pero tenían una sabiduría única”. Habla de una Buenaventura en la que todo es popular, “pero hay sectores más marcados”. Y que sigue así, con muchos ingredientes de violencia que han afectado al puerto. Valencia se fue formando como líder juvenil y llegó a estar al frente de unos diez grupos, en su mayoría conformados por mujeres, que se fueron convirtiendo en su familia. Allí, las tradiciones africanas se daban en las charlas en círculo y en las ollas fraternas, las mismas que se quedaron en ese Pacífico al que pertenece. “Siempre hay que aprender desde el hacer, y así lo hice yo”, agrega. Con los años, empezó a asistir a encuentros en otras ciudades y países, y aunque lo suyo tenía una gran relación con la religión, se dio a la tarea de repensar y leer el Evangelio desde el pueblo negro, “con una cosmovisión particular, desde nuestra historia, acercándolo con el tema de la africanía y la madre tierra, del sentido de identidad y del autorreconocimiento”. Además, empezó a trabajar un proyecto etnoeducativo en Buenaventura, en el que se incluyeron áreas del territorio: ebanistería, culinaria, orfebrería y minería artesanal, llamado Ineafro, que incluyó música y danza y en el que participaron hombres y mujeres. Pero sabe que este tema etnoeducativo sigue pendiente. “Sin embargo, logramos sacar un libro muy doméstico y hermoso. Yo pienso que es válido que la educación empiece a romper un poco, que se dé desde las mismas entrañas, que acerque al pasado, a la historia y venir al presente con lo que ya está marcado. Pero lo primero es aprender de dónde venimos”, dice. (Además: Sembradoras de paz: las campesinas que dejaron los cultivos de coca) Los recorridos por distintos espacios y comunidades han conectado a Aura con la nota femenina. “Con ellas he hecho una gran acción comunitaria. Incluso un restaurante, que era como estar en cualquiera de las casas de nosotras en Tumaco, Buenaventura, Timbiquí, Guapi; es estar en el amor. Cocinábamos cantando arrullos y juntamos varios saberes artesanales: canastos, sombreros, abanicos. Todo mi trabajo ha sido para atesorar la sabiduría de las mujeres negras”. En esas sigue en estos días, aunque haya hecho una parada. Sabe que no puede ir a los municipios que frecuenta, tanto en el Valle del Cauca como en otros de los departamentos del Pacífico, pero no deja de monitorear un proyecto que tiene con jóvenes en Guachené y sigue apostándole, además, a que se acabe la violencia contra las mujeres. “Esa es una apuesta que quiero seguir trabajando hasta que arroje los resultados que espero”.
Su trabajo comunitario también tiene música.
A mediados de esta década, la gente de Buenos Aires, en el norte del Cauca, hizo un paro largo.
Eran muchas las necesidades y muy poco lo que se había hecho, así que a los 20 días de manifestación, el gobernador tuvo que ir a oírlos. “Nosotros estábamos sin agua, sin vías pavimentadas y además, necesitábamos colegios para evitar que los muchachos tuvieran que ir hasta Robles o Santander de Quilichao a terminar el bachillerato, que están a diez minutos en carro o a una hora caminado y eso nos estaba llevando a una gran deserción”, cuenta Deyanira Peña, lideresa de La Balsa, corregimiento de Buenos Aires. El paro dio resultados y se consiguieron recursos para ir avanzando. “No estábamos pidiendo, sino reivindicando nuestros derechos”, dice. (Le puede interesar: ‘Un país centralizado no se forma en la diferencia’) Su trabajo, cuenta, es “hacer resistencia”. La Balsa, agrega, es un lugar hermoso que tiene muchos recursos naturales, pero, como buena parte de ese departamento, ha sufrido los rigores de la violencia desde distintos generadores. Deyanira, que tiene unos 50 años, aún recuerda los días oscuros de julio del 2000, cuando llegaron los paramilitares y la gente salió a resistir. “Hombres, mujeres y niños nos pusimos a bailar jugas (ritmo del Pacífico colombiano), mataron a muchos, pero no dejamos de aguantar a través de la cultura, que es uno de nuestros bienes más preciados”. Esta zona del Cauca es agrícola y ganadera, tiene un buen clima y sus habitantes han buscado perpetuar sus tradiciones negras, y aunque estos días no sean los mejores, “es importante apoyar las medidas del gobierno, para poder seguir”. Por eso, Deyanira y su gente han estado pendientes de que no se presenten aglomeraciones y que la gente no se reúna tanto, aunque no es fácil. “Uno debe hacer conciencia, eso es parte del trabajo. En lo pequeño, donde uno está, que es su municipio y sus corregimientos, así como en el departamento y en la nación. El trabajo es duro, pero a mí me gusta”, dice. Es ese reconocimiento su bien más preciado: “Es muy importante saber qué somos, cómo somos. Nosotros llegamos a este territorio con dos condiciones: como secuestrados y como esclavizados. Pero aun así, ayudamos a construir América y lo seguimos haciendo. Falta reconocimiento. Con recursos o sin ellos ejercemos liderazgo, defendemos el territorio y eso tiene un gran valor”. Mientras pasan estos días y cuida a la gente de Buenos Aires, de La Balsa, y de los corregimientos de San Miguel, Los Mandules y Ricaurte, espera que las generaciones afrocolombianas se sigan autoreconociendo en su historia y en su trabajo por la paz. “La idea es hacer escuelas de formación con los niños de 0 a 5 años, pero los programas sociales del Estado son de difícil enfoque y avance. El fin es que haya un sentido de pertenencia con pertinencia”. De paso, sigue apoyando –entre otras muchas de sus funciones como lideresa– los violines caucanos, esa tradición que se pierde en el tiempo, pero que tiene atisbos en el siglo XVII cuando los evangelizadores llevaron al Cauca los primeros violines. Los negros en las haciendas los oyeron y los vieron inalcanzables, pero se enamoraron de ellos y la música que emitían. Con su destreza fueron construyendo su propio modelo, con guadua y crin de caballo, y salieron jugas y bambucos viejos. Esa música entró a fiestas, velorios, arrullos y matrimonios, y se volvió tradición de Buenos Aires, Santander de Quilichao, Caloto y Suárez, “pero casi no llegamos al Petronio Álvarez (festival de músicas del Pacífico colombiano) como modalidad. Ahora hay muchos grupos y aquí tenemos conjuntos que tocan y les van enseñando a los que vienen”. Deyanira Peña, descendiente directa de Valentín Carabalí, uno de los primeros negros que llegaron a esa zona, lleva el Peña por la tradición de las haciendas, en las que los esclavos tenían el apellido de sus amos, pero su corazón africano se siente muy Carabalí, por eso en su zona la consideran una princesa guerrera, guardiana de sus ancestros. OLGA LUCÍA MARTÍNEZ ANTE Cultura |
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