Poesía norteamericana: Ai
Nada sino color
Para Yukio Mishima
Yo no escribí a Etsuko[1],
la abrí a la mitad.
Por dentro era carmín
como un robalo
y vacía.
Sin vísceras, nada sino color.
Así es como te amo, chico.
Deslizo el kimono bajo tus hombros
y te beso.
Luego lo dejas caer, abierto.
Cada vez te corto un poco
y cuando te vas, tomo el pedazo
lo horneo, lo hundo en salsa de jengibre
y lo como. Me quema la boca.
Ríes, sosteniéndome boca abajo
con tu cuerpo.
Tanto dolor para llegar a este momento,
cuando estoy bajo tuyo
esperando a que pase y que termine.
A media noche dices nos vemos esta noche
y yo respondo no habrá esta noche,
pero tú sonríes, echas tu suéter
sobre tu cabeza y atas las mangas alrededor de tu cuello.
Te escucho silbar mucho después de que has desaparecido
bajo los escalones del metro
mientras vuelvo a casa, con el cuerpo entero hormigueando.
Me desvisto
y dejo la espada de bronce sobre mi escritorio
al lado de una estropeada hoja de papel de arroz.
La aliso
y leo su única sentencia:
Quise hacerlo.
No. Debería de ser más común y femenina
como no puedo compartirlo,
o algo que lo implique.
O la verdad:
que vi en mí misma
los cinco signos de la caída del ángel
y tú estabas aferrándote, mirando y libre,
que decidí salir
con el olor pungente
de este frío y consumiendo la pasión en mi nariz: muerte.
Ya está, lo he dicho. La vulgar palabra
que nos arrastra hacia los gusanos, ciega, predestinada.
Maldito seas, chico.
Nada de lo que dije te importaba;
esa mierda sobre Etsuko o sobre quitarme la vida.
Rompo la nota, luego la quemo.
Suena la alarma del reloj. 5:45 a.m.
Tomo la espada y camino hacia el jardín.
Miro hacia arriba. El sol, la luna,
dos dientes redondos juntos
y la luz de uno masticando al otro.
Me acuchillo el abdomen,
espero, luego me acuchillo otra vez. Otra vez.
Cae nieve. Me convertiré en hielo,
pero quemaré a cualquiera que me toque.
Comienzo a sacar mis entrañas,
esos cordones de seda roja,
en espiral hacia el cielo,
y los escalo
más allá de la luna y del sol,
más allá de la oscuridad
hacia el blanco.
Quiero vivir.
Hablándole a su reflejo en un estanque poco profundo
Para Yasunari Kawabata
Crisantemo y solanácea:
de ellas vivo,
aunque lo que necesito es aire.
Quisiera poder respirar como tú,
dormida, o incluso despierta,
solo descansando tu cabeza
sobre la almohada envuelta en el satín negro
que te traje desde Suecia.
Esperaba que te murieras,
tu boca abierta, labios secos y partidos,
y rojos como semillas de granada.
Pero ahora solo quiero que sufras.
Tiro una piedra al estanque
y se hunde a través de ti.
Japón no se desliza hacia el Pacífico
en esta fría mañana de abril, tú lo haces.
Yasunari Kawabata, te hablo a ti;
solo cae como esa piedra
a través de tu reflejo.
Estiras tus manos limpias hacia mí
y yo las tomo.
El agua cubre mi rostro, mi cabeza entera,
mientras me respiro a mí misma:
fría, muy fría.
De pronto regreso.
Durante un momento te veo luchar
luego comienzo el camino hacia mi estudio.
Pero algo está mal.
Hay agua por todos lados
y tú estás sobre mí.
Levanto mi mirada hacia ti desde el agua quieta y limpia.
Tú abres tu boca y yo abrió la mía.
Lentamente ambos hablamos.
Hermano, mereces sufrir,
Tú mereces lo mejor,
este momento, una muerte sin fin.
[1] Protagonista de “Sed de amor”, novela de Yukio Mishima de 1950.
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