La locura de mi reloj biológico
No mentía cuando le dije a mi primer esposo que, en gran parte, lo dejaba porque él estaba listo para tener hijos y yo aún no había llegado a ese punto.
Había otros temas, pero estaba bastante segura de que lo que enfrentábamos sobre todo era un problema de tiempos. Yo tenía solo 26 años. Tenía mucho tiempo para sentir la urgencia de tener hijos. La gente me aseguraba que mi instinto me avisaría cuándo llegaría el momento correcto y yo le creía.
Catorce años después, todavía no sentía el instinto maternal. Recién casada de nuevo y sin prisa por concebir, traté de no obsesionarme con esta carencia, temiendo lo que eso podría decir acerca de mí.
Cuando sí pensaba en ella, no pude evitar creer que tenía alguna psicopatología. Tal vez el divorcio de mis padres cuando tenía 10 años me había dejado la impresión de que criar hijos era una forma de acabar con un matrimonio. Quizá, como teorizaba mi terapeuta, mis instintos biológicos primarios estaban bloqueados por mi baja autoestima, que me llevaba a creer que no merecía tener hijos.
Fuera lo que fuera, ya no tenía tiempo de averiguarlo. Ahora tenía 40 años y mi esposo, Brian, 44.
Ese año Brian se convirtió en tío abuelo. El día en que nació el hijo de su sobrino, manejamos desde nuestra nueva casa en Rosendale, Nueva York (una casa lista para una familia, con tres habitaciones y un patio), a un centro de maternidad en Rhineback, Nueva York, para conocerlo.
La ocasión debía ser motivo de celebración pero yo lloré todo el camino, pues este bebé había aparecido durante el periodo en el que Brian y yo tratábamos, sin mucho entusiasmo, de concebir, lo que básicamente significó dejar los métodos anticonceptivos y “dejar que el universo decidiera”.
Después de más de un año en el que no había quedado embarazada, parecía que el universo ya había decidido.
No se suponía que íbamos a cuestionar esa decisión. En la página web donde nos habíamos conocido, tanto Brian como yo usamos la palabra “ambivalente” para describir nuestro interés en tener hijos. Cuando la familia nos preguntaba sobre nuestros planes para comenzar una familia, nuestra respuesta unificada era encogernos de hombros y decir: “Si pasa, está bien”.
Sin embargo, cuando el universo nos dio ese “no” definitivo, entramos a una extraña realidad alterna donde ya no nos reconocíamos. Era como si fuéramos los personajes de una tragicomedia agridulce.
Ahí estábamos, siguiendo diligentemente un calendario para programar el sexo en función de mi ovulación, y yo quedándome con las piernas hacia arriba durante 10 minutos cada vez que lo hacíamos.
No pensábamos que nuestra infertilidad fuera responsabilidad de Brian. Es uno de seis hijos y había contribuido a dos embarazos no deseados antes de que nos conociéramos. Sin embargo, es más fácil y menos invasivo descartar problemas de infertilidad en los hombres, así que primero les hacen pruebas a ellos. Después veríamos qué podría andar mal de mi lado.
Corte a la escena de mi esposo, usualmente optimista, estupefacto y descorazonado al recibir la noticia de que su conteo de esperma era abrumadoramente bajo. Brian nos sorprendió a los dos cuando se mareó y se dejó caer en la silla más cercana. No es un tipo muy macho pero saber esto lo devastó.
También me asustó. ¿Su respuesta indicaba que después de todo sí quería hijos? Me daba miedo preguntar. Siempre se había relacionado bien con los hijos de otros, y de vez en cuando decía: “Como que me veo a mí mismo de papá”.
Yo nunca había expresando pensamientos de ese tipo. Solo estaba siguiendo el camino en el que, creía, debíamos andar.
¿Qué pasaría si en realidad él sí quería hijos?
Luego vino la escena más improbable de nuestra pequeña puesta en escena: la consulta con un especialista en fertilidad para conocer nuestras opciones. Sí, nosotros, la pareja que había estado contenta de poner esta importante decisión de vida en las manos del universo.
El día que fuimos al hospital Northern Dutchess a conocer al sobrino nieto de Brian (el viaje que pasé llorando), estábamos lidiando con lo que habíamos descubierto horas antes en la clínica: en nuestro caso, los tratamientos de fertilidad eran una apuesta muy alta. Nuestro seguro médico no los cubriría. El doctor de la clínica nos sugirió pedir un préstamo de quince mil dólares para un ciclo de fecundación in vitro con nuestra casa como garantía.
De pronto sentí que la posibilidad de conocer a un nuevo bebé me rompería el corazón. Era raro, porque los recién nacidos nunca me han atraído mucho. En realidad, los recién nacidos me inquietan en extremo.
Cuando veo a un recién nacido, veo un pozo interminable de necesidades urgentes e indiferenciadas. Me da miedo no saber qué necesitan. Me da miedo sentirme sitiada y atrapada. Además, me da miedo ser juzgada por todo ello, por retraerme instintivamente en lugar de sentirme atraída por esas masas amorfas y arrugadas por las que todo el mundo se derrite.
Entré titubeante a la sala de partos; me daba miedo que ver al bebé me hiciera pedazos. Su mamá lo sostenía en brazos.
“¿Lo puedes cargar un momento?”, preguntó, levantando al bebé hacia el sobrino de veintitantos años de Brian. Hacía muecas de dolor con cada movimiento.
Él llevó al bebé hacia su pecho y se dejó llevar por lo que, imaginé, era el sobrecogedor amor de padre primerizo del que siempre había escuchado hablar.
Lo miré. Él notó que lo miraba.
“¿Quieres cargarlo?”, me preguntó mientras extendía sus brazos.
Estaba aterrorizada. No había cargado a muchos recién nacidos. Este se veía muy frágil.
“Mmmm”, respondí, fingiendo que estaba considerando su oferta. “No estoy segura de saber cargarlo bien”.
“No es tan complicado”, expresó. Más allá del amor sobrecogedor, había estado despierto durante 36 horas y claramente tenía la esperanza de que yo le diera un respiro.
Respiré hondo y di un paso adelante. Alcé las manos.
Entonces… prrrrr.
“¿Eso fue un gas?”, dejé escapar, retrayéndome casi involuntariamente.
“Probablemente fue más que solo un gas”, dijo su padre.
“¿Tenemos que cambiarlo de nuevo?”, preguntó su madre con un quejido.
Sentí una repulsión visceral y al mismo tiempo me sentía una persona horrible por sentirla. No sabía qué era peor: mi repulsión o lo asqueada que me sentía conmigo misma por sentir eso. Sin embargo, me ganó la abrumadora aversión por cargar a esa criaturita con gases.
“Lo siento”, dije. “No puedo hacerlo”.
Lloré de nuevo camino a casa.
De camino al hospital, el pensamiento que había desatado mi llanto era: “Quizá yo nunca viviré algo así”. De regreso, era: “Quizá yo nunca querré algo así” y una sensación de que eso indicaba que algo estaba fundamentalmente mal en mí.
De hecho, sí había algo mal en mí, pero no tenía nada que ver con mi mente ni con mi corazón.
Antes de que pudiéramos arriesgar los quince mil dólares en la fecundación in vitro, necesitaba someterme a una radiografía de útero y trompas de Falopio, lo cual incluía que se les inyectara una tinta. Me dijeron que podría dolerme un poco, pero el dolor fue tanto que grité.
Mi doctora se alarmó. Yo me alarmé. Sentir dolor en esa zona era familiar: había vivido con una agonía pélvica que siempre empeoraba y que padecía por hasta 15 días cada ciclo. A veces tenía que permanecer en cama por días, sin poder trabajar.
Mi ginecóloga se enfocó en mi dolor y no en la fertilidad. Me dijo que consultara a algunos especialistas en úteros, y todos coincidieron: tenía adenomiosis, un padecimiento en el que el recubrimiento uterino penetra hacia las capas del útero. Por lo general aparece en mujeres mayores de 35 años y es benigno, pero puede causar mucho dolor y sangrados intensos durante la menstruación. No significa que una mujer no pueda concebir, pero los doctores dicen que la histerectomía es la única forma de acabar por completo con el dolor.
Una parte de mí esperaba que me derrumbara al escuchar eso pero, por el contrario, me sentí aliviada. Era como si me hubiera ganado un indulto ante una prueba muy difícil y amenazadora. O como si me hubieran dado un justificante médico: “Permitan a Sari no procrear, pues no está hecha para ello”.
Quizá no tenía que preguntarle a Brian cómo se sentía al respecto, porque reconocí el gesto de alivio que recorrió su rostro cuando la doctora nos dio esa noticia. Se lo pregunté de todos modos. Lo hago a menudo. Así va el guion:
“¿Entonces te parece bien que no tengamos hijos?”.
“Me parece muy bien”.
“¿No quisieras adoptar?”.
“No, así está bien. Estos somos nosotros”.
En ocasiones la gente me halaga por lo “valientes” que fuimos al no tener hijos. Me río porque, en mi mente, llegué ahí de la manera más cobarde: no tengo hijos por suerte (si tener un útero defectuoso puede considerarse así). En el fondo no quería tener hijos, pero de todas formas daba tumbos hacia la maternidad, porque pensaba que debería desearlos hasta que, finalmente, mi anatomía determinó mi destino.
Me gustaría que no hubiera sido necesaria una afección médica para sentir que tenía permiso de no querer hijos. Espero que, en generaciones futuras, las mujeres se sientan libres de no tener hijos sin sentir que requieren una excusa médica.
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