A los 60 años del voto femenino en Colombia
Historia del voto femeninoParte 1– Todo comenzó con un error –
Texto: Cristina Hincapié Hurtado
Ilustraciones: Viviana Serna
Ilustraciones: Viviana Serna
“Por un mundo donde seamos socialmente iguales,humanamente diferentesy totalmente libres”Rosa Luxemburgo.
Todas las historias se componen de historias. Como tejidos, los acontecimientos históricos están cruzados por cientos de pequeños hilos. Unos pueden ser más vistosos que otros o tal vez algunos más delgados o menos visibles o menos visibilizados. Esta historia contiene mil historias. Unas escuchadas, otras leídas, muchas perdidas en el silencio y, seguro, muchas más poco contadas en los libros de consulta.Esta historia está hecha por historias de mujeres que cambiaron el mundo.
Europa. El poder de las mujeres en un mundo gobernado por hombres
Recuerdo las escenas acaloradas –no solo por los trajes rojos que de pies a cabeza llevaban los cardenales– en las que durante semanas un grupo de hombres poderosos, incluidos los representantes de la familia Borja (Borgia), se reunían en Roma para escoger al nuevo Papa, en 1492. El cónclave resultaba ser, al mejor estilo de los circos romanos, el escenario donde los hombres se peleaban a muerte por el poder y una muestra de las aterradoras maniobras que estaban dispuestos a hacer por acceder a él. Siempre me inquietó cómo los “dignos” candidatos representantes de las familias más poderosas de la época estaban ahí sentados, durante días, planeando macabras estrategias para demostrarnos cómo “los poderosos eligen a los poderosos”. Ya los miembros del senado grecorromano usaban un sistema de votación para elegir a los senadores, y solo un parlamentario tenía derecho a votar. También el emperador del Sacro Imperio Germánico era elegido por príncipes y reyes, y así, entre los mismos, entre ellos, hombres, ricos y poderosos, amalgamaron estas categorías para apoderarse del derecho a elegir a los gobernantes de la historia.
Por fortuna, el exceso de poder de unos pocos, la desigualdad social, económica y en materia de derechos que esto conlleva, llevó a las mayorías a manifestarse por decisiones más “justas”, donde no solo las clases burguesas representaran a los pueblos y donde otras voces pudieran narrar los hechos. La Declaración de los Derechos Humanos, así como las luchas obreras y de las mal llamadas “minorías” y el poder de las mujeres han sido vitales en las transformaciones sociales que posibilitan la búsqueda de aquello que los atenienses denominaron democracia: el poder del pueblo.
La democracia moderna comenzó a tener forma a mediados del siglo XIX, cuando el sufragio universal ganó terreno en el mundo, después de la abolición de ideas y prácticas inhumanas y excluyentes, como la esclavitud y la prohibición de la participación electoral de las mujeres, las comunidades afro e indígenas, entre otros grupos sociales. Pero el derecho al voto, un ejercicio que hoy consideramos libre, secreto y universal, y que debería hablarnos de la tan anhelada democracia, está atravesado por la historia del “poder”, ése que siempre se ha visto restringido a unos cuantos. Hombres que ganaran una determinada cantidad de dinero, que tuvieran educación o una propiedad fueron los primeros en tener este privilegio, porque eso de decidir para todos no siempre ha sido una posibilidad de todos. Los esclavos, los grupos étnicos, las clases obreras y deprimidas económicamente y las mujeres fueron tardíamente invitados a esta celebración democrática del voto.
Desde Europa, atravesando fronteras, mares y prejuicios, y conectándose con la fuerza de las mujeres de América, las historias de las sufragistas abonaron el terreno, dejando sus nombres y sus enseñanzas en la Historia. Mary Wollstonecraft, la filósofa que nos dió como legado la Vindicación de los derechos de la mujer; Olimpia de Gouges, quien fue llevada a la guillotina por redactar en 1791 la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana; Kate Sheppard, destacada integrante del movimiento sufragista en Nueva Zelanda[1], o Emma Goldman, conocida por sus escritos feministas y libertarios, no solo son nombres que merecen ser recordados, además, y sobre todo, son voces que traen consigo discursos que nos enseñan de nuevo, tal como lo hicieron con los ciudadanos de sus épocas, que todo aquello que nos separa “es inhumano y hay que superarlo”, parafraseando a Sheppard, y que la libertad de las mujeres es una “fuerza desconocida para el mundo”, fuerza que se demostró en pequeños y grandes actos revolucionarios de miles de mujeres que a finales de 1800 y principio de 1900 hicieron posible ejercer el derecho al voto en Europa.
En 1946, estas luchas ya eran escuchadas mundialmente. La ONU, en su intento por fortalecer la democracia, hizo un llamado para que el sufragio femenino fuera incorporado a todas las constituciones de América, teniendo en cuenta que las mujeres representaban al 50% de la población. La legislación internacional reconoció finalmente el sufragio femenino a través de la Declaración Universal de los Derechos Humanos[2], acontecimiento que tuvo lugar en 1948 en París, y cuyo artículo 21 declara que:
Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos.
Toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país.
La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto.
Pero la utilización de la palabra “persona” sería entendida e interpretada por muchos como referencia “solo al género masculino”. Y como las palabras construyen historias, mueven el mundo y se hacen imagen en la mente humana, este hilo nos conecta un error que da inicio al movimiento sufragista en América.
En 1776, en New Jersey, Estados Unidos, una noticia corría por las calles: se había autorizado el voto “de todos los habitantes libres de la Colonia”. A partir de este momento, y hasta 1807, los puestos de votación fueron visitados por mujeres que acudían con sus largos vestidos y sus llamativos sombreros y que, bajo la mirada curiosa de cientos de hombres, ejercieron su derecho a elegir. Sin embargo, 31 años después, se tomaron medidas frente a este hecho considerado un error, pues al hablar de “todos los habitantes libres de la Colonia”, realmente se referían a “todos los hombres libres de la colonia”. La participación de las mujeres, que habían recibido con alegría y asumido con responsabilidad su legítimo derecho al voto, fue de nuevo negada. Solo hasta 1869, 62 años después, Wyoming se convertiría en el primer estado norteamericano en aprobar el voto femenino a través del “sufragio igual”, que tampoco cumplía a cabalidad la definición de “igualdad”, pues seguía estando prohibido para los indígenas nativos acudir a las urnas.
Los años de espera estuvieron llenos de luchas, de voces y de gestos que lograron cambiar las ideas de un continente ocupado y colonizado por los europeos. Entre protestas, marchas, cartas, pasquines y conversaciones privadas y públicas, las mujeres fueron ganando terreno en las mentes de otras mujeres y de algunos hombres, quienes entendieron, como ellas, que el espíritu de la igualdad debía ser alimentado para el desarrollo de los pueblos. Hay que recordar que muchos de estos movimientos que reivindicaban el rol social y político de las mujeres estuvieron relacionados con grupos religiosos, católicos y protestantes, que animaban los ideales de “igualdad de toda la creación”. Tal vez los nombres de estas mujeres no sean tan mencionados o recordados, pero sus historias están llenas de tesoros que han trazado la historia del voto femenino en América.
Una ministra de la Iglesia Luterana me presentó hace poco a Angelina Emily Grimké, una importante activista estadounidense, partidaria del abolicionismo, escritora y defensora de los derechos de las mujeres[3]. Ella, “con la Biblia en una mano y la legislación en la otra”, como solía decirse, argumentó, en 1838, la necesidad de sabernos iguales. Basándose en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y haciendo hincapié en los famosos “derechos naturales” promulgados en este documento, Angelina acudió al espíritu religioso de la época a través de las palabras del evangelista Mateo: “Así, pues, todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella” (Mt 12, 7a). Si la Biblia y la religión fueron usadas para hacer las leyes, las leyes deben ser fieles a la Palabra, esta era una de sus armas de batalla. La esclavitud, la opresión de las mujeres y la cosificación de los seres humanos, eran, para ella, contrarias a las enseñanzas de Jesucristo, pero ni esto le salvó de ser apedreada, insultada y odiada por hombres y mujeres que se oponían a los cambios. Sin embargo, su legado fue vital en la conquista del derecho al voto.
Con ciertas similitudes, y con esa fuerza de lo femenino colectivo, en un pueblo Neoyorquino llamado Séneca Falls, tuvo lugar en 1948 la que se considera la primera convención de los derechos de la mujer, en Estados Unidos. Lucrecia Mott y Elizabeth Cady Stanton, dos activistas y defensoras de los derechos de las mujeres, convocaron a la comunidad a reunirse en la capilla metodista del pueblo para discutir la condición y los derechos de éstas. Motivadas por una importante conversación que habían tenido unos días antes en Waterloo con algunas colegas, estas dos mujeres tomaron el liderazgo de un encuentro que dio como resultado el documento conocido como la Declaración de sentimientos, donde, apelando de la misma forma al espíritu religioso y a las leyes dominantes de la época, llamaban al cumplimiento de la igualdad en la que tanto hombres como mujeres habían sido creados.
"Consideramos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres y mujeres son creados iguales; que están dotados por el creador de ciertos derechos inalienables, entre los que figuran la vida, la libertad y la persecución de la libertad (...) la igualdad de los derechos humanos es consecuencia del hecho de que toda la raza humana es idéntica en cuanto a capacidad y responsabilidad. (...) En consecuencia: Decidimos que todas aquellas leyes que sean conflictivas en alguna manera a la verdadera y sustancial felicidad de la mujer son contrarias al gran precepto de la naturaleza y no tienen validez, pues este precepto tiene primacía sobre cualquier otro"
Fragmento de la declaración extraído de Martín Gamero, 1975:55
La Convención de Séneca Falls sería un acontecimiento a replicar y su documento, además de apelar a la importancia de los sentimientos,una base fundamental para la consecución del derecho al voto. Pero la lucha por la igualdad y la justicia fue larga, tortuosa y constante, llena de pequeñas victorias y de dolorosos fracasos, pues los gobernantes de los diferentes estados y territorios encontraron condiciones, trabas y engaños para seguir manteniendo a las mujeres alejadas de las urnas y de roles políticos. “Que solo podían votar aquellas que fueran solteras”, pues las mujeres casadas debían aceptar y adaptarse a las decisiones inteligentes de sus esposos en temas políticos; “que solo aquellas mayores de 30 años”, como si las mujeres más jóvenes no tuvieran la capacidad de tomar decisiones que implican a la sociedad entera; “que solo las viudas”, o “solo aquellas que tengan estudios universitarios”, y que “a las prostitutas, las esclavas o las nativas indígenas, ni se les ocurriera que podían acceder a este derecho”, fueron algunos de los eslabones que hicieron parte de este camino de transformación que fue ganando terreno a lo largo del continente.
Se dice que el primer país en América del Sur en aprobar el voto femenino fue Uruguay –quien reconoció el derecho al voto en 1927– y que a la par con Argentina –donde Eva Perón encabezó el movimiento sufragista– y Ecuador –quien comenzó la lucha en 1920– fueron los tres países latinoamericanos pioneros en el tema. Pero como de historias sabemos todos, una historiadora me contó otra versión, una que cuenta que en 1853, en la provincia de Vélez, ubicada en el departamento de Santander, la insurrección de los comuneros y la participación de las mujeres en este levantamiento hicieron que se aprobara el derecho al voto femenino, un derecho constitucional que solo se mantuvo vigente por un corto periodo, cayendo de nuevo en el ostracismo hasta 1954, cuando se restablece. Sin embargo, debido a la dictadura de Rojas Pinilla, solo hasta el 1 de diciembre de 1957, hace 60 años, las mujeres en Colombia tienen derecho al voto, y esas son otras historias.
Referencias.
https://www.marxists.org/espanol/goldman/1910/006.htm (El sufragio femenino. Por Emma Goldmann)
[1] Nueva Zelanda fue el primer país en aprobar el sufragio femenino en 1893. Con el liderazgo de Kate, y el apoyo de la WCTU (Woman’s Christian Temperance Union), el proyecto de ley fue aprobado 10 semanas antes de las elecciones de ese año, con una participación de casi dos tercios de las mujeres.
[3] Sus escritos se consideran vitales para la motivación de miles de mujeres y de abolicionistas norteamericanos, como el “Llamado a las mujeres cristianas del sur”, publicado en 1836.
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