martes, 27 de febrero de 2018



Marcela Lagarde: Una nueva cultura de género

La nueva cultura de género enmarcada en el feminismo, se basa  en la mismidad, la sororidad y la solidaridad, como valores éticos y como metodologías políticas para generarla. No obstante no son sólo puntos de partida sino además fines de esa cultura. Son también los finos hilos del sentido  que guía nuestras decisiones y prioridades y nuestros procederes.

La solidaridad entre mujeres y hombres se apoya en la igualdad  como principio ético-político de las relaciones entre los géneros, y en la justicia genérica como un objetivo compartido por mujeres y hombres. La solidaridad se concreta  en el consenso a la igual valía de los géneros y en el apoyo social equitativo a la realización de las potencialidades humanas de las personas de ambos géneros. La solidaridad entre mujeres y hombres precisa el reconocimiento de la humanidad del otro, de la otra, y la posibilidad de identificar las semejanzas y las diferencias como tales y no como desigualdades. Esta solidaridad intergenérica se apoya en la defensa de la libertad y del poderío personales y colectivos para ambos géneros, así como en la posibilidad de establecer pactos justos y paritarios entre mujeres y hombres. La solidaridad genérica surge de la empatía entre iguales y distintos que suman esfuerzos vitales de diversa índole para actuar en el mundo. Para que se desarrolle esta solidaridad es preciso que no existan jerarquías previas de género y sea desterrado el mito que afirma a través de diversas ideologías y discursos, que la materia de la relación entre mujeres y hombres es, sobre todas las cosas, la sexualidad. Las mujeres y los hombres pueden establecer diversidad de relaciones y realizar infinidad de actividades que requieren imaginario, discursos y  legitimidad. La ampliación de los fines del encuentro entre mujeres y hombres es imprescindible para construir entre ellos la conciencia y la ética de ser congéneres y coterráneos, copartícipes en el mundo.

 La sororidad es una solidaridad específica, la que se da entre las mujeres que por encima de sus diferencias y antagonismos se deciden por desterrar la misoginia y sumar esfuerzos, voluntades y capacidades, y pactan asociarse para potenciar su poderío y  eliminar el patriarcalismo de sus vidas y del mundo.

La sororidad es en sí misma un potencial y una fuerza política porque trastoca un pilar patriarcal: la prohibición de la alianza de las mujeres y permite enfrentar la enemistad genérica,  que patriarcalmente estimula entre las mujeres la competencia, la descalificación y el daño. Nada más dramático y doloroso para las mujeres que ser sometidas a misoginia por las pares de género, por las semejantes (Lagarde, 1989). Lograr la alianza y usarla para cambiar radicalmente la vida y remontar la particularidad genérica (Heller, 1980), reconstituye a las mujeres y es un camino real para ocupar espacios, lograr derechos, consolidar protecciones entre mujeres y eliminar el aislamiento, la desvalía y el abandono. La sororidad es asimismo un camino para valorizar la identidad de género y lograr la autoafirmación de cada mujer. Apoyadas unas en las otras sin ser idénticas, sino reconociendo las diferencias entre ellas, las mujeres pueden pactar entre sí, siempre y cuando se reconozcan como sujetas, en este sentido, como pactantes. Enfrentar la opresión implica hacerlo también entre las mujeres. La sororidad, como alianza feminista  entre las mujeres, es indispensable para enfrentar la vida y cambiar la correlación de poderes en el mundo.

El nuevo orden de géneros requiere una voluntad histórica que desvíe el sentido actual y contribuya a disminuir las asimetrías entre los géneros y la desigualdad en la calidad de la vida de mujeres y hombres. Las políticas sociales deben encaminarse a lograr el desarrollo sustentable con equidad entre mujeres y hombres.

La construcción de derechos humanos paritarios se apoya en el principio de las reivindicaciones vitales a partir del cual se valora la vida humana. La primera reivindicación vital es que ninguna vida humana vale más que otra. Una segunda reivindicación vital consiste en no aceptar que las personas estén condenadas a tener una vida breve o miserable por su nacionalidad, su clase, su raza,  su sexo y su género .La filosofía en que se apoyan la legitimidad ética y la viabilidad política de las reivindicaciones vitales es su universalismo “...como el hilo común que une las exigencias del desarrollo humano de la actualidad con las exigencias del desarrollo del mañana... la meta no puede consistir en sostener la privación humana... Así, desarrollo humano y carácter sostenible son los componentes esenciales de la misma ética universalista de las reivindicaciones vitales” (IDH, 1994:15). El principio político para el logro de las reivindicaciones vitales es la equidad individual y colectiva en las oportunidades para hacer uso de las capacidades vitales.

 De no caminar por esta senda, la dominación patriarcal se agudizará y se ampliará la brecha entre mujeres y hombres,  aumentarán la feminización de la pobreza, la marginación de las mujeres, el feminicidio (individual o tumultuario). Aumentará también la disputa patriarcal entre los hombres, crecerá la expropiación de millones de ellos realizada por cada vez menos hombres y sus poderosos mecanismos e instituciones, y con el neoliberalismo se agudizarán  el machismo y la violencia de unos hombres contra otros. 

 Si no enfrentamos con eficacia y efectividad el sentido patriarcal de la vida, cada  año y cada día que pase, en lugar de aminorar los sexismos, se sumarán a otras formas de dominación nacional, de clase, etnocida. Los sexismos, como hasta ahora, serán atizados y combustible para los neofascismos, la fobia a los extranjeros, a las personas de otras opciones políticas, de otras creencias y prácticas religiosas o mágicas, sexuales, estéticas. La fobia a los otros, a las otras se reproduce por el fomento de la desidentificación entre personas diferentes. Esta  creencia dogmática refuerza la tesis de que sólo pueden identificarse positivamente entre sí las personas y los grupos semejantes.  La fobia al otro, a la otra, como sustrato cultural y de autoidentidad llega al extremo cuando el horror, el rechazo y el daño se legitiman y abarcan a cualquiera.

Hoy constatamos que a pesar de los impulsos democratizadores, de las enormes energías vitales que en el mundo han permitido el avance de una cultura basada en la ética y en la práctica de vida de los derechos humanos, apenas se han difundido en algunas regiones y  esta filosofía es patrimonio de unos cuantos millones. Miles de millones de personas viven enajenadas por modos de vida miserables y sometidos a todo tipo de opresiones, y a su vez, asumen filosofías, ideologías, credos y creencias  fundamentalistas legitimadoras de las mismas opresiones que les agobian y de otras más.

De los millones de personas que comparten una filosofía basada en la dignidad humana, hay muchos y muchas que todavía no abarcan en su visión humanista a las mujeres. Hay quienes luchan por la causa de los derechos humanos de los pobres, los ancianos, los desaparecidos y  los perseguidos políticos,  los indígenas,  los discapacitados, las personas violentadas, los analfabetas, los asilados, los niños de la calle, los mutilados de guerra, los desempleados, las personas de la tercera edad, y así podríamos incluir en nuestro listado a todos los desheredados y los excluidos por diversas opresiones y daños.

Sin embargo, muchas personas aún no luchan por la causa de las mujeres. Y entre quienes lo hacen, algunas personas prefieren matizar el punto y decir que sí, que están de acuerdo,  pero no con el feminismo porque les parece muy radical, producto de las locuras de algunas clasemedieras o metropolitanas, o intelectuales, o urbanas, o letradas. El hecho es que el feminismo no es aceptable para muchas mujeres.  Para calmar su vocación humanista, o para no aparecer como sexistas, argumentan que el feminismo está pasado de moda, superado, que es inadecuado, anticuado, ineficiente y hasta contrario a las mujeres.

El feminismo ha sido la filosofía y la acumulación política ideada y vivida por millones de mujeres de diferentes épocas, naciones, culturas, idiomas, religiones e ideologías  que ni siquiera han coincidido en el tiempo pero lo han hecho en la búsqueda y la construcción de la humanidad de las mujeres. Sí, en efecto el feminismo es radical y cómo no habría de serlo si se ha echado a cuestas ser espacio, encuentro y principio de mujeres que por su propia experiencia han dicho basta a la dominación patriarcal y lo han hecho en todos los tonos imaginables, en  diversos discursos, pero con acciones y convicciones similares.

Las mujeres feministas han luchado democráticamente. Violentadas ellas mismas o sensibles a la opresión de todas, no han desarrollado filosofías vengativas ni golpistas no han imaginado mundos al revés de dominio femenino, ni sistemas de alternancia en el poder; tampoco han desplegado ideologías sexistas de tipo revanchista.

En el feminismo se han desarrollado opciones críticas de oposición al patriarcado, y se han construido alternativas sociales cohesionadoras para la convivencia de mujeres y hombres. Tal vez la sustancia más radical del feminismo es su vocación afirmativa, incluyente de todos los sujetos y de todas las personas a partir de pactos democráticos, preservadora de los recursos del mundo. Su radicalidad de género se encuentra en la certeza inclusiva de mujeres y hombres en relaciones basadas en la equidad, la igualdad de oportunidades y la democracia.

El feminismo sintetiza los esfuerzos por construir ahora un mundo que sea la casa acogedora y propia de mujeres y hombres quienes de manera paritaria puedan reunirse, dialogar, pactar, intercambiar y compartir para coexistir. Como el feminismo pasa por la existencia de cada persona, quienes viven cotidianamente  esta alternativa renuevan sus condiciones de género, se despojan de enajenaciones opresivas y se constituyen en humanas y humanos plenos.

El mundo contemporáneo requiere asumir el feminismo y no rechazarlo ni satanizarlo. Si lo incorpora en las grandes visiones de la vida ganará, acelerará procesos, contará con protagonistas imbuidos de una pasión renovadora de la vida y comprometidos con la ética del cuidado. Si no lo hace derrochará recursos democráticos, envilecerá y no reencontrará el camino. El paso del tiempo no asegura que se resuelvan las disparidades entre mujeres y hombres. Necesitamos darle contenido, sentido y riqueza a ese tiempo. Necesitamos la voluntad genérica para cambiar y cambiarnos. Y, no se vale que dilapidemos las creaciones culturales ni la historia.

La cultura feminista es la máxima creación consciente, voluntaria y colectiva de las mujeres en tanto filosofía y es el esfuerzo práctico que más ha marcado la vida de mujeres que ni se conocen entre sí, que han obtenido mejores condiciones sociales para vivir y ha moldeado su propia condición humana. Y no hay duda que el mundo actual es más vivible para cantidad de mujeres y hombres por las transformaciones de bienestar impulsadas desde el feminismo.

La causa feminista es la causa de cada mujer, y de más y más mujeres, por la construcción de su dignidad humana y de su libertad. Es más fácil enunciarla como una causa global y abarcadora,  porque no se limita a unas cuantas o a ciertas mujeres, compete a todas y es menos difícil luchar por ella de manera genérica para todas, que hacerlo sólo para las discapacitadas, sólo para las analfabetas, sólo para las pobres o las exiliadas. Porque todas las mujeres somos relativamente discapacitadas, todas somos analfabetas, todas tenemos problemas con una salud precaria y siempre secundaria frente a la de otros; porque todas somos pobres y desposeídas; porque todas estamos sometidas a dominios diversos y carecemos de poderíos indispensables; porque estamos exiliadas en la tierra, en nuestros países, en nuestras comunidades y en nuestras casas. Y, ¿cómo no habríamos de estarlo si estamos exiliadas de nuestras propias, vidas consagradas siempre a otros?

Queremos aposentarnos en un mundo que anhelamos nuestro, queremos un pedazo de tierra y no para yacer en él después de la muerte sino para pararnos en él, vivir en él y de él, y tener un lugar propio. Sí, es más fácil luchar por los derechos de las humanas a la equidad y a la libertad porque todas vivimos bajo normas inequitativas y  aunque seamos habitantes antiguas de estas tierras, aunque hayamos amasado con nuestras manos la realidad y la hayamos construido palmo a palmo, todas estamos cautivas en este mundo.

 La  cultura democrática de género tiene sentido si se plasma en la posibilidad de elevar la calidad de la vida cada quien, en particular de las mujeres. Si se concreta en el cambio de la condición femenina de  seres-para-otros,  en que cada mujer pueda ser-para-sí, es decir, en la construcción de la mismidad en personas cuya existencia ha supuesto la negación del yo misma como valor positivo. Pero es preciso también cambiar el contenido de la condición y de las identidades masculinas y que cada varón pueda ser-para-sí, que también lo constituya la mismidad, pero no como producto de la dominación de otros, en particular de otras, sino como evidencia de su afirmación democrática. La mismidad contenida en la democracia genérica es entonces el producto de la satisfacción de  necesidades,  deseos y  reivindicaciones vitales de cada mujer y  cada hombre. La mismidad de mujeres y hombres es el fruto más precioso de la democracia de género, tiene como contenido la libertad equitativa.

 La condición de ser humanas es, para las mujeres, la posibilidad de ser libres aquí y ahora, y compartir el mundo con hombres humanizados. Hacerlo, depende de los deseos y las  voluntades de cada vez más mujeres y más hombres  que consideren como un principio ético y práctico la igual valía de las personas e incluya la convicción de que todas y todos tenemos el derecho a la paz, a la vida digna, a la integridad personal, a la preservación y renovación de los recursos de nuestro mundo, a la justicia, a la democracia y a la libertad.

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