Patrimonio
Alejandra Pizarnik: una poeta inolvidable vuelve en archivos hasta ahora desconocidos
Su hermana donó a la Biblioteca Nacional una valiosa colección que permite conocer nuevos aspectos de la notable autora. Versiones de poemas, anotaciones, dibujos y fotos.
“El viento y la lluvia me borraron/ como a un fuego, como a un poema/ escrito en un muro”, escribió Alejandra Pizarnik (1936-1972), que no puede ser borrada aunque su obra esté incompleta, desperdigada, mutilada. La mayor parte –libros, papeles y su proceso de trabajo– hace años la tiene en custodia la Biblioteca de la Universidad de Princeton.
Nada puede ocultar ni contener a la poeta mítica. Ni siquiera la enorme cantidad de material que adeuda ser publicado. Y la distancia tampoco. Muchos de sus libros personales y las anotaciones que hizo al margen. Dibujos, recortes, versiones de poemas, recuerdos, notas tomadas al paso. Un material igual de importante que el que está en Estados Unidos es un nuevo velo que se corre acá cerca, en Buenos Aires.
Gracias a la gestión de la investigadora Evelyn Galiazo, la hermana mayor de la autora de La condesa sangrienta, Myriam Pizarnik de Nesis, donó en abril del año pasado a la Biblioteca Nacional Mariano Moreno 120 ejemplares de la poeta, además de tres carpetas oficio, una más chica, un cuadernillo y material suelto que ahora está todo en proceso de catalogación.
Originales. Se están estudiando textos corregidos por la autora. / Lucía Merle.
“Es una diáspora, no hay, no existe obra completa de Pizarnik. Los diarios editados no están completos, un poco por reticencias familiares, pero también editoriales y de cada mercado. Ni la poesía o la prosa están completas”, explica Galiazo mientras despliega con cuidado el material que pronto estará disponible en Buenos Aires para investigadores y, con suerte, alguna parte para el público en una gran exhibición el año que viene.
Una parte del ADN de su creatividad oculto en las anotaciones de los márgenes de sus libros y en los tesoros encontrados en las cajas y carpetas. Un mapa cercano que revela a una Alejandra más allá del mito de la chica triste y desalineada. Su vida también fue poesía. Y en este material, desconocido hasta ahora, se arma una máquina del tiempo.
Un legado que construye un puente en el tiempo. / Lucía Merle.
“Mi investigación tiene que ver con pensar la escritura de Pizarnik como un laboratorio. En los libros, con sus notas, y en los papeles encontrados entre las páginas. Lo interesante son los soportes. Cómo incide la materialidad en los procesos de su escritura”, dice la investigadora. Ahora está en la Sala de Tesoro de la Biblioteca Nacional rodeada de papeles. Algunos son de colores. Otros están amarillentos.
Y entonces se enciende la máquina del tiempo. Y sucede el viaje. Alejandra está de alguna forma ahí. En las manchas de café que dejó en las páginas que guardó por algún motivo. Hay dibujitos que le regalaban, como un retrato grande que alguien le hizo en una hoja profesional o un gatito garabateado en un pedazo de papel recortado. Hay cartas, originales mecanografiados con cosas corregidas a mano, casi siempre con tinta de colores. “Amabas, esas cosas nimias/ aboli bibelot d’inanité sonore/ las gomas y los sobres/ una papelería de juguete/ el estuche de lápices/ los cuadernos rayados”, le escribió Julio Cortázar en su poema homenaje.
“Pizarnik estaba adelantada a su tiempo, se anticipaba a muchas cuestiones, en su obra y en su vida. En la última edición de sus diarios publicada en Francia, que no es completa, pero es el doble que la de acá, relata su aborto, por ejemplo”, cuenta Galiazo ya sumergida en esta cápsula del tiempo en donde Alejandra está viva, mamarrachando sus libros, anotando afiebrada cosas en los márgenes, recortando y pegando artículos de diarios con cinta adhesiva que ya está amarilla y a la vez todavía es trasparente.
A veces es así, punk, desprolija, arranca hojas de libros para rescatar algo, y otras es metódica, pone subtítulos a las cosas con una cinta rotuladora. Está el original mecanografiado de la entrevista que le hizo a Marguerite Duras y se publicó en 1968. Hay textos que salieron en la revista Sur y el borrador de las traducciones de Evgueni Evtouchenko. Nada tiene un orden aparente y en esa pila está ella. Su voz. Su paso por el mundo.
“Estos dibujos son de Ada, aunque cursis dan una idea de lo que es esto, pero no sé si usted quiere tener una idea de esto”, anota con su letra diminuta en un costado de una serie de viñetas en donde ilustra a su personaje en un camping. Duerme, come, pasea, hace fuego. También hay en el medio de la hoja una hormiga dibujada a gran escala, a la que le puso, abajo, una nota: “Gregorio Samsa”.
Lejos de la imagen clavada en el imaginario general, el semi perfil de Alejandra, su mirada penetrante, el gesto taciturno, hay muchas fotos de ella que la desmienten de la melancolía. Está riéndose a carcajadas. También muestra sin pudor que es cachetona, rozagante, infantil. Porque a pesar del suicidio y los retratos más populares donde se asoma como un infante azorado, sus amigos la recuerdan chistosa, lejanísima a esa oscuridad que le suma el mito.
Entre los libros de su biblioteca hay mucha poesía, surrealismo francés, filosofía, libros de Sartre, Safo, todo Proust, Simone de Beauvoir, Flaubert y gramática francesa, pero también el Fausto de Estanislao del Campo y el Quijote. Además, por supuesto, otras lecturas más mundanas. El corazón es un cazador solitario, de Carson Mccullers, algunas cosas de Khalil Gibran, de Henry Miller y hasta un Martín Fierro de la época escolar anotado por ella y por Myriam. Con insultos.
Uno de los hits es una partitura para canto y piano que Alejandro Pinto compuso sobre 18 pequeños poemas de Pizarnik, que es parte de las copias facsimilares de un conjunto de documentos inéditos que el último 22 de enero fueron a La Caja de las Letras del Instituto Cervantes de Madrid, que conserva los legados de una treintena de escritores, artistas y científicos.
Ahora, antes, en este bucle en el tiempo, en la mesa de la Biblioteca Nacional, o en el living de su departamento de la calle Montevideo, hay una invitación a un evento en la Galería Bonino y una hoja verde agua donde Enrique Pezzoni mecanografió con tinta roja en la máquina de Alejandra, que tenía tipografía cursiva, el texto de la presentación de Extracción de la piedra de la locura. Y está ella, sobre todas las cosas. Su intrepidez y sus miedos.
La investigadora Evelyn Galiazo. / Lucía Merle
“Me resulta difícil”, escribe en el reverso de la aplicación para la Beca Guggenheim (que obtuvo en 1968). “Es muy impresionante, porque por un lado esto muestra cómo se hacían las cosas antes. Tiene anotados los requisitos, en tinta verde, que se ve que le dictaron por teléfono, así a las apuradas, 12 copias, tal cosa, tal otra”, reflexiona Galiazo.
“Todos los gestos de mi cuerpo y de mi voz para hacer de mí la ofrenda, el ramo que abandona el viento en el umbral”, escribió Alejandra en su poema Caminos del espejo. Y tal vez cuando lo hizo estaba ya en este tubo a través del tiempo, porque de alguna forma anticipó el momento en que iba a estar mezclada, ella entera y sus papeles y notas, con su obra. Antes y ahora.
Dos años detrás de un legado
“En 2007, la gestión de Horacio González compró parte de la biblioteca personal de Alejandra Pizarnik y son 650 libros y publicaciones periódicas. Ahí encontré tesoros: esquelitas, postales, subrayados, cartas sin terminar, distintos papeles que fueron surgiendo cuando se hizo la catalogación”, cuenta Evelyn Galiazo, que hasta ese momento trabajaba en distintas áreas de la Biblioteca Nacional, siempre haciendo gestión cultural.
Entonces presentó un proyecto de investigación para elaborar un catálogo y terminó sumergida en un mar de notas, “de una proliferación increíble”, dice. “No es que había una anotación, un subrayado. Eran márgenes repletos y un lenguaje cifrado, muy Pizarnik”, cuenta. Y en eso estaba. Viajando a ese otro mundo. Y pasó el tiempo. En 2016, la biógrafa de Pizarnik Cristina Piña le dijo a Leopoldo Brizuela, encargado de rastrear archivos de escritores de interés para la Biblioteca Nacional, que la hermana de Alejandra todavía conservaba algunos de sus libros. Y entonces la vida de Galiazo dio un giro, aunque ella aún no lo sabía.
Uno de los tantos materiales bajo catalogación. / Lucía Merle
“Con ese único dato me puse en contacto. Y comenzó una peregrinación que duró casi dos años. Myriam me atendía por teléfono de un modo evasivo. Y yo no terminaba de saber qué es lo que tenía. Ella me decía ‘tengo una bolsas’, y yo le preguntaba si eran grandes, chicas, y me ofrecía contar los libros, pero no me habilitaba para ir a verlos”, cuenta.
Insistió mucho, recuerda. Y cuando finalmente se dio por vencida, en marzo del año pasado, Myriam la llamó y aceptó que fuera a ver el material en su casa de Villa del Parque.”Fui sola, sin grandes expectativas. Pero nos entendimos muy bien apenas nos conocimos. Myriam tiene 84 años, sigue trabajando, es podóloga. Me estaba esperando con café y una torta casera”, cuenta.
El diálogo fluyó con facilidad, frente a un retrato de Alejandra y sus dibujos enmarcados. La casa es como un altar a su hermana. “Nos hicimos amigas. En esa tarde. Fueron apareciendo anécdotas, costumbres de la infancia y finalmente el material, esas bolsas misteriosas”, recuerda Galiazo.
Se fue después de varias horas y de firmar un acta de donación con un inventario provisorio con todo el material en una valija que le prestó Myriam. A los pocos días se hizo el acto formal con el convenio de donación firmado por el ex director Alberto Manguel y por Myriam. “Ahora ella y yo además somos amigas, me hace galletitas para mi hija, hablamos bastante”, dice Galiazo, que la ayudó a rescatar del olvido este material invaluable.
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