lunes, 11 de mayo de 2020

Feminismo

Amigas, ¿a qué mundo queremos regresar?

La experiencia de la muerte y el aislamiento extremo de estos días en casas y hospitales nos convoca de manera urgente a una tarea política de radicalización de lo común a la que llegamos tremendamente tarde
Silvia L. Gil 
<p>Mural de La Catrina en Ciudad de México.</p>

Mural de La Catrina en Ciudad de México.
PHYREXIAN

Escribo desde la Ciudad de México tras semanas de silencio. El sonido permanente de las ambulancias lleva mi mirada hacia una ventana por la que no se observa la calle, solo deja entrever una parcela de cielo con nubes casi en tormenta. Llevo mi mirada allí como si con ese gesto pudiese acompañar en su soledad a quien posiblemente se dirige a uno de los hospitales especializados COVID-19 dispuestos durante la contingencia. Luego, retengo el nudo de dolor en la garganta por si dejarlo salir restase fuerzas a quien viaja en una de las cápsulas de aislamiento atravesando la ciudad vacía. Me asaltan las preguntas más fundamentales en estos momentos: ¿Habrá respiraderos cuando llegue? ¿Habrá camas libres? ¿Habrá podido esa persona despedirse de sus familiares antes de ser introducida en la ambulancia? ¿Habrá abrazado suficiente a sus seres queridos por si no regresa? ¿Será bien atendida, acogida en su dolor, contenida si llega el miedo? ¿Habrá quien la aguardará afuera del hospital? ¿Habrá quien cuide a quien cuida? 
En ningún rincón del mundo la muerte no duele. Es más, hay lugares y hay vidas donde los dolores que se cruzan son tantos que parecen obturar cualquier esperanza 
En realidad, sabemos que antes de que los diferentes gobiernos del mundo tomaran medidas ante la extensión del virus, nuestro mundo era ya un mundo-crisis. Un mundo más acostumbrado al dolor, la destrucción y la violencia de lo que jamás pudimos imaginar. Un mundo en el que no ser testigo diario del sufrimiento y conservar la vida se fueron convirtiendo paulatinamente en privilegio de unos pocos, los cada vez menos. El eje fundamental de desigualdad en este mundo-crisis no se encuentra ya siquiera entre quienes acceden a bienes básicos y quienes no, sino entre quienes pueden cuidar su vida, comer alimentos no intoxicados, respirar aire menos contaminado, beber agua sin metales pesados, vivir en zonas exentas de violencia, trabajar en condiciones de no explotación extrema y quienes deben asumir la permanente posibilidad de la muerte y el progresivo y dramático deterioro de sus seres queridos. Lo cierto es que ese mundo prepandemia se organizó de modo que el bienestar del primer grupo era posible gracias a un sistema de abuso e injusticia desplegado diferencialmente sobre el conjunto de la población estratificada en términos de clase, raza y género. Dicho de manera más sencilla: el acceso al cuidado es privilegio de un grupo social con suficiente poder adquisitivo al que la pandemia ha situado ante la misma amenaza con la que se había naturalizado que viviesen millones de personas en el planeta. 
La pandemia nos ha colocado frente a la posibilidad de quiebre de toda vida, haciendo más evidente si cabe que su continuidad nunca depende solo de nosotros mismos. Descubrimos que la vida no es la obra de un individuo, sino que tiene lugar gracias a multitud de hilos de más o menos grosor, fabricados con elementos materiales y afectivos, no necesariamente positivos o buenos en sí mismos, pero que atan aquello que creíamos se encontraba separado. La idea de que la vida es interdependiente, y que lo es además más allá de las fronteras impuestas entre países o distintas poblaciones, es fundamental como nueva imagen del mundo, pero no hay que olvidar que el vínculo que ata lo que estaba separado es esencialmente inestable y precario.
Esto significa por lo pronto dos cosas: este vínculo debe ser producido, no viene dado. Debajo de las formas que odiamos del poder no se encuentra ningún paraíso perdido, sino lo que cada sociedad es capaz de hacer e inventar con las condiciones de las que dispone en un determinado momento histórico. Y a veces las sociedades producen vínculos de muerte, como los del capitalismo. No hay nada en el descubrimiento de la vulnerabilidad que experimentamos hoy que nos haga más buenos o empáticos con los otros. Es más, podría ser que nos hagamos más insensibles a la muerte y dolor ajenos para poder soportarlos, como ocurre en regiones sometidas por años a la violencia extrema. No se trata de idealizar la vulnerabilidad, sino de reconstruir una apuesta ético-política desde la misma. La precariedad e inestabilidad del vínculo también significan que es imposible totalizar la experiencia, abarcarla completamente e incluir todos sus elementos presuponiendo continuidad entre ellos. Políticamente esto no es deseable, tenemos terribles experiencias muy presentes a lo largo de la historia que muestran las consecuencias de movilizar el fantasma de una comunidad armónica totalizante. Pero, por otra parte, siquiera es posible hacerlo porque cada realidad, debido a la ausencia de una esencia que la predetermine, se sustrae a las operaciones que intentan amarrar distintos elementos de manera definitiva y negar la singularidad presente en cada uno de ellos. 
En este sentido, es importante defender la interdependencia lejos de su comprensión como esencia o como vinculación totalizante. La interdependencia nos convoca más bien al trabajo de producción de la vida como instancia común y nos recuerda que todo lazo se sostiene siempre en la irreductible singularidad y se tensa con la soledad de cada experiencia. Esta singularidad no siempre puede ser dicha, representada o comunicada. Por ello, es fundamental no pensar la producción de la vida común simplemente como comunidad de presencias: nuestra imaginación sobre lo común debe caminar mucho más lejos, radicalizarse para incluir a quienes fueron excluidas por estar ausentes o permanecer en la retaguardia  –la cuidadora que no logra unas horas libres de trabajo, la empleada doméstica que en su día de descanso no alcanza a realizar lo pendiente, la mamá que busca a su hija sin descanso en algún lugar de México, el cuerpo dolorido de quien padece una enfermedad, también el de la mamá que buscaba y acabó muriendo antes de encontrar–. La experiencia de la muerte y el aislamiento extremo de estos días en casas y hospitales nos convoca de manera urgente a una tarea política de radicalización de lo común a la que llegamos tremendamente tarde. 
Las luchas feministas no han desaparecido durante la pandemia, más bien han donado una manera de mirar y nombrar la realidad que evite regresar a una normalidad de por sí inexistente
Hay que recordar que la muerte es lo menos propio que podemos imaginar, un acontecimiento que «nos sucede» de modo irreversible, arranca violentamente de nuestro lugar e iguala como seres mortales; y, paradójicamente, al mismo tiempo es lo más propio que nos sucederá, en la medida en que pone en juego todo aquello que ha permitido ser lo que somos. No es pese a la muerte, sino gracias a ella, como recuerda Blanchot, que podemos ser y permanecer eternamente. De un lado, resulta inevitable el miedo atroz a esta experiencia que no podrá ser nunca compartida (de nuevo, nos asaltan las imágenes de este tiempo que quedarán grabadas en la memoria: respiradores, hospitales, pobreza, aislamiento, sufrimiento extremadamente aumentando para quienes quedaron en los márgenes). De otro lado, ¿qué significa que la muerte ponga en juego lo que somos? Deleuze preguntaba si estaríamos a la altura de la muerte como gran acontecimiento de la vida –ése en el que se reúnen todos los acontecimientos– y no contra ella. No se trata de simple optimismo, más bien de la profunda decisión de no menospreciar la vida a causa de su finitud. Morir no sería solo clausurar aquello que somos –lejos de Heidegger y su idea de la muerte como la imposibilidad definitiva de toda posibilidad– ; morir sería aquello que revela la verdadera esencia de la vida más allá del individuo que muere. Por eso, Deleuze alaba la fórmula impersonal usada por Blanchot, «se muere como llueve». Y afirma, en unas hermosas páginas de Lógica del sentido: «la impersonalidad del morir ya no señala solamente el momento en el que me pierdo fuera de mí, sino el momento en el que la muerte se pierde en sí misma, y la figura que toma la vida más singular para sustituirme». Somos eternos y somos mortales. La vida misma es la que impide el final allí donde reina la finitud. Morir no remite entonces solo a «yo muero», sino a la vida en su significado inmanente. Entonces, podemos preguntar con toda la insistencia del mundo:  ¿Qué modo de vida queremos que permanezca? ¿Qué vida es esa que deseamos movilizar para que sea eterna? ¿Cómo hacernos parte de este acontecimiento que me antecede? 
En ningún rincón del mundo la muerte no duele. Es más, hay lugares y hay vidas donde los dolores que se cruzan son tantos que parecen obturar cualquier esperanza. Desde esos lugares resulta realmente productivo hacer estas preguntas; aunque parezca contradictorio, es ahí donde las respuestas se iluminan. No es para menos, vienen gestándose por generaciones. Las luchas feministas no han desaparecido durante la pandemia, más bien han donado generosamente una manera de mirar y nombrar la realidad que será la que impida regresar por completo a una normalidad de por sí inexistente. Esa manera tiene una enorme riqueza de formas que no dejan de multiplicarse. La pandemia ha abierto dramáticamente conflictos económicos, raciales y sexuales que permanecían aislados, los ha conectado y totalizado, dejándonos sin aliento. Necesitamos pensar la conexión sin totalización para mantener espacios de libertad desde los que tomar aire en el ejercicio del pensamiento. Y seguir insistiendo en una manera de organizar la vida en común no sostenida en la explotación y la desigualdad, sino en la igualdad radical –la de todos los seres y sus diferencias como tan bellamente defiende Spinoza–, como punto de partida irrenunciable para preguntar qué vida queremos vivir, hasta el punto de quererla con todas nuestras fuerzas, hasta el punto de querer que se haga eterna. 

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