miércoles, 31 de marzo de 2021

El caso de Jineth Bedoya

Pido perdón a Jineth

Por: Sergio Ocampo Madrid

La semana pasada, Jineth Bedoya se cortó públicamente unos mechones de pelo. Lo hizo en un video que colgó en Twitter, un día antes de la reanudación de la audiencia en la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en la que se sigue su demanda contra el Estado colombiano por la violación y tortura de la que fue víctima cuando investigaba el tráfico de armas en la cárcel Modelo. Ocurrió hace 21 años en una trampa que le tendieron los paramilitares a la entrada de ese penal.

El gesto de Jineth es un intento por no olvidar que, luego de ser atacada física y sexualmente, los paramilitares le cortaron el pelo, para no dejar dudas de que la terrible agresión y los vejámenes tenían que ver con su condición de mujer, aún más que con su labor periodística. En el video, contó que llevaba dos años cuidándose el pelo, uno más de los símbolos de su feminidad, y que ahora era ella quien decidía cortarlo. Porque es ella la única que puede tomar decisiones sobre su cuerpo.

Con esa bella metáfora Jineth recordó varias vergüenzas de este Estado fallido que es Colombia. Y ese Estado hizo lo propio para corroborarlo. Así, la semana antepasada, Camilo Gómez, director de la Agencia Jurídica para la Defensa del Estado, se levantó de la mesa y dejó tirada la audiencia de la Corte con el argumento de que no había garantías para Colombia en ese proceso, por la parcialidad de los jueces. Cínico y reiterado eso de que los viejos y eternos victimarios jueguen a hacerse las víctimas. Antes de esto, él mismo recusó a cinco de los seis magistrados de la CIDH, sin ningún éxito. También, un libreto repetido ese de minar la confianza y credibilidad de unos jueces como estrategia para deslegitimar su veredicto final.

La Corte convocó sesión nuevamente para una semana después. Ahí llegó Gómez, pero ahora a aceptar culpas y pedir perdones. Culpas y perdones a medias. Así, reconoció que no hubo una investigación penal digna en el caso de Jineth, pero en el expediente se dejó una constancia de que ella no siguió los protocolos que para investigar la violencia sexual determinan las leyes aquí. De ese modo, sin decirlo, la responsabilizó más o menos por los resultados exiguos, a pesar de que esos protocolos son de 2016, o sea 16 años después de ocurridos los hechos, y de que ella sí intentó acogerse a los procedimientos, pero desistió después de que le tocó detallar en doce ocasiones su historia, a pesar de que solo se debe exigir una vez la versión completa a la víctima. Doce veces la pusieron a reeditar su tragedia.

La declaración del Gobierno tampoco se comprometió a llevar a cabo una investigación en profundidad para esclarecer qué ocurría (y ocurre) en la cárcel Modelo, donde las autodefensas montaron su centro de operaciones para, desde allí, planear secuestros de empresarios, asesinatos (el de Jaime Garzón, por ejemplo), amenazas, masacres. En otras palabras, un establecimiento estatal cuya finalidad es la resocialización, convertido en la guarida blindada y segura de una organización criminal. Con los tribunales de Justicia y paz, conseguimos saber unas pocas cosas, pero no el fondo ni la magnitud de la participación y la complicidad de agentes del Estado en toda esta aberración.

Jineth ha dicho de frente que varios testimonios de “exparas” en su proceso señalan al general Leonardo Gallego como uno de los responsables de su secuestro, tortura y violación. Hace un año, un juez condenó a 40 y 30 años a los dos autores materiales del ataque a la periodista. En la sentencia pidió investigar a Gallego, hoy en retiro. Que se sepa, el general no ha sido llamado ni siquiera a una indagatoria.

A Jineth le destruyeron la vida quienes la violaron y la torturaron el 25 de mayo de 2000, pero también los fiscales, los jueces, los abogados, los funcionarios que en todo este tiempo movieron hilos para enredar el proceso y hacerlo más lento y confuso. Hasta hoy, ella sigue siendo amenazada y espiada. Inclusive, en entrevista con Blu Radio hace cinco días, contó que ante la imposibilidad de concebir hijos (no sé si como consecuencia de la violación) intentó adoptar a unos niños que una madre desplazada por la violencia no podía sostener. La mujer llegó a Bogotá embarazada de trillizos y perdió uno al nacer. La periodista la conoció y entabló una relación con ella hasta proponerle que le permitiera adoptarlos. El ICBF se lo impidió con el argumento de que con su situación de seguridad y de inestabilidad no estaba en capacidad de responder por nadie. Inclusive, le prohibió, mediante caución, que volviera a ver a esos pequeños.

Jineth lleva 21 años peleando por una causa que dejó de ser personal hace mucho tiempo. Detrás de su lucha está la hermosa y honesta exigencia histórica de una mujer para que el cuerpo femenino sea respetado dentro y fuera de la guerra, pero aún más allá para barrer ese atavismo de una culpa milenaria de las mujeres que las hace portadoras de un pecado eterno, y merecedoras de un control y castigo de los varones, como elemento inconsciente del orden social. Me recuerda ese gran libro de Sergio González, “Huesos en el desierto”, en el cual luego de mucho indagar por los feminicidios en la frontera de México-USA, se llega a la espeluznante idea final de que a las mujeres de Ciudad Juárez no las mató nadie. Las matamos todos.

Pero, además, detrás de la lucha de Jineth Bedoya está la protesta de una periodista que exige destapar la podredumbre de un país destartalado y corrupto que dejó convertir una institución oficial en una punta de lanza del crimen organizado. Saber esa verdad debe significar un comienzo para exigir otras verdades en otros niveles sobre un periodo histórico que aún no se cierra.

Esto de Jineth me ha puesto a pensar en que todos deberíamos pedirle perdón a ella y a lo que representa. Quizá desde mi tribuna de periodista, desde mis letras de escritor, desde mis aulas de profesor, desde mis seguridades clasemedieras, pude haber hecho más cosas para que mi país no llegara a este descuadernamiento, y como hombre, también, más acciones personales, grupales, para que las mujeres en el siglo XXI no tuvieran que seguir clamando contra unos verdugos que están ahí en la calle, en las oficinas, en sus propias casas.

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