UN CRIMEN SIN CASTIGO
por: Juan José Hoyos
El Colombiano
Hace 20 años, la periodista Jineth Bedoya tenía 25 años y trabajaba en el diario El Espectador. Estaba escribiendo algunas crónicas sobre tráfico de armas y secuestros en la Cárcel Modelo de Bogotá. La guerra entre los paramilitares, las guerrillas, los mafiosos y el Estado colombiano había llegado hasta la cárcel. Esta se había convertido en un infierno de sangre, torturas y desapariciones.
El 26 de mayo, Jineth fue a la Modelo para entrevistarse con el jefe paramilitar de la cárcel. Quería pedirle que pusiera fin a las amenazas que recibía por su trabajo. Hacía poco, ella y su madre habían sido víctimas de un atentado. Unos agentes de Inteligencia de la Policía Nacional le recomendaron que hablara con “el jefe”. La acompañaban un fotógrafo y el editor del periódico. En medio de los trámites para entrar, mientras sus compañeros iban al carro a buscar un papel, Jineth fue encañonada por un hombre y una mujer con una pistola 9 mm. Luego la subieron a la fuerza a una camioneta y la arrojaron al piso.
“Al principio no entendía nada de lo que ocurría. Pensaba que por orden de Carlos Castaño, jefe de las Auc, me iban a preguntar por qué había dejado al descubierto la red de tráfico de armas que ellos tenían en complicidad con la Policía dentro del penal” cuenta ella en la revista Soho.
“Especulaba, en un torbellino de pensamientos sobre lo que ocurría, mientras me ahogaba en mi propio vómito: estaba mareada y cuando supliqué que me dejaran vomitar, me pusieron una cinta adhesiva en la boca. Luego, cuando intenté quitarme la venda que tenía en los ojos, la respuesta fue una patada en la cara. Hasta ese momento creí que se trataba solo de una golpiza y que pronto acabaría y podría respirar. Pero la camioneta se detuvo en un campo abierto donde había muchos hombres. Pasaron algunos minutos y el sujeto que me había apuntado con la pistola en la puerta de la cárcel, el que me había dado un punta pie en el rostro y me había arrancado mechones de cabello mientras me zarandeaba la cabeza, había vuelto. Puso su pistola sobre mi sien, la cargó y luego de golpearme me obligó a abrir bien los ojos: “Míreme bien la cara hijueputa; míremela porque no se le va a olvidar nunca”. Esa fue su sentencia y luego vino la ejecución”. Sólo entonces, ella se dio cuenta de que la visita a la cárcel era una trampa que le habían tendido.
“Sentí un frío helado por todo el cuerpo y el miedo se me sembró en el pecho. Intenté de todas las maneras posibles evitar que me quitara el pantalón y la ropa interior. Traté de reunir todas las fuerzas posibles para que no me tocara, pero sus otros compinches llegaron para acabarme de hundir en la humillación. Casi me parten el brazo izquierdo y me dejaron morados desde la punta de los dedos hasta la clavícula. Algunas horas después de la tortura, los golpes y el ultraje me dejaron abandonada en una carretera, en la vía a Puerto López, Meta; solo tenía ganas de morirme”.
Jineth Bedoya se encerró sola, con su dolor, y guardó silencio mucho tiempo. Pasaron 10 años. El expediente estuvo archivado en la Fiscalía. Después se perdió una parte. La investigación solo se reabrió en 2011 cuando la Fundación para la Libertad de Prensa denunció el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El pasado 15 de marzo empezó el juicio. Sin embargo, para seguir dilatando el proceso, el Estado colombiano recusó a los magistrados de la Corte y se retiró de la audiencia.
Soy periodista y amo a mi país. Por eso siento dolor y vergüenza de contar esta historia.
Hace 20 años, la periodista Jineth Bedoya tenía 25 años y trabajaba en el diario El Espectador. Estaba escribiendo algunas crónicas sobre tráfico de armas y secuestros en la Cárcel Modelo de Bogotá. La guerra entre los paramilitares, las guerrillas, los mafiosos y el Estado colombiano había llegado hasta la cárcel. Esta se había convertido en un infierno de sangre, torturas y desapariciones.
El 26 de mayo, Jineth fue a la Modelo para entrevistarse con el jefe paramilitar de la cárcel. Quería pedirle que pusiera fin a las amenazas que recibía por su trabajo. Hacía poco, ella y su madre habían sido víctimas de un atentado. Unos agentes de Inteligencia de la Policía Nacional le recomendaron que hablara con “el jefe”. La acompañaban un fotógrafo y el editor del periódico. En medio de los trámites para entrar, mientras sus compañeros iban al carro a buscar un papel, Jineth fue encañonada por un hombre y una mujer con una pistola 9 mm. Luego la subieron a la fuerza a una camioneta y la arrojaron al piso.
“Al principio no entendía nada de lo que ocurría. Pensaba que por orden de Carlos Castaño, jefe de las Auc, me iban a preguntar por qué había dejado al descubierto la red de tráfico de armas que ellos tenían en complicidad con la Policía dentro del penal” cuenta ella en la revista Soho.
“Especulaba, en un torbellino de pensamientos sobre lo que ocurría, mientras me ahogaba en mi propio vómito: estaba mareada y cuando supliqué que me dejaran vomitar, me pusieron una cinta adhesiva en la boca. Luego, cuando intenté quitarme la venda que tenía en los ojos, la respuesta fue una patada en la cara. Hasta ese momento creí que se trataba solo de una golpiza y que pronto acabaría y podría respirar. Pero la camioneta se detuvo en un campo abierto donde había muchos hombres. Pasaron algunos minutos y el sujeto que me había apuntado con la pistola en la puerta de la cárcel, el que me había dado un punta pie en el rostro y me había arrancado mechones de cabello mientras me zarandeaba la cabeza, había vuelto. Puso su pistola sobre mi sien, la cargó y luego de golpearme me obligó a abrir bien los ojos: “Míreme bien la cara hijueputa; míremela porque no se le va a olvidar nunca”. Esa fue su sentencia y luego vino la ejecución”. Sólo entonces, ella se dio cuenta de que la visita a la cárcel era una trampa que le habían tendido.
“Sentí un frío helado por todo el cuerpo y el miedo se me sembró en el pecho. Intenté de todas las maneras posibles evitar que me quitara el pantalón y la ropa interior. Traté de reunir todas las fuerzas posibles para que no me tocara, pero sus otros compinches llegaron para acabarme de hundir en la humillación. Casi me parten el brazo izquierdo y me dejaron morados desde la punta de los dedos hasta la clavícula. Algunas horas después de la tortura, los golpes y el ultraje me dejaron abandonada en una carretera, en la vía a Puerto López, Meta; solo tenía ganas de morirme”.
Jineth Bedoya se encerró sola, con su dolor, y guardó silencio mucho tiempo. Pasaron 10 años. El expediente estuvo archivado en la Fiscalía. Después se perdió una parte. La investigación solo se reabrió en 2011 cuando la Fundación para la Libertad de Prensa denunció el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El pasado 15 de marzo empezó el juicio. Sin embargo, para seguir dilatando el proceso, el Estado colombiano recusó a los magistrados de la Corte y se retiró de la audiencia.
Soy periodista y amo a mi país. Por eso siento dolor y vergüenza de contar esta historia.
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