El daño de la educación racista y sus consecuencias
Primavera de 2010, 15 años, segunda evaluación. Yo siempre solía sentarme en la primera o segunda fila, pese a no tener amigxs en mi clase. Una clase que, a diario, se mofaba de mi pelo, con un apodo que me ridiculizaba allá donde pasaba. Desde cartas anónimas riéndose de mí a insultos racistas, se podría decir que el instituto hasta ese curso, 3º de la ESO (secundaria obligatoria del sistema educativo español), no fue mi mejor época, pero resistía como podía: unas nuevas amigas que había hecho, evadirme en la música e intentar pasar desapercibida. Hasta que un profesor, concretamente el de Lengua y Literatura de ese año académico decidió en lugar de llamarme por mi nombre, decirme ese apodo que tanta ansiedad me generaba delante de toda la clase. Ahí empezó todo. Dejé de estudiar, total, ¿para qué? Comencé a odiar mi pelo como nunca antes había hecho. Hasta ese momento me lo escondía en moños, coletas o con diademas grandes. Desde entonces, solo quería alisármelo, hacer desaparecer cualquier rasgo de burla: mis raíces afrodescendientes. Sin referentes ni cercanos ni lejanos fue mi caída libre y en picado. Y es que quizás que el profesor pasara esa línea significaba la legitimación para que cualquiera tenga la potestad de reírse de mí, ya que es él quien tenía la autoridad en clase para mandar callar, para poder luchar contra el bullying racista que sufría, pero todo lo contrario, eligió el otro bando.
No es fácil ser una adolescente afrodescendiente en una ciudad de provincias del centro de España, pero es más difícil aún que en el espacio donde deberías sentirte segurx, un espacio de enseñanza, no solo estés y te sientas solx, sino que hasta los profesores te recuerden que estás solx en esto.
Ese mismo verano, no recuerdo cuántas, pero me quedaron asignaturas, pero no mucha gente sabe que yo era la primera que quería repetir de curso, ya que en un año académico por detrás estaban las únicas amigas que tenía y que cuando sucedió ese episodio racista del profesor, mientras lloraba entre el cambio de clase, eran quienes me abrazaron. Repetir, hizo que los profesores tuvieran excusa para abandonarme a la deriva hasta que llegué a bachiller cuando comencé a escuchar “cómo has cambiado”, por sacar buenas notas. Yo no cambié, siempre me gustó leer y estudiar, lo que no me gustaba es ir a estudiar a un sitio donde me acosaban y sentía ansiedad, por eso repetí, no por ser “mala estudiante”. También, en este periodo estival, viajé a Estados Unidos, para estar con mi tía paterna que es afroespañola, por aquel, entonces vivía en San Antonio, Texas. Yo le conté todo, ella me entendió. Le pedí que me llevara a una peluquería para alisarme el pelo, pese a que ella no quería, acabó cediendo. Recuerdo el salón y el peinado: le llevé una foto de una revista para mujeres afroamericanas en la que salía Nicki Minaj con el pelo liso y flequillo. Así me lo pusieron. Llegó la “vuelta al cole”, regresé al instituto y los comentarios seguían ahí, mi color de piel no había cambiado. Así estuve hasta los 20 años, cuando comencé la universidad y conocí al colectivo EFAE, un colectivo afrofeminista de Madrid. Volví a mi pelo natural y empecé un proceso que aún no se ha completado que es amar mi cuerpo y mi identidad.
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