La voz de la mujer: el diario feminista que hablaba de explotación laboral,
amor libre y esclavitud doméstica en el siglo XIX
El 8 de enero de 1896, un grupo de comunistas anárquicas decretó: “Salimos a la lucha sin Dios… y sin jefe”. Lanzaban así La voz de la mujer, un proyecto ambicioso, que marcó un hito ineludible en la búsqueda de emancipación femenina en el país y en el periodismo feminista (aunque no se definiera de esa forma). De sus páginas -que hoy cumplen 125 años- nació una frase repetida en marchas y pancartas hasta el día de hoy: “Ni Dios, ni patrón, ni marido”.
“Hastiadas ya de tanto llanto y miseria, (…) hastiadas de pedir y suplicar, de ser el juguete, el objeto de placeres de nuestros infames explotadores o viles esposos, hemos decidido levantar nuestra voz en el concierto social y exigir, exigir decimos, nuestra parte de placeres en el banquete de la vida”, expresaban las autoras en el artículo inaugural de su primera publicación. De esta forma, marcaban tres objetivos: deshacerse del tutelaje económico, marital y social.
Llegaron a imprimir nueve números, repartidos en un año, con un promedio nada despreciable de 1.400 ejemplares por edición. Contaron con dos redacciones y una breve reaparición en Rosario, tres años más tarde, presuntamente a cargo de la anarquista Virginia Bolten. Las colaboradoras provenían de las comunidades española e italiana, aunque la mayoría de los textos estaban en castellano (y se encuentran digitalizados, para quien quiera conocerlos).
Las notas -principalmente hasta el quinto número- giraban en torno a dos fuentes de opresión para las mujeres obreras, quienes garantizaban la salida del periódico y conformaban el grueso de sus lectores: la explotación fabril y la “esclavitud doméstica”.
“¿Quién ignora que desde temprana edad el taller nos traga y martiriza?”. Las periodistas/militantes estaban convencidas de que el trabajo excesivo, además de ser “degradante y martirizador”, tenía un efecto embrutecedor sobre las masas y, en particular, sobre las mujeres. Achacaban a los poderosos el monopolio de la educación e introducían un aspecto que recorrería las grandes batallas entre las clases a lo largo de la historia: la disputa por el tiempo (e, indirectamente, la duración de la jornada laboral y las tareas domésticas). “No siendo libre la educación y no pudiendo disponer del tiempo suficiente para adquirirla ¿cómo vamos a ser educadas?”.
Asimismo, las redactoras apuntaban abiertamente contra aquellos compañeros y maridos que hacia afuera detentaban el estandarte de la revolución y, puertas adentro, se comportaban como zares. “Ya no os tendremos miedo, ya no os admiraremos más, ya no obedeceremos ciega y tímidamente vuestras órdenes”, concluían.
La mayor parte de las notas de La voz de la mujer giraba en torno a las dos fuentes de opresión para las mujeres obreras: la explotación fabril y la “esclavitud doméstica”. Tampoco faltaron otros temas -igual de actuales- como la prostitución, el rechazó a la institución eclesiástica y las condiciones de vida de la clase trabajadora.
Pioneras del periodismo feminista
La voz de la mujer no fue la primera publicación hecha por y para mujeres en el ámbito local. Como explica la historiadora Dora Barrancos -citando a la doctora en Letras Graciela Batticuore-, en la década del treinta del siglo XIX habían surgido títulos como La Argentina y La Aljaba, que, si bien auspiciaban la ilustración de sus lectoras, “abogaban por un protagonismo femenino circunscripto al ámbito de la domesticidad”.
En 1854, Juana Manso marcó un quiebre con su Álbum de señoritas. Periódico de literatura, modas, bellas artes y teatro. Este procuraba librar a sus compatriotas “de las preocupaciones torpes y añejas que les prohibían hasta hoy hacer uso de su inteligencia, enajenando su libertad y hasta su conciencia a autoridades arbitrarias”. Argentina era, sin embargo, poco más que un proyecto en construcción.
El periódico de las comunistas anárquicas apareció en un contexto diferente, propio de una nueva época histórica. El Estado nacional se había consolidado y Argentina entraba en la división mundial del trabajo como exportadora de materias primas. La fisonomía de las ciudades cambiaba, a la par que se multiplicaban los establecimientos fabriles. Eran tiempos de cambios económicos y de una inmigración masiva proveniente de ultramar que terminó de dar forma a la joven -pero potente- clase obrera. Pese a la represión y persecución, las corrientes libertarias encontraron un terreno fértil de acción. Esos años coincidieron también con los primeros pasos del feminismo y la emergencia de destacadas militantes intelectuales y trabajadoras.
Barrancos relata que fue “en la prensa socialista y anarquista, y en la enrolada a alguna forma de ‘librepensamiento’, que el arco a favor de la causa femenina se tensó todo lo que permitió el momento histórico”. Dado que la representación política estaba vedada para gran parte del pueblo, el periodismo partidario cumplió un rol importante en la propaganda y la difusión de ideas radicales. La oferta era amplia, para responder a un público de distintas nacionalidades, ideologías y rubros. Según explica la socióloga Maxine Molyneux en un estudio pionero, entre los años ochenta y noventa del siglo XIX, llegaron a haber hasta veinte diarios anarquistas, escritos en francés, español e italiano. Muchos de ellos dedicaron páginas al emergente “problema de la mujer”: en particular, a temas relacionados con la igualdad, el matrimonio, la familia. La voz de la mujer fue un caso paradigmático.
Esclavas de los esclavos
¿Cómo vivían las mujeres en ese entonces? En primer lugar, su situación legal reflejaba determinados modelos de femineidad. De acuerdo con el Código Civil redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield en 1869 –en vigor desde 1871–, estaban subordinadas a la institución familiar. A diferencia de los hombres, nunca alcanzaban la capacidad civil plena: dado que la minoría de edad regía hasta los veintidós años, permanecían sujetas a sus padres o tutores hasta esa edad y luego pasaban a depender de sus maridos. Incluso las solteras terminaban bajo un estado de minoridad legal, ya que ninguna podía disponer de bienes patrimoniales (heredados, propios o adquiridos dentro del matrimonio), suscribir documentos públicos, ni querellar ante tribunales. Las casadas, por su parte, no poseían la patria potestad de sus hijos.
La filósofa Nancy Fraser se refiere al siglo XIX como un período de “capitalismo competitivo liberal”, en el cual se fomentaba la incorporación masiva al mercado laboral de mujeres, al tiempo que se imponía un imaginario burgués de domesticidad. Es decir, se pretendía un modelo “esferas separadas” (con las mujeres a cargo del hogar y los hombres como proveedores económicos), con la paradoja de que “se privaba a la mayoría de las condiciones necesarias para realizarlo”. Los mandatos victorianos eran incumplibles para muchas familias, en particular, las más humildes. Las mujeres no solo eran predominantes en la modalidad de trabajo a domicilio, sino que tuvieron un importante peso en ramas industriales, como la textil, la de fósforos y cigarrillos. La división sexual de tareas en el hogar tenía su correlato en lo laboral. También se desarrollaban como docentes, oficinistas y vendedoras.
El censo de 1895 arrojó que había más de 368 mil mujeres inmigrantes (poco más que la mitad del número de hombres) y que estas ocupaban el 20 % de los puestos existentes. Según el censo de la Ciudad, a fines del siglo XIX, aproximadamente el 50 % constituía “personal de servicio” y el 36 % estaba ocupada en el sector industrial. El 37 % de estas “fabriqueras” (un término propio de la época) vivía en Buenos Aires. En todos los casos, combinaban sus tareas productivas con las reproductivas: la maternidad, el cuidado de los hijos y ancianos, los quehaceres en la casa.
Empuñar la pluma: ¡Viva la Revolución! ¡Viva el amor libre!
Desde el primer número, las encargadas del periódico advirtieron que este aparecería “cuando puede y por suscripción voluntaria”: algo muy común en la prensa anarquista, cuyos militantes -como subraya Laura Fernández Cordero- debían moverse por encarcelamiento, cierre de imprentas, amenazas o incluso peleas internas.
Los suscriptores y suscriptoras voluntarias de esta iniciativa de las comunistas anárquicas se valían de distintos seudónimos ocurrentes: “Grupo las vengadoras”, “Viva el amor libre”, “Un hombre que ama a las mujeres”, “Una que está en el camino de la Verdad”, “Un herrero explotado”, “Uno que quiere la igualdad”, “Viva la dinamita”. Las investigadoras María del Carmen Feijóo y Marcela Naris buscaron develar su identidad, concluyendo que probablemente fueran, más que nada, trabajadoras y amas de casa que se rebelaban contra las condiciones de vida a las que estaban sometidas. Aun así, no dejaron de señalar que la difusión del periódico probablemente encontrara un límite en los bajos niveles de alfabetización registrados.
Las periodistas hablaban en nombre de la Anarquía (con mayúscula). Por eso, uno de sus principales blancos eran los patrones, el Estado y sus instituciones: “¡Ah, burgueses, enemigos del bienestar del pueblo, construid cárceles, alzad guillotinas, fusilad, agarrotad! ¿Qué importa? ¿No saben que de lo más hondo de vuestros calabozos, de lo más alto de vuestras horcas, de lo ensangrentado de vuestras guillotinas y de los negros y humeantes fusiles sale la fuerza que nos alienta?”.
Aunque el párrafo anterior cerraba con la frase “Anarquistas de ambos sexos, luchemos”, los enfrentamientos con sus camaradas no se hicieron esperar. En el segundo número, ironizaban: “Cuando nosotras (despreciables e ignorantes mujeres) tomamos la iniciativa de publicar La voz de la mujer, ya lo sospechábamos… (..) ‘¡(A)cá! No señor’, ‘emanciparse la mujer’, ¿para qué?, ¿qué emancipación femenina ni que ocho rábanos?’ ‘¡la nuestra!’, ‘venga la nuestra primero’, y luego, cuando nosotros ‘los hombres’ estemos emancipados y seamos libres, allá veremos”. Se definían como “doblemente esclavas de la sociedad y del hombre” y advertían: “Ya se acabó eso de ‘anarquía y libertad y las mujeres a fregar’”.
Varios artículos estaban dedicados a la cuestión del “amor libre”. Contra concepciones contemporáneas, como detallaba Molyneux, el nudo era un rechazo fundamental a los matrimonios sin amor, donde la fidelidad -si existía- se mantenía más por miedo que por deseo. “Suprimida la causa, muere el efecto, suprimida la miseria, desaparecen tales asquerosidades y el hogar, lejos de ser lo que es hoy, sería un paraíso de goces y delicias”, resumían (¡casi cien años antes de que existiera el divorcio vincular!). Claro que no entendían esta consigna desprendida de la lucha por el cambio social. Al contrario, aclamaban: “¡Viva la anarquía! ¡Viva la revolución social! ¡Viva la libre iniciativa! ¡Viva el amor libre!”.
En consonancia con las “Preguntitas sobre Dios” de Atahualpa Yupanqui (“¿Qué Dios vela por los pobres? Tal vez sí y tal vez no ¡Pero es seguro que almuerza en la mesa del patrón!”), o yendo aún más lejos, ellas reflexionaban sobre el hambre y el frío que padecían sus hijos e hijas y, a partir de ahí, escribían: “Entonces comprendimos por qué se cae… por qué se mata y por qué se roba (léase expropia). Y fue entonces también que desconocimos a ese Dios y comprendimos cuán falsa es su existencia”. En diversos artículos citaban con desprecio a la Iglesia y hasta incluyeron un diálogo ficcional entre una pequeña niña y su confesor, que abusaba de ella (dando a entender que la práctica era habitual). En otro caso, aludieron explícitamente a la “inmundicia clerical”.
Molyneux recupera que el censo de 1895 registraba al menos 700 prostitutas en Buenos Aires, aunque el número fuera probablemente muy superior. Para las encargadas de La voz, estas eran “mujeres caídas”, víctimas de su sexo y de su clase. “¡Sí, ya lo sé, pobre niña, lo sé, el padre fue amo del tuyo y el hermano fue quien te compró por cuatro monedas! Sí, tu padre fue despedido, tu madre enferma y tus hermanitos agonizaban de hambre; sí, ya lo sé, no digas más...”, describía la autora Pepita Gherra, para plantear la prostitución como un problema derivado de un sistema corrupto y misógino.
El aspecto de la maternidad, uno de los mandatos centrales asignados a las mujeres -incluso dentro de las izquierdas- atraviesa la publicación. El artículo de la quinta edición, titulada “¡Madres, educad bien a vuestros hijos!”, gira en torno a la necesidad de criar a los hijos siguiendo la senda revolucionaria, “para que luchen para obtener su completa libertad”, renieguen del dinero y las falsas deidades. En este y otros apartados conviven dos ideales aparentemente contrapuestos o, por lo menos, en tensión: el precepto anarquista a “despreciar y a no acatar a la autoridad” desde la niñez y la responsabilidad exclusivamente femenina -ya que no se habla del padre o el hombre- de inculcarlo. En cada línea, cuando mencionan a los hijos, parecen referirse sobre todo a los varones (“tened entendido que los niños de hoy serán los hombres del mañana”); cuando sí nombran a las hijas, lo hacen para marcar la importancia de que no caigan en la deshonra. El corolario del razonamiento es, de todas formas, revolucionario e involucra a ambos sexos: “Solo entonces, compañeras, reinará la dicha, el bienestar, y ese amor o afinidad entre hombre y mujer será quizás más duradero porque ella será despojada de toda clase de convencionalismos”.
Las voces y los ecos
El camino por la ampliación de derechos de las mujeres en Argentina es amplio y complejo. A lo largo del siglo XIX, aparecieron distintas expresiones contra la relación establecida entre masculinidad y ciudadanía. Intelectuales y obreras levantaron la bandera sufragista, aun antes de que existiera la ley Sáenz Peña. Las dirigentes socialistas y anarquistas defendieron el ingreso femenino al mundo de trabajo, mientras peleaban por conquistas laborales y civiles. Algunas militantes reprodujeron estereotipos patriarcales −por ejemplo, respecto a la supuesta inferioridad física de las mujeres o a su rol primordial como madres−, pero, desde ese lugar, exigieron garantías económicas y educacionales. Cada una de ellas impulsó un cuestionamiento objetivo -y colectivo- a la inequidad entre los sexos.
Las redactoras de La voz de la mujer son un ejemplo de estas mujeres que, no exentas de contradicciones, plantearon demandas radicales tanto desde su lugar de clase, como desde su pertenencia militante -generando discusiones disruptivas dentro de una de las principales corrientes de izquierda del momento-.
En 1911, el escritor James Oppenheim publicó el poema “Pan y rosas”. La fuerza de sus versos reside en su vigencia. Inspirados en las luchadoras que antecedieron al artista, no solo pasaron la prueba del cambio de siglo, sino que se convirtieron en patrimonio de activistas de distintos lugares del mundo.
Una de sus estrofas traza una línea entre aquellas mujeres que en 1896 se lanzaron a la batalla periodística -dispuestas “a no transigir con nada ni con nadie en lo referente a defender la emancipación de la mujer, uno de los grandes y bellos ideales de la Anarquía”- y las feministas actuales: “Mientras vamos marchando, a través de nuestro canto, hay viejos gritos de mujeres que clamaron por el pan. Ellas poco conocieron la belleza de las cosas. Es por ellas que peleamos por el pan y por las rosas”.
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