Psicología
Infancias hipersexualizadas
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Por Ruben Campero
Hace ya mucho tiempo que en el terreno de lo social, los vínculos y la amplificación o hiper-realización que ejecutan los medios de comunicación de todo ello, se viene observando una clara connotación de facetas sexuales tanto a nivel corporal, verbal como actitudinal en niñas y niños desde ya muy cortas edades. Niñas con atuendos hiperfemeninos y sexualmente explícitos al estilo de muchas mujeres adultas, publicidades que destacan el valor de lo estético para las niñas como forma de lograr éxito en la vida, familias que festejan los cumpleaños de sus hijas en salones de belleza, niñas que aprenden a posar para las fotos de maneras “sexys”, etc.
Todas formas que indicarían que se continúa con esa socialización femenina y feminizante en torno a la construcción de mujeres en clave de objeto sexual, de un “ser para otro” (Fernández, 1994), idealizadamente fetichizado por su estética, “brillo de princesa” y capacidad de seducción (también sexualizada). Un sujeto eterna y frívolamente infantilizado que aprenderá a pararse ante el mundo creyendo que sólo cuenta con su cuerpo en clave estética y sexual para negociar parcelas de poder y ser valorada por otros, y que por tanto le estará destinado un lugar de dependencia y subalternidad aunque logre alcanzar en el futuro las puntuaciones más altas a nivel educativo y laboral.
Por su parte los niños varones también vienen siendo presentados de formas adultizadas y sexualizadas, pero ello no resulta algo tan claro de ver en la medida que la cultura androcéntrica y patriarcal exige de los niños que abandonen prontamente la femenina, vulnerable e “infantil” infancia, mediante conductas que demuestren el grado de masculinidad alcanzada. Conductas que son interpretadas y festejadas como adultas (valentía, fuerza, agresividad, etc.) también en un sentido sexual. Por tanto es posible ver niños varones que despliegan actitudes y “destrezas” adultas, seduciendo con su masculina adultez sexualizada.
Este terreno nos permitiría pensar en todas las demás formas de abuso sexual que niñas y niñas han sufrido y sufren por parte del mundo adulto, y que generan daño de distinto tipo en psiquismos aún vulnerables al encontrarse en pleno crecimiento, además de ser la expresión del sometimiento que muchas veces genera la desigualdad de poder.
Pero este niño vulnerable, sujeto de derecho, foco de atención respecto a su bienestar o malestar, que según parece viene cobrando valor también como objeto sexual aunque sea de manera simbólica ¿siempre fue así? ¿siempre fue “un niño” de acuerdo al modelo de “niño” desde donde lo miramos?
Los cuerpos pequeños de la historia
Actualmente es fácil encontrar en la prensa frases como las siguientes: “Elección de princesas en concurso de belleza infantil”, “Descubren red de explotación sexual comercial de niñas y niños”, “Niña de 11 años apuñala a otra de 9”, “Colita seca, carita feliz: tu bebé sabe lo que quiere. Pañales…”, “Niño de 8 años internado por maltratos reiterados de su madre”, “Pedile a mamá que te compre…”, “La realidad del trabajo infantil”
Dichas expresiones pueden encontrarse a diario en el decir cotidiano, indicando tal vez un movimiento en el imaginario existente sobre la infancia. El niño inocente y frágil que requería protección y tutela ya no es el único “niño” posible que nuestra cultura concibe.
Tal y como lo plantean Corea y Lewkovcz (1999) representaciones sociales de una infancia consumidora, objeto de violencia y abuso, trabajadora, asesina e inmersa en el mercado de la seducción erótica, puede que estén indicando una dilución progresiva de la distancia simbólica entre infancia y adultez, producto de los cambios que instituciones modernas productoras y sostenedoras de esa distancia (como la escuela y la familia) vienen experimentando.
Miradas históricas sobre la infancia indicarían que la idea de algo esencial llamado “niño” no estuvo siempre presente. Cuanto más atrás en el tiempo nos vamos más se evidencia que niños y niñas estaban expuestos a muertes violentas, golpes, prácticas crueles y abandonos (De Mause, 1982). No se los consideraba especiales por tener cuerpos pequeños, ni evocaban sentimientos específicos de protección y cuidado. “El niño” como hoy lo conocemos se podría decir que “no existía”.
En el siglo XVIII aparece en Occidente la familia moderna. Una nueva forma de agrupación humana que como las anteriores se hará cargo de gestionar las formas de residencia y descendencia, así como las de parentesco. Es de este arreglo familiar que devendrá el modelo llamado “nuclear”, el mismo que se cree natural y a-histórico“ (padre, madre e hijos) cuando es producto de cambios sociales, económicos y políticos que trajo la Revolución Industrial.
Según el historiador Philipe Ariés (1987) el niño moderno tal cual hoy lo conocemos, ese sobre quien recae una concepción moral de inocencia y que evoca sentimientos específicos por concebirlo “niño”, aparece recién en el siglo XVIII en el contexto de la familia moderna.
Se trata de un nuevo sujeto, especial, en desarrollo, entendido como diferente a los adultos. Alguien que requiere cuidados y protección por su fragilidad. Paralelamente se le adscriben cualidades de inmadurez e inocencia, construyéndolo como un ser dócil, de fácil adoctrinamiento mediante una educación que “formará” a ese ser aún no desarrollado, con el objetivo de preservarlo de los peligros de la sexualidad adulta y forjarle un provechoso futuro para que pueda continuar con los ideales burgueses.
El niño se torna así en un bien preciado, algo en lo que vale la pena invertir. En las familias acaudaladas será el centro de la casa, una promesa para la continuación del abolengo. En familias menos pudientes será mano de obra barata.
Paralelamente a la invención del niño, en la familia moderna van tomando forma nuevas configuraciones subjetivas también para la mujer: la “instintivamente” amorosa y abnegada madre, así como la devota y sumisa esposa, son inventadas para ocupar posiciones inferiores que garanticen la concentración de poder en la figura patriarcal del hombre como “jefe de familia”
No es casualidad que la invención del niño vaya de la mano con la creación de instituciones de adiestramiento y encierro (Ariés, op. cit.) tales como la escuela y la cárcel, las cuales vendrían a moldear las ahora inmaduras e inocentes mentes. De esta manera se lograba formar mas tempranamente personas “adaptadas”, complementando así el trabajo del “padre de familia” a través de quién el Estado y la religión oficial inoculaban sus prescripciones en la intimidad de los hogares y los cuerpos.
Como vemos el niño moderno nace protegido en el seno del afectuoso hogar, pero a la vez es capturado por todo un disciplinamiento que coartaría una paradojal “libertad” que vivía en siglos anteriores, épocas en las cuales no se le prestaba una atención especial ya que aún no era “un niño”.
Desacralización de la infancia: el niño fetiche
El aparente agotamiento de instituciones que instituían la diferencia simbólica adulto-niño (Corea y Lewkovcz, op cit) junto a una progresiva adolescentización (e infantilización) de la sociedad producto de la agonía por desilusión de valores modernos tales como forjar un futuro, progresar con otros y tener capacidad de espera para el placer, es posible que estén generando una cierta “desacralización” de la infancia.
Dicha merma de lo sagrado se evidenciaría en un despojar a lo infantil de la exclusividad respecto a la posesión de esa idealizada “inocencia” y “pureza” angelical a la cual el adulto (ya corrompido por el “saber”) tenía prohibido acceder, tanto sea para hacerla parte de su yo como para obtener un goce egoísta (e infantil) con ella.
La gran prohibición de la divinidad-padre de no comer del árbol del conocimiento expresado en el mito de origen judeo-cristiano, pondría en evidencia que la “adulteración” de una pureza original inherente al devenir “adulto”, se habría producido por un movimiento de autonomía a través de la desobediencia y cuestionamiento a la autoridad-ley omnipotente, implicando el destierro del (infantil) paraíso de la “inocencia” generada por la ignorancia.
Si el “saber” sobre la desnudez anatómica y erótica, la diferencia de los sexos y las formas en que se gestan los humanos provoca que los niños “pierdan la inocencia” (según versan los aún vigentes mitos cuando se habla de Educación Sexual en escuelas y liceos), resultaría que en lo infantil se conserva atesorada aquella pureza perdida para quienes osaron atreverse a “saber”. Pureza a la cual siempre se intentaría volver, más aún cuando las promesas de la racionalidad anti “magia” y anti “espiritualidad” propias de la Modernidad no lograron cumplir con lo que prometían.
Sin embargo, si bien ser adulto implicaba un saber sobre “las cosas de la vida” con las cuales el niño sólo podía ir tomando contacto progresivamente conforme se iba “adulterando”, es decir creciendo, resulta que a partir del desarrollo de la tecnología y la vertiginosidad de la información propiciada por los medios e internet, muchos niños parecen incluso superar en algunos “saberes” a los adultos (y por tanto afectando la posición simbólica de autoridad de estos), quienes miran extasiados y descolocados las habilidades de las nuevas generaciones de nativos informáticos. Con ello se vuelve a debilitar la distancia adulto-niño, ya que el saber comienza a circular de formas menos verticales, colocando a estas dos subjetividades en contextos de nuevas y curiosas situaciones de aparente “paridad”.
Así los adultos posmodernos, cansados de refrenar, postergar y pagar culpas por saberes y pecados originales, mirarían identificatoriamente hacia la ególatra (y hasta a veces vista como “sabia”) inmediatez infantil, como aquella manera consagrada de lograr satisfacción automática, negando omnipotentemente las dificultades y limitaciones que se pueden encontrar en la búsqueda de gratificación, sobre todo cuando se ve involucrado un otro.
En ese sentido, muchos comportamientos observados en adultos que aparecen en medios de comunicación (Di Segni y Obiols, 1999), recuerdan más bien al yo ideal primario de los comienzos del desarrollo infantil, en tango egoístas, auto centrados y reivindicadores de un placer express intolerante de cualquier tipo de incomodidad que amenace el equilibrio logrado.
Desacralizada pero aún así idealizada como la forma libidinal consagrada de moverse por el mundo, lo infantil se constituiría para los adultos en un suministro inagotable de recursos narcisistas, una especie de fuente de la juventud eterna en cuyas aguas se luchará para verse reflejado, con la esperanza de encontrar allí la abolición de las limitaciones del transcurrir de la vida y la finitud.
En ese sentido el niño seguiría existiendo aunque ya no tan “modernamente infantil” (vulnerable, distinto, protegible), sino más bien constituido en un fetiche que sería investido como tal de acuerdo a lógicas de consumo de lo infantil. En base a ello el niño, al concentrar y conservar la “frescura” de una inocencia mítica, sería fetichizado en tanto encarnación de cualidades proveedoras de gratificaciones, las mismas que son demandas por aquellos adultos que juegan narcisista y perversamente a interactuar desde lugares infantilmente pares con los niños.
La hipersexualización como abuso
De acuerdo a la distinción entre sexualidad infantil y adulta, se entiende psicoanalíticamente hablando que el adulto para constituirse en tal debe reprimir, contener y regular sus deseos e impulsos primarios con el fin de cuidar al niño, (que como tal es diferente a él en tanto que vulnerable y no par), acompañándolo en la dosificación y regulación de los estímulos externos e internos que impactan sobre el inmaduro yo infantil.
Devenido el imaginario de la adultez moderna en algo más narcisista e infantil, y desacralizada la infancia como lugar exclusivo para el niño, quien a su vez sería fetichizado desde su propia infancia para gratificar deseos que no le deberían ser demandados desde posiciones adultas, el dique que regula los impulsos adultos para que no sobrecarguen el psiquismo infantil se estaría poniendo en entre dicho.
Según esto sería posible pensar en términos de abuso el desborde psíquico que provocaría en el niño tomar contacto con demandas libidinales adultas (no auto reguladas y no adaptadas a las necesidades del propio niño), cuando las mismas actúan a través del fenómeno tan observable en los últimos tiempos de la hipersexualización de niños y niñas en distintos ámbitos y de distintas maneras, las cuales incluso vienen siendo aceptadas socialmente tendiendo a su naturalización.
Por dicha naturalización hace tiempo que asistimos a la desaparición de la “ropa de niños” (en especial de niñas) por ser asimilada a un estilo adulto de estética sexualmente sugerente. Es con dicha ropa que muchas niñas terminan siendo exhibidas en poses “sexys” en facebook mediante fotos que sus “adultos” responsables cuelgan para recibir “likes” de otros “adultos”.
Por la misma razón es posible el consumo de programas de tv en los cuales se somete a niñas muy pequeñas a pesados maquillajes y extenuantes concursos de bellezas [1], mientras se van transformando en los hermosos fetiches de frustradas e infantilizadas madres. De la misma forma que maestras preescolares enseñan a “perrear” a niñas y niños para bailar canciones con letras de explícito contenido sexual en las “fiestitas” de fin de año, mientras padres y madres filman emocionados tal despliegue de “juego infantil” de sus fetichizadas “princesas”, las cuales deberán proveerlos de gratificaciones que los “rescaten” de las frustraciones de la vida adulta que tanto cuesta vivir.
De acuerdo a esto último y a la mencionada posible desacralización y fetichización de la infancia, sería interesante reflexionar sobre cuales estarían siendo las motivaciones de muchos adultos posmodernos para tener hijos/as.
¿Acaso la hipersexulización estética principalmente de niñas podría estar vinculada (como un síntoma más de un posible trastorno vincular parental) con una dificultad de discriminación que algunas madres y padres experimentan para con sus hijas e hijos, en tanto estos serían las únicas o principales relaciones significativas que estos adultos tendrían? En ese sentido la niña con apariencia hipersexualizada podría representar para ciertos padres y madres con dificultades anímicas un valioso fetiche fálico (o incluso un posible objeto transicional y anaclítico con el cual poder transitar la vida), que comunicaría socialmente el capital emocional y material de ese adulto. Tal vez esto último sea más fácil de pensar en mujeres, si tomamos en cuenta el mandato social sobre el ser madre que aún pesa sobre ellas y supedita la forma en que aprenden a verse y evaluarse como mujeres.
Por otra parte resulta interesante observar que la hipersexualizaición estética en la mujeres no sólo se ha hecho cada vez más precóz, sino también cada vez más tardía. Si bien esto último puede ser leído como un aspecto de empoderamiento para las mujeres al correrse del estereotipo de la “abuela asexuada”, se debe recordar que una mujer que decide exhibir sus canas y arrugas, no se maquilla, no usa ropa que marque sus nalgas ni pronunciados escotes que exhiban la mayor parte de sus mamas, no apela a cirugías estéticas y/o cosméticas, no se obsesiona con dietas y hace ejercicio sólo por salud, suele constatar que se torna “invisible” para la mirada erótica de los hombres (no así para la mirada erótica de otras mujeres). En ese sentido es posible que el Patriarcado y todos los actores sociales que lo sustentan (hombres y mujeres incluidas) esté logrando colonizar en base a sus imperativos porno-sexuales los cuerpos de las mujeres cada vez más jóvenes y cada vez más viejas, para consumirlas desde una estética femenina “estándar”.
Evidentemente que la hipersexualización de niñas y niños forma parte también de la corriente sexualizadora que experimenta la sociedad toda en base a discursos de consumo, tanto que la “libertad sexual” es uno de los “packs” mejor vendidos en plaza. Pero ello no justificaría la corriente naturalizadora que este fenómeno viene teniendo en niñas y niños (lo cual sólo facilita la acción de abusadores y redes de explotación), y que por ejemplo se evidencia en que hasta hace poco se hablaba de “prostitución infantil”, casi como si niños y niñas se encontraran en condiciones de autonomía y decisión como para dedicarse a la prostitución concebida como trabajo. Cabe aclarar que la denominación actual es “explotación sexual comercial de niñas, niños y adolescentes”
La naturalización de este fenómeno puede habilitar a “no ver” cuando el abuso sexual genitalizado física y/o verbalmente finalmente se concreta. En la figura de quien abusa sexualmente de una niña o niño, se volvería a repetir esa desacralización y fetichización de la infancia en un sentido claramente perverso, en tanto la “comunión privada y secreta” con la niña o niño que cree sentir el abusador a través de lo sexual (al menos en los casos en que el abuso se perpetúa desde un lugar pedófilo), le permitiría habitar un mundo erótico infantil en el cual no se las tiene que ver con la castración simbólica que implica la diferencia hombre-mujer y adulto-niño, así como los límites y prerrogativas del mundo exterior y público de los adultos.
En los casos de abuso no pedófilo (considerando que no todo puede ser explicado psicopatológicamente) deberemos reflexionar sobre como la situación de vulnerabilidad e inequidad de un ser humano produce en otro un afán de abuso de poder a través de la sexualización cosificante.
Tanto el abuso propiamente dicho como otras formas del mismo tales como diferentes grados de hipersexualización, efectivizan la desacralización de ese cuerpo infantil en tanto lo obligan a cargar con un “saber” sexual que es implantado colonizadora, violenta y evangelizadoramente desde una fuerza libidinal adulta. Una fuerza que niega y desmiente de su propia posición erótica como adulto, así como de la incapacidad del infante para procesar lo depositado, mateniéndolo cómplice de un pacto perverso que con seguridad lo atará culpógena y masoquistamente tanto a los deseos sexuales de su abusador como a los propios.
Por todo esto la Educación Sexual se torna en una actividad que estimula la construcción de un saber sobre lo sexual a nivel infantil, un saber que se incorpora en estricto diálogo con los tiempos y capacidades cogntivas y emocionales conscientes e inconscientes del niño o niña al perseguir objetivos pedagógicos. Las voces prejuiciosas que temen que la Educación Sexual “incite” el “despertar” precóz de impulsos sexuales en los niños, apelando a la preservación de su (ignorante) “inocencia” y a una mítica confianza en la “sabiduría y tiempos de la naturaleza”, las más de las veces terminan abusando igualmente del niño aunque esta vez no por acción sino por omisión.
Hipersexualización de varones en clave masculina
Los niños varones han sido desde hace mucho tiempo hipersexualizados en nombre de su socialización como masculinos. Debido a la aceptación social que tiene este tipo de tratamientos, pocas veces se ha considerado que pudiera tener efectos traumáticos. De hecho dicha hipersexualizacion precoz, que comienza desde que se es bebé y se ejerce por parte de la mayoría de los integrantes de la familia, se la considera como la forma natural, general y necesaria para que un niño “se haga hombre”.
Vemos por tanto lo que se suele hacer con la socialización de niños varones masculina y sexualmente hablando, pero aplicándolo a las niñas, para darnos cuenta de las implicancias de esta hipersexualización naturalizada:
“Imaginemos que una compañera nuestra acaba de dar a luz a una beba, y que vamos de visita a su casa para conocerla. En medio del ritual del cambiado de pañales, mientras la niña permanece desnuda, reparamos en comentarios y actitudes que tanto nuestra compañera como su esposo tienen para con su hija. Así, por ejemplo, observamos que la madre toma la vulva de la bebé y le dice en tono aniñado: «¿Para quién es esto?… ¡para los nenes!». Luego escuchamos que agrega como comentario jocoso para el resto de la visita: «Salió de vulva grande, igualita que la madre… seguro va a ser terrible ligera cuando grande, ¡no va a dejar títere con cabeza!». Por su parte, el padre, en otro momento de la conversación, interrumpe diciendo: «Mirá, mirá cómo se la agarra, ¡se la está haciendo de goma!», instando a que las personas ahí presentes miren cómo la niña se estimula y juega con sus genitales
Ahora pensemos que, estando en un espectáculo musical, escuchamos que una mujer le dice a otra con relación a la hija de 4 años de una de ellas, la cual se encuentra bailando a pocos metros: «¡Mirá cómo invita a los hombres a bailar!, va a ser fatal, le gustan todos».
Y ahora trasladémonos al cumpleaños de una niña de 6 años, en donde vemos que una vecina de la cuadra le pregunta: «¿Vos cuántos novios tenés en la escuela?». A su vez, y justo antes de irnos, nos damos cuenta de que el padre, para cortar el llanto de su hija por haberse lastimado una rodilla, le dice: «Ya está m´ija, hágase mujer, déjese de llorar».
Y ya que estamos, intentemos también recrear una situación en la cual un hombre le dice a una mujer (ambos padres de una niña de 15 años): «Tu hija ya está grande… ¿no te parece que es hora de que la lleves a debutar, y que pierda la virginidad en esos lugares de hombres?».
¿Qué actitudes y sentimientos nos disparan estas situaciones imaginadas? ¿Cuál es el punto en el cual y por el cual resultan inverosímiles? Si existieran pruebas de que parte o todo lo que aquí se relata fuera real, seguramente nos escandalizaríamos y nos indignaríamos, evaluando como excesiva, precoz y traumática tanto la sexualización como la erotización (e incluso la configuración de abuso) que se estaría ejerciendo sobre el cuerpo y la psiquis de esa niña.
Pero entonces ¿por qué es tan común escuchar en distintas casas de familia comentarios sobre el pene, los genitales, el cuerpo y las actitudes de varones en clave sexual y erótica, sean estos bebés o niños más grandes? ¿Por qué muchos mensajes parentales dirigidos al varoncito parecerían expresar ansiosas expectativas por constatar un potencial desempeño sexual y genital en el niño, que demuestre la correcta asunción de una masculinidad heterosexual, aunque no se esté en edad para ello?” (Campero, 2014: 41)
Ante esto se entiende que el impacto de un abuso sexual genitalmente concretizado no se compararía con una socialización hipersexualizada como la que acabamos de ver, la cual posee un amplio respaldo, habilitación y valoración social (si logra adaptarse, el niño hipersexualizado pasa a ser y sentirse “importante” en tanto alcanza una posición masculina fálica). De todas maneras es importante resaltar que las consecuencias traumáticas de esta socialización en los niños y luego en los hombres pueden ir desde adicciones y compulsiones sexuales, así como una mayor exposición a infecciones de transmisión sexual, pasando por vivencias disociadas y paranoides de los objetos de atractivo sexual, hasta la incapacidad de dar cuenta del placer sexual experimentado, contando sólo con recursos de gratificación narcisistas que propician un fácil acceso a actuaciones psicopáticas y violentas para estar a la altura de un “macho cogedor”
Todas estas experiencias que entrañan diferente nivel de gravedad pero que no logran ser vistos como problemas de salud sexual (en todo caso sí como justificación para demonizar y depositar en los hombres la causa exclusiva de la violencia tanto sexual como general) ya que como hombre se deberá estar a tono con el ideal fálico construido precozmente en la infancia.
“…el «continente blanco» de la masculinidad como tal ha permanecido casi intocable, situación que no es de extrañar, ya que lo masculino y sus valores sigue tomándose, aún en el ámbito de la salud mental, como paradigma de normalidad, salud, madurez y autonomía, y por tanto no requieren interrogación. Y esto es así porque los varones (y la masculinidad) se colocan (y son colocados) desde el inicio de Occidente como los propietarios de la «normalidad»/salud./cordura. Por tanto ellos no constituyen problema, sus teorías y prácticas de sí son la unidad ideal y única de medida de lo humano y desde ellas se producen las normas que definen lo «normal». Y por esto sus quehaceres quedan incuestionados y silenciados por «normales»…” (Bonino, 1998: 17)
En la niña esta hipersexualización se tornaría más explícitamente traumática ya que su posición naturalizada de objeto en tanto femeninamente “castrado” para nuestra cultura misógina la vulnerabilizaría aún más. Este tornarla en objeto a través del acto de hipersexualización explícita y/o simbólica, indicaría que su cuerpo, su identidad, su sexualidad y su rol femenino son en realidad aspectos banales, superfluos y poco importantes que ni aún así le pertenecen, y de los cuales por tanto se puede disponer a gusto de consumidor, dejando a las mujeres en eterna e histérica búsqueda de la mirada de deseo y aprobación de otro, como única manera de ocupar un lugar valorado en el mundo.
Ello no ocurriría de la misma manera con los hombres y la cultura masculina, en la cual también abundan los aspectos banales, superfluos e histéricamente “huecos” y necesitados de aprobación infantil, pero que en su calidad de importancia fálica jamás llegarán a ser vistos como “desvalorizables”, “expropiables” u objetos de otros. El masculino (y con ello al niño varón y el hombre adulto) sería visto como un ser autónomo que no necesita ni es de nadie porque “tiene lo que hay que tener” (entra las piernas), y por tanto se basta con sí mismo.
Palabras finales
Como se verá la hipersexualización de niñas y niños de maneras diferentes considerando variables de género, identidad de género, edad, nivel socio-económico, origen étnico-racial, procedencia nacional, etc. nos coloca en la interrogante posmoderna de si efectivamente se “acabó la infancia” (Corea y Lewkowcz, op. cit) y si realmente se viene modificando la distancia simbólica adulto-niño, la cual naturalizaría la infantilización del adulto y la sexualización del niño, dejando sin embargo vigentes las inequidades que habilitan el abuso hacia la vulnerabilidad infantil.
¿Acaso es posible que la infancia haya sido posmodernamente desacralizada, y en su lugar el valor simbólico de lo infantil esté siendo fetichizado para uso del placer perverso, “infantil” y narcisista de los adultos?
¿En qué sentidos la hipersexualización de niñas y niños estaría habilitando el incremento de los abusos sexuales y de la explotación sexual comercial de niñas, niños y adolescentes?
¿De qué maneras las acciones misóginas explícitas del Patriarcado nuestro de todos los días permite visibilizar la hipersexualización y abuso que sufren las niñas, pero que sin embargo invisibiliza y oculta de manera perversamente cómplice la violencia masculinamente hipersexualizada y abusadora que sufren los niños varones desde hace demasiado tiempo por partes de sus familias y la sociedad toda?
El fenómeno de la hipersexualización de niñas y niños implicaría no sólo hacer foco en la protección de la infancia de acciones perversamente específicas de abusadores y explotadores concretos, sino también en permitir interpelarnos sobre la violencia sexualizada y naturalizada que reproducimos día a día sin percatarnos de ello.
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Referencias:
- Una crítica a esta realidad se puede encontrar en la película “Little Miss Sunshine” (“Pequeña Miss Sunshine”) EEUU/Drama/2006. Dir. Jonathan Dayton y Valerie Faris. Protagonistas: Abigail Breslin, Toni Collette.
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Bibliografía:
- Ariés, Philippe. (1987). “El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen”. Madrid, Taurus,
- Badinter, Elizabeth (1981) ¿Existe el amor maternal? Historia del amor maternal. Siglos XVII al XX. Barcelona, Paidós.
- Bonino Méndez, Luis (1998). «Desconstruyendo la «normalidad» masculina. Apuntes para una «psicopatología» de género masculino». Revista Actualidad Psicológica, Nº 253, Buenos Aires.
- Campero, Ruben (2014). A lo macho. Sexo, deseo y masculinidad. Montevideo, Fin de Siglo.
- Corea, Cristina y Lewkowcz, Ignacio (1999). ¿Se acabó la infancia? Ensayo sobre la destitución de la niñez”. Buenos Aires, Lumen/Hvmanistas
- De Mause, Lloyd (1982). Historia de la infancia. Madrid, Alianza Editorial,
- Di Segni, Silvia y Obiols, Guillermo (1999). Adolescencia, posmodernidad y escuela secundaria. La crisis de la enseñanza media”. Buenos Aires, Kapelusz.
- Fernandez, Ana María (1994). La mujer de la ilusión. Pactos y contratos entre hombres y mujeres. Buenos Aires, Paidós.
Ruben Campero
Licenciado en Psicología (UDELAR). Psicoterapeuta con especialización en Psicoterapia Focal Psicoanalítica (CEIPFO) y Terapia Sistémica Estratégica (CEE-O. Maestro) Sexólogo (FLASSES) Especialización en Psicoanálisis y Género (APBA-Bs. As.) Terapeuta Psico-corporal (Sist. Río Abierto-EDA Uruguay) Doctorando en Psicología (UCES-Bs. As.) Docente fundador del Instituto de Formación Sexológica Integral SEXUR y del Centro de Estudios de Género y Diversidad Sexual CEGEDIS. Autor de los libros “Cuerpos, poder y erotismo. Escritos inconvenientes” y “A lo Macho. Sexo, deseo y masculinidad” (Ed. Fin de Siglo) Co-conductor del Programa “Historias de Piel” por 95.5 FM Del Plata (1997 a 2004), en Metrópolis FM 104.9 (2015 a la actualidad) y “Sexualmente” (2006) por Canal 10.
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