lunes, 24 de mayo de 2021

Mujeres en el Arte

 

María Blanchard

María Gutiérrez Blanchard nació en Santander en 1881 en una familia acomodada, ya que pertenecía a la burguesía montañesa que gozaba  de cierta influencia intelectual, su abuelo, Castor Gutiérrez de la Torre, fue el fundador en 1856 del periódico regional La Abeja Montañesa y su padre dirigió durante diez años el prestigioso diario liberal El Atlántico.

Debido a la caída que su madre sufrió unas pocas semanas antes del parto, María nació con una malformación ósea, concrétamente una cifoscoliosis con doble desviación de columna; un trastorno que se caracteriza por generar una joroba o protuberancia en la espalda, problema que fue agravándose con el tiempo y que condicionó toda su vida. Esa malformación la llevó a refugiarse en su familia, pero como contrapartida la ayudó a crear un peculiar y creativo mundo interior.

Desde muy niña mostró un gran interés por el dibujo y la pintura, y comenzó a ganar premios desde sus primeras obras de juventud. Animada por su familia, a los 22 años se trasladó a Madrid para formarse como artista primero en el estudio de Emilio Sala, después con Fernando Álvarez de Sotomayor y más tarde en el taller de Manuel Benedito.


Obteniendo becas  se trasladó a París en 1908 para continuar sus estudios, la capital francesa vivía entonces el momento más convulso del arte que derivó en las primeras vanguardias, con el cubismo como máxima expresión del movimiento liderado por Pablo Picasso y Georges Braque, en ese ambiente conoció a los artistas españoles que vivían la bohemia y que se convirtieron en sus grandes amigos, entre ellos Juan Gris, Anglada Camarasa o el poeta Gerardo Diego. Acudió a la academia Vitti, donde conoció a la pintora rusa Angelina Beloff, con la que viajó a Londres y varias ciudades de Bélgica, donde coincidieron con el mejicano Diego Rivera.

Mujer con abanico (1916)

Se presentó y consiguió la cátedra de Dibujo en la Escuela Normal de Salamanca, pero en la capital castellana no aguantó demasiado tiempo, después de las vivencias en París la rigidez académica no encajaba con sus inquietudes artísticas y por otra parte volvieron las burlas, en este caso del alumnado que la ridiculizaban y bromeaban sobre su aspecto físico. Por todo ello abandonó su trabajo en Salamanca y volvió a Francia.

En 1915 se instaló en París definitivamente, dejó su apellido Gutiérrez y nunca más regresó a España. Poco a poco el reconocimiento artístico empezó a fluir y a encontrar compradores para sus obras, también comenzó a ser una figura reconocida, partícipe de las discusiones cubistas e integrante del círculo de Lipchitz y Juan Gris. El cubismo sintético de Blanchard mereció el reconocimiento del público más exigente y participó en exposiciones junto a los otros grandes nombres en Bruselas y París, por lo que a día de hoy María forma parte del grupo de pintores españoles más valorados del movimiento cubista.


Los avatares de la vida la llevaron a distanciarse del que fue su gran amigo; Juan Gris y en 1929 su muerte le provocó un grave estado depresivo. Esta etapa de Blanchard está marcada por la espiritualidad y misticismo, buscó el consuelo en la religión apoyándose en el consejo del padre Alterman  y barajó la idea de profesar en un convento, pero María siguió pintando incansablemente una gran cantidad de obras  que en esta época representan mayoritariamente temas infantiles y maternidades. Su producción artística aparece ahora de manera obsesiva  que la llevó a trabajar incansablemente, algunas fuentes comentan que podía llegar a olvidarse de comer, estando días enteros sin probar bocado y convirtiéndose paulatinamente en una mujer  aislada y marcada por sus cada vez más graves dolencias físicas.

L´enfant au bracelet (1922-23)

María murió en 1932 en Montparnasse con poco más de cincuenta años de edad, dejando a su paso infinidad de amigos que la lloraron amargamente. Blanchard fue una persona muy especial y una gran artista creadora de una obra rotunda y sincera, fiel reflejo de la valentía con la que afrontó su complicada vida. Cabe destacar la emotiva elegía pronunciada por Federico García Lorca en el Ateneo de Madrid poco después de su muerte.

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