Feminismo: el legado de las librepensadoras. Descubriendo a Dolores Zea
Manuel Almisas Albéndiz
Escritor e investigador histórico
Fotografía de Dolores Zea, gentileza de la familia Zea Terol.
Hubo un momento en la historia del estado español en que las mujeres no eran nada, cero a la izquierda, como si no existieran. Y, además, a las pocas que sacaban los pies del plato, salvo que lo hicieran a nivel individual desde las páginas de un libro, poemario o diario, todas ellas eran consideradas extraviadas cuando no demonios, locas solteronas, oradoras extravagantes, revolucionarias anarquistas o histéricas peligrosas. Muchas veces, o casi siempre, tuvieron que combatir la misoginia de sus compañeros de ideología, y en eso malgastaron muchas energías, cuando no provocaron dolorosas decepciones. Por eso no es de extrañar que en los orígenes de la lucha por la emancipación femenina surgieran las manifestaciones exclusivas para mujeres, mítines y actos propagandistas solo para mujeres, y se iniciara la larga marcha de la autoorganización femenina. La liberación de la mujer debía ser obra de las propias mujeres.
En marzo de 1891 la obrera textil Teresa Claramunt y la camisera Joaquina Matas crearon en Barcelona la «Sociedad Autónoma de Trabajadoras», pues entendían que las obreras, fuesen de un gremio u otro, tenían una problemática específica y una doble explotación: la del patrón en la fábrica y la de sus compañeros en el hogar. Es curioso que en el tercer artículo del reglamento prohibieran que los hombres ocuparan puestos en la administración o secretaría de la Sociedad, pues querían evitar que nadie se valiera «de la supuesta debilidad femenina para fundar funestos caciquismos». Después de siete años de organización y militancia sindical en Cataluña, la anarquista Teresa Claramunt sabía bien lo que decía.
A esta primera experiencia anarquista, y después de los primeros golpes represivos contra el anarquismo organizado, le sucedieron otras iniciativas de autoorganización femenina en la misma ciudad de Barcelona, pero ahora por parte de las mujeres librepensadoras. En primer lugar es de justicia mencionar a la pionera, a la poetisa sevillana Amalia Domingo Soler, quien después de fundar en 1879 un semanario espiritista escrito solo por mujeres, La Luz del Porvenir (Barcelona), polemizar sobre espiritismo a través de la prensa con el doctor en Teología Vicente Manterola, convertirse en una reconocida oradora y participante en numerosos actos en el Fomento Graciense, o ser elegida en septiembre de 1888 una de las vicepresidentas del Primer Congreso Internacional Espiritista que se celebró en Barcelona, se volcó con todas sus fuerzas en apoyar la enseñanza laica y el librepensamiento. Su entrada en los círculos librepensadores de Barcelona podría fijarse casi con precisión cuando en febrero de 1886, al presenciar desde un palco del Teatro Circo Ecuestre un mitin de la «Confederación Universal de Librepensadores», fue objeto de la muestra de respeto y consideración que una comisión de estos librepensadores, «estandarte en mano», le dispensaron a «la escritora librepensadora y espiritista doña Amalia Domingo». Desde entonces no dejará de participar como preeminente figura en los actos librepensadores de la ciudad.
Poco después, a partir de 1891, se sumará a esta militancia librepensadora otra mujer, sevillana también y recién llegada a Barcelona, la poetisa y dramaturga Ángeles López de Ayala, teniendo ambas una presencia constante en los mítines en defensa del laicismo en la enseñanza, el anticlericalismo y el librepensamiento barcelonés y catalán. Pero hasta ese momento no se habían propuesto organizar a las muchas mujeres que frecuentaban esos ambientes republicanos, espiritistas y masones.
Tuvo que llegar a Barcelona una tercera mujer para que terminara de fraguars la autoorganización de esos espacios femeninos. Se llamaba Belén Sárraga Hernández, de apenas 20 años de edad y natural de Valladolid, y que en contacto con las dos anteriores se convirtió en la presidenta de la «Asociación de Mujeres Librepensadoras» de Barcelona en febrero de 1896. Era la segunda sociedad de mujeres organizadas de forma autónoma, pero el gobernador de Barcelona primero y la represión posterior tras el atentado del Corpus en la calle Cambios Nuevos en el mes de junio, hizo que apenas tuviera una existencia de pocos meses, y Belén Sárraga se marchara de Barcelona y se trasladara a la ciudad de Valencia. Allí se llevó la primera revista feminista que había fundado en junio en Barcelona, La Conciencia Libre, y creó por fin la «Asociación General Femenina» en 1897 con el concurso inestimable de las hermanas gaditanas Amalia y Ana Carvia Bernal, fundándose sucursales en Cádiz y Huelva, y en varios pueblos de la provincia de Valencia.
Finalmente, en mayo de 1898, Ángeles López de Ayala fundará en Barcelona otra asociación feminista y librepensadora que tendrá un próspero recorrido de más de dos décadas, la «Sociedad Progresiva Femenina», cuya presidenta de honor de por vida fue Amalia Domingo Soler. Al servicio de esta asociación feminista pondrá su diario El Progreso, que también se convirtió en «órgano de todas las sociedades femeninas y de las mujeres obreras».
Estas mujeres y estos colectivos mencionados tuvieron una indudable influencia en el feminismo de entresiglos y en el primer sufragismo de los años 20 del siglo pasado, pero otras muchas mujeres destacaron en esta Historia, aunque quedaron ocultas ante la indiferencia y la represión que existió antes del advenimiento de la Segunda República. Una de ellas fue la malagueña Dolores Zea Urbano, maestra de profesión, que también siguió la estela que le llevó a la populosa, industrial, progresista y revolucionaria ciudad de Barcelona de la década de 1890. Allí fue, nada menos, desde su fundación, que la Secretaria de la «Sociedad Progresiva Femenina» durante ocho años, ejerciendo de maestra laica, administradora de El Progreso, directora y profesora de la «Escuela Libre Flammarión», y dirigente de la conocida y muy activa «Agrupación Librepensadora de Gracia y San Gervasio» y de su numeroso grupo de mujeres. Una figura como ella no podía quedar al margen de toda historia del feminismo que se precie de ser incluyente y completa.
El feminismo que se extendió durante la Segunda República, tan conocido gracias a Clara Campoamor, sería impensable sin este feminismo anticlerical y librepensador practicado abnegadamente por un grupo de mujeres que se llamaron a sí mismas «las mujeres de Las Dominicales[1]» y conformaron lo que la profesora Lola Ramos[2] denominó con gran fortuna «la República de las librepensadoras».
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