Es indígena, aprendió ballet por
YouTube y Julio Bocca la becó
en su fundación: la conmovedora
historia de Agostina Arreguez
Vive en la comunidad de Amaicha, en Tucumán. Tiene 15 años. Y porta desde que aprendió a caminar un sueño que no entiende de límites: dedicarse a la danza. Pero no encontraba quien le enseñara: llegó a viajar 200 kilómetros para asistir a una clase. Y le cerraron más de una puerta, la maltrataron. Ella no se rindió.
Y
ahora, el futuro le pertenece
Agostina Arreguez y todo su talento, ante la imponencia de los Valles Calchaquíes (Fotos y video:
Eliseo Jantzon)
El cuerpo de Agostina Arreguez danza, desplegándose en
movimientos armónicos que cruzan dos tiempos. Sus músculos
obedecen a la memoria milenaria de sus ancestros, que habitaron
estas tierras cuando la Argentina no era ni siquiera una ilusión, mucho
antes de que los mapas delimitaran estos valles bajo el nombre de
Calchaquíes. Pero además, se tensan y se relajan cuando es debido al
responder los mandatos recientes del ballet, cuyas variaciones fue incorporando
a partir de sus cuatro años.
Para invocar al agua que en estas latitudes escasea, sus antepasados de la
comunidad indígena de Amaicha imitaban el aleteo del suri,
avestruz andina que en su cultura representa a la tierra. Entonces Agostina
baila, reproduciendo en el aire los designios marcados en un pasado
legendario. Y a su vez, cumple con solvencia los pasos de la
coreografía diseñada por su profesora Yanina Llenes, inspirada en un
segmento de la película
Fantasía -un clásico del cine de animación- en el que un grupo de
avestruces descansa hasta que uno se reincorpora y, con su ritmo, enciende a
los demás.
Bastó que aquel baile quedara registrado en un video tomado por un celular,
y que llegara a las manos de Julio Bocca. Así es como esta
adolescente de 15 años, de hablar destellante y ojos curiosos, ahora forma
parte de la fundación creada por el gran maestro del ballet argentino. Se trata
de la primera bailarina que proviene de un pueblo originario. Y es
entonces cuando en Agostina se bifurcan dos historias: la que ella
misma está por escribir en la danza; la que se narrará en estas líneas.
El origen
Más de una década atrás, en esa localidad de unos 5000 habitantes ubicada
en Tafí del Valle, en el noroeste de Tucumán, cada sábado por la noche Agostina
miraba junto a su abuelo el ciclo Al Colón, que Marcos
Mundstock conducía por la TV Pública. Frente al televisor,
se paraba derechita y alzaba los brazos: “¡Yo voy a estar ahí! ¡Yo voy
a ser así!”, decía, entusiasmada. “¿Vos vas a bailar ahí?”, la pinchaba el
abuelo Lolo. “¡Sí! ¡¡De puntitas!!”, confirmaba. Y copiando lo que veía en la
pantalla, bailaba.
Agostina, de
niña. "La danza es mi vida, no necesito nada más. Claro que tengo mi
familia, mis amigo, el campo, mis caballos; pero la danza es todo", dice
“Así me lo cuentan -se sincera ella-. Es que yo era pequeñita...”. Por eso
no lo recuerda. ¿Será que ciertas pasiones son anteriores a la consciencia?
Podría suceder; al fin de cuentas, anidan en el alma.
Pero en aquella comunidad -dirigida por un cacique y un Concejo de
Ancianos, encargados de establecer las leyes que rigen en el lugar- lo
único que se baila es folclore. Lucho y Samanta son
profesores: en el 2000 fundaron la primera Escuela de Danzas Folclóricas
Argentinas de Amaicha. Y como padres de Agostina, llevaban a su nena a las
clases desde que aprendió a caminar. “Era todo un tema: a la señorita no le
gustaba -se resigna su mamá-. Tenía tres años y hacía la suya: nos hacía
renegar, volvía llorando a la casa”. “Pero bailaba bien...”, aporta
su hija, y ríe con tanta picardía como aplomo: sabe que está en lo cierto.
“A la nena no le gusta el folclore”, le dijo un día Samanta a Lucho,
admitiendo lo que ya era innegable. Había que anotarla en una escuela
de danza. Pero, ¿adónde? Lo que ocurriría a partir de ahí sería un
sinfín de búsquedas infructuosas y soluciones temporales.
Eliseo Jantzon)
El cuerpo de Agostina Arreguez danza, desplegándose en
movimientos armónicos que cruzan dos tiempos. Sus músculos
obedecen a la memoria milenaria de sus ancestros, que habitaron
estas tierras cuando la Argentina no era ni siquiera una ilusión, mucho
antes de que los mapas delimitaran estos valles bajo el nombre de
Calchaquíes. Pero además, se tensan y se relajan cuando es debido al
responder los mandatos recientes del ballet, cuyas variaciones fue incorporando
a partir de sus cuatro años.
Para invocar al agua que en estas latitudes escasea, sus antepasados de la
comunidad indígena de Amaicha imitaban el aleteo del suri,
avestruz andina que en su cultura representa a la tierra. Entonces Agostina
baila, reproduciendo en el aire los designios marcados en un pasado
legendario. Y a su vez, cumple con solvencia los pasos de la
coreografía diseñada por su profesora Yanina Llenes, inspirada en un
segmento de la película
Fantasía -un clásico del cine de animación- en el que un grupo de
avestruces descansa hasta que uno se reincorpora y, con su ritmo, enciende a
los demás.
Bastó que aquel baile quedara registrado en un video tomado por un celular,
y que llegara a las manos de Julio Bocca. Así es como esta
adolescente de 15 años, de hablar destellante y ojos curiosos, ahora forma
parte de la fundación creada por el gran maestro del ballet argentino. Se trata
de la primera bailarina que proviene de un pueblo originario. Y es
entonces cuando en Agostina se bifurcan dos historias: la que ella
misma está por escribir en la danza; la que se narrará en estas líneas.
El origen
Más de una década atrás, en esa localidad de unos 5000 habitantes ubicada
en Tafí del Valle, en el noroeste de Tucumán, cada sábado por la noche Agostina
miraba junto a su abuelo el ciclo Al Colón, que Marcos
Mundstock conducía por la TV Pública. Frente al televisor,
se paraba derechita y alzaba los brazos: “¡Yo voy a estar ahí! ¡Yo voy
a ser así!”, decía, entusiasmada. “¿Vos vas a bailar ahí?”, la pinchaba el
abuelo Lolo. “¡Sí! ¡¡De puntitas!!”, confirmaba. Y copiando lo que veía en la
pantalla, bailaba.
Agostina, de
niña. "La danza es mi vida, no necesito nada más. Claro que tengo mi
familia, mis amigo, el campo, mis caballos; pero la danza es todo", dice
“Así me lo cuentan -se sincera ella-. Es que yo era pequeñita...”. Por eso
no lo recuerda. ¿Será que ciertas pasiones son anteriores a la consciencia?
Podría suceder; al fin de cuentas, anidan en el alma.
Pero en aquella comunidad -dirigida por un cacique y un Concejo de
Ancianos, encargados de establecer las leyes que rigen en el lugar- lo
único que se baila es folclore. Lucho y Samanta son
profesores: en el 2000 fundaron la primera Escuela de Danzas Folclóricas
Argentinas de Amaicha. Y como padres de Agostina, llevaban a su nena a las
clases desde que aprendió a caminar. “Era todo un tema: a la señorita no le
gustaba -se resigna su mamá-. Tenía tres años y hacía la suya: nos hacía
renegar, volvía llorando a la casa”. “Pero bailaba bien...”, aporta
su hija, y ríe con tanta picardía como aplomo: sabe que está en lo cierto.
“A la nena no le gusta el folclore”, le dijo un día Samanta a Lucho,
admitiendo lo que ya era innegable. Había que anotarla en una escuela
de danza. Pero, ¿adónde? Lo que ocurriría a partir de ahí sería un
sinfín de búsquedas infructuosas y soluciones temporales.
A las 2 de la mañana tomaron el micro, a las 6 arribaron a la capital provincial; en un “día larguísimo” visitaron distintas escuelas de danza;
a las 20 subieron al ómnibus de regreso, a la medianoche estaban de regreso en Amaicha con la frustración a cuestas. “No nos fue nada
bien: en Tucumán fueron todos palos en la rueda -lamenta Lucho-. Nos miraban por sobre el hombro: ‘Esto no es para ustedes’, nos decían,
por cómo somos, por cómo estamos...”.
La nena crecía tanto como sus ganas de bailar, pero el horizonte se alejaba. Lo habían intentando en el sur, también en el oeste. ¿Y en el norte?
¡Cafayate! Otra profesora egresada del Colón daba clases allí, y cada sábado madre e hija cubrían los 60 kilómetros hasta la ciudad. Cuando
la maestra se mudó a Salta Capital, hubo que agregar 200 kilómetros más al recorrido. Papá empleado público, mamá ama de casa, tres hermanos:
el sacrificio de los Arreguez era enorme.
“Hoy tenemos el apoyo de la familia y de mucha gente, pero en ese momento era una cosa de locos lo que hacíamos -relata Lucho-. En la casa de mi
mamá me lo reclamaban: ‘¡Estás loco, fijate lo que estás gastando!’. Y había que masticarlo, sobrellevarlo. Acá, las que ponían todo para ir adelante
eran ellas: Samanta y Agostina. No se cansaban de viajar, se aguantaban las esperas...”.
La contundencia inalterable de los Valles Calchaquíes, la majestuosidad del Teatro Colón. La memoria milenaria de sus ancestros, los mandatos recientes del ballet. El suri de los amaicha, el avestruz de Disney. En el cuerpo de Agostina no se produce el choque de dos civilizaciones.
Más bien, a partir de ella nace un mundo nuevo.
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