Si quieres que te vean, desaparece
La máscara, símbolo cultural desde
tiempos ancestrales, regresa al arte contemporáneo para reflejar un tema muy
propio del presente: la identidad como ficción.
Las máscaras producen una curiosa combinación de respeto y temor. Cada vez son más confusas y sofisticadas. Los tiempos de belleza compulsiva han dado paso a un feísmo que parece tener ahora una vía de escape. Para algunos, ocultarse es un refugio, una manera de ser libres, una defensa frente a la jauría humana. Para otros es una pesquisa angustiosa, un camino inhóspito lleno de metáforas donde nada es lo que esperas que sea. Todo pasa en la cara. Cualquier autobiografía es una coreografía del rostro, la primera de nuestras muchas caretas. Una retaguardia iconográfica y personal que siempre juega con trampa. Engañosa por naturaleza, la máscara deviene el interfaz de lo oscuro. Eso de buscarse entre la falsa apariencia de normalidad de la gente. Brinda una desaparición voluntaria en tiempos de visibilidad extrema y se convierte en un altavoz para decir aquello que de otro modo no diríamos. Su lenguaje tiene raíces en el poder y el control social. Un lugar desde el que significarse, para bien y para mal. Allí donde no podemos ocultar las cosas que nos pasan y las cosas que hacemos pasar.
En ese dilema vive Gillian Wearing (Birmingham, 1963), seguramente la artista que más ha utilizado la máscara para explorar la idea de verdad. Siempre se ha visualizado como una estudiante mediocre al obtener el grado universitario en Bellas Artes del Goldsmiths College en Londres. Farbullaba y se quedaba en blanco. Cuando ganó el Turner Prize en 1997, tal era su incredulidad que sentía como si se lo hubiera llevado otra. Para entonces, ya había lanzado una de sus obras icónicas: Confiéselo todo en vídeo. No se preocupe, estará disfrazado. ¿Intrigado? Llame a Gillian (1994). La premisa fue publicar un anuncio en el periódico con una invitación a desvelarlo todo frente a una cámara bajo el anonimato de una máscara.
Fue su debut con ese artefacto con el que más tarde ha ido recorriendo todos los rincones de la psique: colocarse encima una prótesis del rostro de su madre, de su padre, de su abuela, de sus hermanos y de ella misma. Un complejo pimpón de retrato/autorretrato/no-retrato/no-autorretrato para hablarnos de la identidad como ficción, tema al que vuelve en su último proyecto, lanzado hace apenas unos meses: el documental experimental para la BBC sobre la vida del novelista victoriano George Eliot, del que acaba de cumplirse el bicentenario. Arena: Everything Is Connected es otra máscara más. Eliot fue una mujer, Mary Anne Evans, que dejó su pequeño pueblo en las Midlands para perseguir una vida sin convenciones. Fue subdirectora de la Westminster Review, el foro intelectual más progresista de la época, y se volcó en la literatura animada por el crítico George Henry Lewes, el hombre con el compartió su vida pese a que estuviera ya casado. Gente normal que escapa de lo corriente, lo que viene siendo el paradigma de los nuevos tiempos.
Icono indiscutible de la posmodernidad, Cindy Sherman siempre es ella y nunca es ella
Gillian Wearing siempre ha sido la alumna aventajada de Cindy Sherman pese a no coincidir nunca en las aulas. Es, de hecho, el faro en The Cindy Sherman Effect. Identity and Transformation in Contemporary Art, actualmente en el Kunstforum de Viena, una exposición que analiza las cantidad de topografías surgidas de la deconstrucción del retrato en el arte contemporáneo, donde Sherman es la gran mentora, con permiso de Rrose Sélavy (alias Marcel Duchamp) y Claude Cahun. Y seguramente también de David Bowie. Cindy Sherman (Nueva Jersey, 1954) también parte de dudas del ego para llegar a la psique a través de una colección de fotografías cuyos temas se adentran en el rol sexual de la mujer, el terror y la teatralidad del mundo. Sus Film Stills son su verdadera máscara: algo seductor, tentador, que debe provocar en el espectador la promesa de alguna historia.
Siempre es ella y nunca es ella. Es la mirada inestable como lugar de negociación: una pantalla llena de filtros e ilusión. Es un icono indiscutible de la posmodernidad y un referente de la renovación en la fotografía desde la performance, que este 2020 celebra su gran año. Además de ganar el Premio de la Fundación Wolf de las Artes, la Fundación Louis Vuitton de París prepara A Retrospective (1975-2020), su mayor exposición en Europa, de momento aplazada hasta su reapertura: más de 300 imágenes, algunas de ellas inéditas, del autorretrato como desdoblamiento.
No deja de ser curioso cómo los museos y los centros de arte muchas veces se anticipan a las sintomatologías que luego dan la cara en la vida mundana. La máscara estaba ahí, esperando a manifestarse. Llevaba ya tiempo rondando en los departamentos de exposiciones. Desde que en 2012 el MoMA recuperó a la propia Cindy Sherman por todo lo alto, la mascarada entró en desfile. El mercado la miró de frente y ante ello reaccionaron galerías como Gagosian y Hauser & Wirth, tirando de John Chamberlain y Louise Bourgeois.
Hasta mil máscaras mapuches había en el pabellón de Chile de Bernardo Oyarzún en la Bienal de Venecia de 2017, casi tan poderosas como las que Kader Attia plantó en la Fundación Miró un año después. La Documenta 14, celebrada en ese momento, hizo lo propio también colocando las máscaras de Beau Dick, un artista de la tribu de los dzawada’enux, en lo más alto de las raras artes desde la idea de no-nacionalidad, como la de miles de refugiados. La exposición Masks, recién inaugurada en la Galería Municipal de Oporto, y a cargo de los comisarios João Laia y Valentinas Klimasauskas, recoge esa estela con una nueva generación nacida en los ochenta con un importante recorrido internacional, de Adam Christensen a Joanna Piotrowska.
En su versión antropológica está la máscara ahora en el Museo Nacional de Praga, y poniendo el foco en su sentido más contestatario llegará al Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona en diciembre de 2021. Lo hará de la mano de Servando Rocha, autor también del libro Algunas cosas oscuras y peligrosas. El libro de la máscara y los enmascarados (La Felguera, 2019), que reflexiona sobre lo que hay tras ella, pero también de su efecto hacia afuera, sus intenciones con nosotros y con el mundo. Su exposición será una particular historia del siglo XX a través del sentido político de la máscara, del Ku Klux Klan a las Pussy Riot, con una parada especial en los efectos de la pandemia pensando la máscara como uniforme de protección, como medio de supervivencia y como arma de control biopolítico.
Qué duda cabe de que la máscara pulula como mosca detrás de la oreja y como síntoma de una época de cambios extremos. Guerra cultural, lo llaman. Las técnicas para el enmascaramiento ganan en tracción y vuelven con una urgencia renovada. El Museo Reina Sofía lo tilda de “estallido”. Bajo esa idea enmarca un taller sobre mascarillas disidentes los días 29 y 30 de junio, con las que volver a “sanar” la individualidad en la vida pública en tiempos de pandemia. La mascarilla se ha convertido en la nueva camiseta, ese lugar común desde donde lanzar consignas e ideologías, desde banderas hasta animes. Las grandes marcas ya la vislumbran como el complemento estrella, algo que Gucci ya vio venir, ya que lleva varias temporadas sacando a sus modelos a desfilar con todo tipo de artilugios en el rostro. Hay artistas que también están dándole vueltas a esos viejos materiales que vuelven a nuestro auxilio.
La mascarilla se ha convertido en la nueva camiseta, un lugar desde donde lanzar consignas
El artista y activista chino Ai Weiwei acaba de lanzar Mask, un proyecto de mascarillas impresas a mano con motivos extraídos de sus más reconocidas obras. Ahí está su famosa peineta con aire quirúrgico. O las pipas de porcelana que esparció en la Tate Modern. Las máscaras todavía pueden comprarse en eBay, a 50 dólares cada una, y todo lo recaudado irá a apoyar iniciativas humanitarias de Human Rights Watch, Refugees International y Médicos Sin Fronteras. Es fácil ver ediciones limitadas de mascarillas de artistas como David Shrigley, Linder, Yinka Shonibare o Eddie Peake, también con fines benéficos y convertidas ya en objetos de culto para nuestro rostro oculto. Ahora parece impensable ver esa filantropía entrando en casas de subastas como Christie’s o Sotheby’s. El deseo de ser otro siempre nos puede. Tiempo al tiempo.
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