martes, 24 de octubre de 2017


Flâneuse: las mujeres aún tienen que conquistar las ciudades

¿Es la calle un lugar diseñado y gobernado por hombres?




Hay tantos letreros, tanto ruido, tal velocidad que no vemos las ideas que gobiernan las plazas y las avenidas. La calle es, desde hace siglos, un lugar para hombres. No es de las mujeres que tienen que caminar detrás de sus maridos, como ocurre en Japón; ni de las saudíes porque no les dejan conducir. Tampoco les pertenece a las mujeres de los países en los que las miran mal si van solas por las aceras. La ciudad no estará bajo sus dominios mientras tengan que andar en guardia para evitar que un agresor las asalte en una callejuela.
Esta realidad aplastante, a menudo, se ve reforzada por la fantasía. A las niñas, desde muy pequeñas, les enseñan a tener miedo a los pasadizos y a los peligros de la ciudad.
A los seis años, Atxu Amann aprendió a estar alerta. En la calle estaba obligada a ir de la mano de su abuela; si no, le advirtió ella, vendría el hombre del saco y se la llevaría para siempre. Ocurría también que en aquellos años 70, al llegar a casa, de noche, en un barrio de Madrid, su padre empezaba a vociferar: «Serenooo, serenooo», mientras daba palmadas y, de pronto, aparecía entre la penumbra un hombre con un manojo de llaves. El poder de entrar y salir —reparó Amann— estaba en manos de un desconocido.
Poco después, al llegar la Navidad, entre un gran bullicio de gente, sus padres la sentaron en el regazo de un viejo con ropa rara y una barba blanca. El hombre le dijo al oído que tenía que ser buena; si lo era, una noche entraría en su casa, por la ventana, y le dejaría un regalo. «¿Un desconocido colándose, a oscuras, en mi casa?», se preguntó, pasmada.
Estas historias transformaron el paisaje que aquella niña tenía de la ciudad. Las calles se volvieron pasadizos tenebrosos donde, desde cualquier sombra, podía emerger un hombre del saco, un sereno o un bandido con una corona dorada. Un día, la niña, desconcertada, le dijo al padre: «Papá, yo no quiero que vengan los reyes magos. ¿Has pensado que el hombre del saco, el sereno y los reyes, a lo mejor son amigos, y nos la van a liar?». El padre le respondió: «Mira, hija, las cosas no son como nos las han contado».
A Atxu Amann le impactó esta frase y hoy subyace en muchas de las investigaciones que realiza desde su puesto de doctora arquitecta de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid. «Estas historias nos hacen las cosas aún más difíciles. Nos las cuentan para facilitarnos la vida, pero acaban haciéndola más compleja y en algunos casos, imposible», indica con un recogido finísimo, unas botas poderosas y un brillo en los ojos que fulminaría al instante a un bravucón.
Amann era una chica curiosa y sin miedo. Una noche, cuando tenía 19 años, se despistó y el peligro la arrinconó tras una puerta. Un hombre la violó en una sesión de cine de madrugada. No hubo juicio, pero hoy, al recordar el incidente, la arquitecta imagina una escena así: «El juez diría: ¿Qué hacía usted a la una de la mañana en un cine?, y yo diría: Lo que habría que preguntar es ¿qué hace un violador viendo una película de Almodóvar en los Alphaville?».
El agresor no fue el hombre del saco. Fue un hombre real.
FLaNEUSE

Pisando más espacio

Piensa la urbanista que hoy «las mujeres podemos ir a muchos sitios, podemos caminar a muchas horas, pero la ciudad no es un lugar amable para nosotras». Esta sensación marca la velocidad del paso de las mujeres. «Muchas tienen que andar con el culo salido porque van con el carrito de la compra, porque llevan a una anciana, porque cargan con los niños», relata un viernes de aspecto otoñal, en un café de Madrid.
Los espacios públicos nunca se diseñaron para las mujeres. Nadie imaginó siquiera a una flâneur, la que deambula por el placer de perderse, de ver pasar la vida desde un paso lento. «No podemos ser flâneur porque no nos han permitido disfrutar del espacio público. Nos han dejado ser flâneur en el espacio doméstico, que lo tenemos como los chorros del oro, porque es nuestro espacio público cuando viene alguien de visita».
Una mujer que camina sin rumbo, parándose a tocar la textura los muros, agitando las plantas para apreciar su olor, resultaría sospechosa. La mirarían como a una loca. «La mujer siempre tiene un origen y un destino. El origen es la casa y el destino es la iglesia, el mercado, el centro de salud… Esta forma de relacionarnos con la ciudad ha llevado a que nos pongan unas etiquetas». Son las marcas que Amann intenta borrar desde su labor de arquitecta: «Mi función es desetiquetar para que las mujeres ganemos más espacios de libertad».

A la caza del tiempo

Dice la arquitecta que las mujeres han ido ganando espacio en la calle, pero el tiempo aún no es suyo. Los hombres han impuesto su ritmo a la ciudad. La duración de la luz de los semáforos, la velocidad de los coches… La mayor parte de los elementos que marcan el paso «están pensados para el hombre trabajador. No están contemplados los tiempos para cuidar de los demás», afirma, convencida: la voz firme, los codos sobre la mesa, la cara adelantada.
Amann plantea que una ciudad sería más femenina si cambiaran el tiempo de los semáforos. Ahora hay que cruzar con prisas y sin contemplaciones. Pero si en vez de unos segundos, la luz permaneciera verde siete minutos, la ciudad sería un lugar distinto. Las personas podrían detenerse a hablar mientras cruzan de una acera a otra; los vendedores se acercarían a ofrecer sus productos; los que llevan un carrito de la compra, el coche de un bebé o empujan una silla de ruedas podrían ir con más calma; habría más árboles porque se necesitarían sombras y protección frente a la lluvia. «Llegarías a todos los sitios, como ahora, aunque tardáramos más», expone la arquitecta. «Revertiríamos el tiempo. El tiempo y la velocidad son convenios que se pueden cambiar».

Eres por donde caminas

Los habitantes de una ciudad no se comportan como quieren. Están dirigidos por los edificios, por los pasos de peatones, por los cruces arriesgados, por las aceras estrechas… No es igual vivir en un barrio peatonal que en una zona residencial donde se ha de coger el coche hasta para ir a por el pan. «El modo en que construimos no solo refleja, sino que determina, quiénes somos y quiénes seremos», escribe la académica Lauren Elkin en Flâneuse, Women Walk the City. «El ambiente es determinante, constitutivo; te convierte en la persona que eres y te lleva a hacer lo que haces».
Las ciudades están llenas de barreras invisibles, de fronteras silenciosas que sentencian quién puede ir a un lugar y quién no. Escaleras empinadas, zonas oscuras, aparcamientos con plazas limitadas… También las convenciones sociales de cada localidad estrechan el cerco: andar detrás del hombre, el largo del vestido, el repudio a la mujer que fuma mientras pasea. «Estamos tan acostumbrados que apenas notamos los valores que hay detrás de estas líneas divisorias. Puede que sean invisibles, pero determinan el modo en que circulamos dentro de la ciudad», escribe Elkin.
La urbanista estadounidense piensa igual que Amann: la calle no es un espacio neutral. Las plazas y los bulevares se levantan siempre sobre una ideología. «De Teherán a Nueva York, de Melbourne a Bombay, una mujer todavía no puede caminar por la calle de la misma forma que lo hace un hombre». Hay que conquistar la ciudad, reta; las mujeres aún tienen que reclamar la calle para ellas.
Porque solo cuando descubran estas verjas invisibles que les cierran el paso podrán desafiarlas y derribarlas. Una mujer que camina con la idea de que cada paso puede marcar una huella de rebeldía «no solo cambia el modo de moverse por el espacio; también interviene en la organización de ese lugar», afirma Elkin. Y, por eso, pide «nuestro derecho a perturbar la paz, a observar (o no observar), a ocupar (o no ocupar) y a organizar (o desorganizar) el espacio a nuestra manera».
Así hasta que, por fin, no haya que distinguir entre géneros. Así pues, como dice Amann, al final, «no es un conflicto de hombres o mujeres. Porque todos los géneros incluyen cualquier otredad».
FLaNEUSE

FLÂNEUR: UNA PALABRA SIN FEMENINO

Eran cultos y elegantes. Eran hombres. En la primera mitad del siglo XIX, algunos intelectuales parisinos empezaron a andar sin prisa y sin propósito por la ciudad. Esa actitud contemplativa, ese deambular sin rumbo con un único destino, disfrutar, los convirtió en flâneurs. En la aparente nada de la ciudad intentaban hallar el arte y el pensamiento. Buscaban lo infraordinario: lo que ocurre cuando nada ocurre, como explica el escritor Georges Perec.
A Lauren Elkin también le gusta vagar. Lo supo cuando, hace años, llegó a París. Le sorprendió ver caminantes por las plazas y las calles; en su infancia estadounidense no existió el paseo. Pero le asombró algo más: al estudiar la figura del flâneur descubrió que los hombres se apropiaron de esta forma de mirar el mundo y de la literatura que escriben después.
«Los escritores que hablan hoy de las ciudades, los grandes de la psicogeografía, los que se leen en la revista Observer del fin de semana», todos son hombres, según Elkin. Parece que el tiempo ha transcurrido solo por el suelo (para allanarlo con asfalto en vez de tierra) y por la técnica (que se llevó a los caballos y trajo los coches). La idea del flânuer, en cambio, permanece inmóvil entre los intelectuales de hoy. Apenas dista de la definición que dio Louis Huart en 1841: «Buenas piernas, buenos oídos y buenos ojos (…). Estas son las principales ventajas físicas que necesita un hombre francés para merecer entrar en el club de flâneurs».
Tan por sentada dan estos escritores la masculinidad del caminante, y tanto hablan los unos de los otros en su círculo cerrado, que para Elkin están creando un canon machote de escritores caminantes. «Como si el pene fuera un requisito para caminar», ironiza.
A las mujeres no les han concedido siquiera una palabra. El término flâneur es solo para hombres y, por eso, Elkin, indignada, decidió acuñar una versión femenina: flâneuse.

[flanne-euhze] Nombre, del francés.
Forma femenina de flâneur, el que vaga; el que va sin rumbo, observando, por las ciudades.
«Es una definición imaginaria. La mayoría de los diccionarios franceses no la incluyen», indica la estadounidense. Y cuando alguno recoge el vocablo, como hace el Dictionnaire Vivant de la Langue Française, describe un tipo de sofá para recostarse. «¿Es una broma?», pregunta, con sarcasmo, la urbanista. «¿El único tipo de deambular curioso de una mujer tiene que hacerlo tumbada?».

VIRGINIA WOOLF: UNA MUJER FLÂNEUSE

Virginia Woolf decía que, al caminar, al cruzarse con otras personas, uno imagina otras vidas. Te pones en la piel de otro durante unos instantes y te conviertes en una lavandera, un tabernero, un cantante de la calle. «Y qué mayor deleite puede haber que abandonar las líneas estrictas de la personalidad», escribió en su ensayo Street Haunting.
Era 1927. Pocas letras de mujeres había entonces en la literatura dedicada a hablar de las sensaciones que produce caminar por la calle. A su paso por los barrios de Londres iba encontrando los destellos que luego llevaría a sus artículos y a sus novelas.
Deambular, contemplar, olfatear… Hay un modo de caminar que busca descubrir más que llegar a un sitio. Virginia Woolf escribió una carta a su amiga Ehtel Smyth, en 1930, en la que hablaba de su necesidad de conectar con el mundo. «Entre el té y la cena, caminar y caminar, reavivar mis fuegos, en la ciudad, en esos barrios desdichados donde me asomo para mirar por las puertas de las casas públicas».
Woolf pensaba que el que pasea así es «un ojo enorme». Un ojo que, a veces, se distancia: «escapar es uno de los mayores placeres»; un ojo que, a veces, intenta no ser visto, que se funde con el escenario, como describió la novelista George Sand cuando caminaba por París, durante la revolución de 1830: «Nadie me conocía, nadie me miraba, nadie tenía nada que reprocharme; era un átomo perdido en aquella inmensa multitud».

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