miércoles, 10 de febrero de 2021

Inclusión

 El lenguaje inclusivo: ¿cuestión de gramática o de ética?

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    PAULI  NA RIVERO WEBER

                                                                               

Amigos y amigas”, “amigues”, “amigx” y la peor: “amig@s”: ¿Cómo pronunciar eso? Propongo: amigs: una palabra hermosa e incluyente. Pero… ¿es necesario el lenguaje inclusivo, esto es: hablar de manera que la mujer se sienta incluida? En castellano y en muchos otros idiomas, al hablar en plural, se emplea el masculino: debemos entender que, en ello, va incluido el género femenino. 
El problema es que las palabras, como bien lo dijo Heidegger, no son vainas que envuelvan un significado. Al nombrar, el lenguaje da su ser a las cosas, no nombra; crea. El lenguaje es dador del ser. ¿Qué? A ver, aterricemos esa metafísica: si no existe la palabra “acoso”, ¿existe el acoso? Si no hay una palabra que designe ese acto, ese acto ni existe ni se ve: es simplemente parte de la normalidad aceptada como tal, que no hace falta nombrar.

Por mucho tiempo, en la vida pública la mujer ni fue visible, ni existió: era un mundo de hombres. La mujer, encerrada en casa, no era parte relevante de la vida ni hacía mucha falta nombrarla. No olvidemos que venimos de una tradición para la cual todas las cosas, animales, hombres, mujeres, niños y niñas de una casa, eran pertenencia del Paterfamilias. Él tenía el derecho de vida o más bien, de muerte: podía matar esclavas, esclavos, hijos, hijas, o incluso a su esposa. “La familia” designaba al conjunto de los bienes del Paterfamilias: su patrimonio. De esa manera, el lenguaje se adaptó a nombrar en sus leyes, en el comercio y en la vida diaria, al Paterfamilias como “él" o “ellos”. No se hablaba de ella o ellas: no hacía falta. Muy recientemente, la mujer comenzó a formar parte del mundo que por siglos le fue vedado. Pero encontró que el lenguaje no hablaba de ella, sino de ellos. Ahora se nos presentan dos posibles caminos: incluir en el lenguaje a la mujer, o hacer como si no pasara nada y asumir que “todos” quiere decir todas; “hombres” quiere decir también mujeres, y “niños” incluye a las niñas. Para muchas personas esta última salida es la más sencilla y no hace falta más. De hecho, la ultraconservadora Academia de la Lengua ha tenido una portavoz que ha afirmado eso: Concepción Company ha dicho que lo gramaticalmente correcto es hablar en masculino tal y como lo ha hecho la sacrosanta sociedad por siglos y tal y como lo hace la ultra sacrosanta tradición. Pero para suerte de las mujeres el lenguaje se crea y transforma en la calle, no en los diccionarios: ellos solo recogen los usos que el lenguaje ha tenido en su devenir. En nuestra lengua esa labor la ha realizado de manera magistral, solamente Joan Corominas, quien por cierto rechazó su sillón en la Real Academia Española. Y por supuesto: María Moliner permanece para orientarnos sobre el significado de las palabras: lo demás, no hace falta. 

Lo que sí hace mucha falta es analizar el fenómeno mismo del lenguaje no incluyente y examinar sus consecuencias. Vayamos, como recomendaba el buen Husserl ¡a las cosas mismas! Para ello presento este fragmento biográfico de Rose Genser, que deja ver en una vivencia infantil, la magnitud del problema del lenguaje: Tendría yo unos tres años cuando mis hermanos mayores comenzaron a ir al kínder. Como yo quedaba desconsolada al quedarme sola, mamá habló con la profesora y ella aceptó mi ingreso. El kínder del pueblo consistía en un enorme salón en donde estudiábamos las niñas y los niños desde mi corta edad, hasta sexto de primaria. Jovita, pedagoga nata, a mediodía nos dejaba correr en el pasto, jugar con sus gatos y acariciar los pececitos de la fuente. Al concluir el descanso, decía: “Niñas: al salón” y ahí íbamos las niñas. Cuando ya nos encontrábamos en nuestros lugares, llamaba a “sus caballitos locos”; los niños, que según decía, nos atropellaban y por eso tomaba esa precaución. […] Cuando cumplí cinco años ingresé a una escuela enorme, con muchos salones. Al finalizar el primer recreo una mujer tocó una campana y dijo “Niñooooos, al salón”. Me quedé pensando porqué ahí pasaban primero ellos… y eran tantos, que decidí sentarme a esperar. De pronto me encontré completamente sola en el inmenso patio de cemento, cuando vi frente a mí la mujer de la campana. Poniendo sus brazos detrás de su cuerpo se inclinó hacia mí y dijo: “¿Se puede saber qué está usted haciendo aquí, señorita?” Le expliqué que estaba viendo las cintas de colores pintadas en el patio, porque en mi otra escuela no había cintas sino pasto. Le dije que Jovita tenía dos gatos, una fuente con pececitos y que su hijo se llamaba Abelardo y era muy alto y muy bueno; él jugaba a quitarnos los zapatos para colgarlos de los árboles, y luego nos cargaba para ayudarnos a recuperarlos. Pero Abelardo murió y Jovita se quedó muy sola. El gesto de la mujer cambió. Se sentó junto a mí y me preguntó si estaba triste por haber cambiado de escuela. Cosa curiosa: no me había dado cuenta de que en verdad estaba muy, muy triste. Me quedé callada para no llorar y tomé valor moviendo los pies uno hacia adelante y otro hacia atrás, como si no pasara nada. Extrañaba el olor de Jovita, sus arrugas empolvadas con maquillaje que olía a rosas, su boca siempre pintada, su cabello recogido, sus ojos negros… Entonces la mujer me preguntó porqué no había entrado al salón. Yo le respondí: “Porque no han llamado a las niñas” Ella rio y me dijo: “Pero ¿qué no escuchaste mi campana? ¿No grité lo suficientemente fuerte?” Pero tú, le dije, llamaste a los niños, no a las niñas. Hubo entonces un silencio extraño y creí haber dicho algo incorrecto, lo cual me ayudó a olvidar las ganas de llorar. Algo en mi respuesta inquietó a esa mujer. Nunca sabré si fue mi natural tuteo o el reclamo por su inadecuado uso del lenguaje. Ella se levantó con un suspiro, con suavidad me empujó con su mano en mi espalda y dijo: ya es hora de que vayas a tu salón. Nunca volví a encontrar a alguien que, como Jovita, nombrara a las niñas y a los niños. Basta que esté presente un hombre para que mujeres no seamos nombradas: no existimos. ¿No cree usted que ya es hora de nombrarnos? 

A las mujeres, no a las cosas. Las ollas son ollas y no ollos: los coches son coches y no cochas. Pero las mujeres somos humanas: no humanos. Las mujeres merecemos el mismo estatus, dignidad y nombramiento que cualquier hombre. No hace falta incluir en el lenguaje al hombre: “colega” no requiere “colego”, porque los hombres no han vivido el problema genérico de la invisibilidad. El hombre no requiere ser visto ni incluido: lo es y lo ha sido por siglos. Dice Adela Zamudio: Una mujer superior en elecciones no vota, pero vota el pillo peor. Permitidme que me asombre: con tal que aprenda a firmar, puede votar un idiota, por ser hombre. Millones de mujeres filósofas, científicas o poetas, no existieron por no haber nacido hombres.

Si la exclusión no fuera sistemática y real, si no apoyara la violencia y abuso aun sin pretenderlo, quizá podríamos pasar por alto el lenguaje. Pero no es el caso: el lenguaje no inclusivo, le da el espaldarazo a esa exclusión. Aquí estamos hablando de ética: no de gramática. De modo que tomémonos nuestro tiempo y escribamos: ellas y ellos; niñas y niños; mujeres y hombres. Créame que vale la pena dejar de apuntalar la invisibilidad de la mujer y cualquier forma de ser y hablar que coadyuve a la violencia. El bien y el mal son más importantes que cualquier regla gramatical.

 https://www.milenio.com/opinion/paulina-rivero-weber/el-desafio-del-pensar/el-lenguaje-inclusivo-cuestion-de-gramatica-o-de-etica?fbclid=IwAR3SNqYyBx_FIFgL6BPlJRtWQbV9DkFKYIOFYgxj22wLniv70-LKZaS4YoE

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