martes, 9 de mayo de 2023

Cultura

La artista que ha luchado contra el Racismo


Por Alexander Klein

* MÚSICO E HISTORIADOR. PROFESOR DE CÁTEDRA DE LA UNIVERSIDAD DE LOS ANDES

UN JUSTO ORGULLO DE COLOMBIA

La pianista Teresita Gómez se ha enfrentado toda su vida a la discriminación, sobre todo por motivos de raza. Ser negra y ser pianista en su época era impensable. Hoy es una de los músicos más importantes en la historia de Colombia. 

Como suele sucederles a los personajes destinados a ser inmortalizados por la historia, algún día la vida de la pianista Teresita Gómez, que pronto cumplirá 76 años, se consignará en un volumen biográfico o en un largometraje no exento de anécdotas extraordinarias y novelescas. “De mí se ha dicho y se ha inventado de todo”, me dice con voz sabia, siempre alegre y sincera.

Pero la vida y la obra de Teresita han sido tan extraordinarias que sus futuros biógrafos no tendrán que romantizarla. Los hechos hablarán por sí solos e hilvanarán una historia llena de enseñanzas para futuras generaciones de músicos. Cuando esa historia se difunda, el nombre de Teresita Gómez, y todo lo que su vida y obra representan, será el de uno de los personajes más trascendentales y ejemplares de la historia de Colombia. Si esta última afirmación le suena exagerada al lector, lo invito a leer este recuento breve de su vida.

Su historia empieza en 1943, año en que María Cristina González, una madre soltera que acababa de cumplir dieciocho años, dio a luz a una bebé de ascendencia afrocolombiana en el hospital San Vicente de Paúl de Medellín. Se ha dicho que esa bebé fue abandonada en una canasta a la entrada del Palacio de Bellas Artes, pero la verdad es que quedó al cuidado de los médicos del hospital, y a la espera de alguna persona interesada en adoptarla, pues su madre no se sentía en condiciones de criarla.

Poco tiempo después, un señor llamado Valerio Gómez y su esposa, María Teresa Arteaga, recibieron a la bebé en adopción y la bautizaron con el nombre de Teresa Gómez Arteaga.

De estirpe muy humilde, los Gómez Arteaga trabajaban como celadores del Palacio de Bellas Artes de Medellín, lugar donde también tenían su casa. Por eso Teresita recuerda que siendo aún muy pequeña acompañaba a su padre con frencuencia a hacer las rondas nocturnas de vigilancia. Esos recorridos la acercaron al piano de cola: dado que estaba prohibido usar el piano sin permiso de los profesores, ella se sentaba a tocarlo a escondidas, muy tarde en la noche y con su padre como cómplice, para que nadie se diera cuenta de que la niña negrita del celador estaba rompiendo las reglas.

Teresita recuerda que la única forma que tenía para aprender a tocar el piano eran las clases y las obras musicales que, casi intrusivamente, escuchaba de los profesores y estudiantes que tocaban el instrumento durante el día. Ella empezó a memorizar esas melodías y a repetirlas, cuando podía, con gran habilidad. Entre más melodías aprendía, más largas se tornaban sus sesiones secretas de práctica musical, cosa que empezó a preocupar a sus padres, quienes temían que los descubrieran y los despidieran.

Una de esas noches, la profesora Marta Agudelo de Maya, quien se había quedado en el instituto por fuera del horario laboral, descubrió in fraganti a la pequeña y la escuchó tocar el piano. Teresita explotó en llanto. Sus padres le pidieron disculpas a la profesora y le dijeron que temían perder su trabajo. Por fortuna, la reacción de Agudelo fue otra, humana y humanista a la vez: se ofreció a darle clases gratuitas a su hija, quien ya había sorprendido a sus padres al declararles, a los tres años, que quería ser pianista.

Pero Teresita era pobre y negra, y ambas cosas hicieron que su proceso de formación fuera más difícil de lo normal.

El primer obstáculo que encontró fue el carácter necesariamente clandestino de las primeras clases que le dio Marta Agudelo, pues relacionarse con una familia de celadores y con una niña negra era una receta perfecta para ganarse un estigma social en la muy conservadora Medellín de entonces.

El segundo, como puede inferirse, fue el entorno musical académico, que se caracterizaba (y aún hoy se caracteriza) por una tradición artística de corte europeo, marcadamente blanca. Por eso Teresita ha dicho muchas veces, con el buen humor que tiene, que su infancia fue la de una “negrita” que se educó en un palacio blanco. Eso la convirtió, al principio, en una “negrita blanqueada”, propensa no a tocar currulaos ni cumbias, sino Bach y Beethoven, dos de los monumentos artísticos de la Europa caucásica.

Poco a poco empezó a expandirse la noticia de que la “hija negrita” del celador de las Bellas Artes estaba aprendiendo a tocar música clásica con una técnica equiparable a la de cualquier estudiante del instituto, cosa que convirtió a Teresita en el centro de comentarios y habladurías. Antes que elogiarla, la gente la criticaba por tocar música que “era incongruente” con su color de piel. Ese tipo de juicios venían de testigos mestizos que decían ser blancos y de testigos afrocolombianos que la consideraban una persona que actuaba en contra de los supuestos principios de su raza.“El racismo al revés”, me dice.

Así, de calle en calle, de piano en piano, acompañada de los parias de su época,Teresita se acostumbró a vivir en relativa armonía con la lupa moralizadora de los años cincuenta y sesenta. Eso la alejó de los niños mestizos con complejo de blancos cuyos padres les prohibían jugar con la negrita hija del “celacho”, quien además de ser “compinche de marihuaneros, andaba con las putas del barrio”.

No en vano, una de las figuras musicales que más se interesó en Teresita cuando ella aún era una niña fue el compositor caleño Antonio María Valencia, un hombre desterrado de Bogotá por su homosexualidad, a pesar de ser uno de los músicos académicos mejor preparados de Colombia. Tras escuchar a Teresita, quien a los nueve años interpretó varias obras de piano para él, el maestro Valencia le ofreció un beca para estudiar en el Conservatorio de Cali. Teresita, sin embargo, no la tomó porque en Medellín consiguió suficiente apoyo de la profesora Agudelo para continuar sus estudios.

Para llegar a esta conclusión, De Greiff solo tuvo que observar aquello que durante décadas decenas de músicos y críticos han venido observado en la técnica pianística de Teresita: una soltura extraordinaria en sus dedos fuertes que le permite atacar las notas en una amplia gama de dinámicas, cosa que siempre preserva la riqueza de tono. Se trata de un ataque seguro y bien medido, especialmente en las dinámicas más suaves, que siempre causan problemas incluso a pianistas experimentados.

Además de este uso magistral de la dinámica, también es especial el uso que Teresita le da al tempo, que ella siempre manipula a favor de la expresión. Para toda frase melódica que, a su juicio, merece ser resaltada por su alto contenido emocional, Teresita recurre a rubatos y no teme retardar el tempo para que el público goce, junto a ella, de los fragmentos musicales que representan los compases más importantes de las obras. Aún si este recurso a veces implica alterar lo que está escrito en la partitura, su efecto positivo en la expresión musical es innegable, y su uso, a fin de cuentas, le imprime a la música ese carácter personal de toda interpretación.

A partir de su debut en Bogotá, los diplomas, los honores, los premios y las distinciones le llegaron por doquier a la pianista. En 1966, Teresita recibió un pregrado Summa cum laude como pianista de la Universidad de Antioquia bajo la tutela de Harold Martina. En los años siguientes, la pianista ofreció decenas de conciertos en los auditorios más prestigiosos del país y, más tarde en su vida, obtuvo la Cruz de Boyacá y el premio Juan del Corral en categoría Oro, reconocimientos que Teresita ha recibido con aprecio y cariño a pesar de venir de la misma sociedad, y especialmente de la misma clase política, que a lo largo de su vida puso varas inimaginables contra su realización como ser humano y como música.

El lector podría considerar injusta, desagradecida o excesiva esa última afirmación. Pero esas palabras, que son de ella, tienen una profunda justificación, que además sirve para seguir con su historia.

En la década de los ochenta, durante la histeria anticomunista del presidente Turbay Ayala, la pianista fue retenida durante veinte días en una celda de la Cuarta Brigada por supuestamente pertenecer al M-19, sospecha que el gobierno fundó en el hecho de que Teresita acababa de llegar de Cuba. Allí había participado en un intercambio cultural que le dio la oportunidad de tocar junto a Pablo Milanés. Gracias a la intermediación de personas influyentes, Teresita salió de la cárcel.

Quizás por esa experiencia, producto (de nuevo) de los prejuicios sociales, pocos años después Teresita recibió una llamada que ella lee como una suerte de acto de justicia tardío: el presidente Belisario Betancur, en persona, le ofreció ir a la hoy desaparecida República Democrática Alemana como agregada cultural de la embajada de Colombia en Berlín. Ella aceptó con alegría y emprendió ese viaje como una oportunidad para expandir sus horizontes artísticos y personales. De esa manera gracias a quien ella describe sin rodeos como “uno de los únicos presidentes colombianos que le ha parado bolas al arte en Colombia”–, su carrera empezó una nueva y fructífera etapa.


Durante esos cuatro años, salas de conciertos en Alemania y otros países europeos resonaron con las notas de Bach y Beethoven, y también con las de Luis A. Calvo, Guillermo Uribe Holguín, Adolfo Mejía y Luis Antonio Escobar, compositores colombianos poco conocidos en el mundo que Teresita hasta hoy sigue interpretando y promoviendo. En Alemania, además, la pianista tuvo la oportunidad de fortalecer su formación y sus experiencias como instrumentista. Compartió atriles con leyendas de la música como Barbara Hesse, Jean Pierre Rampal, Paul Tortelier y Ruggiero Ricci, por mencionar solo algunos. En medio de eso, nunca faltó una parada improvisada en algún café o en alguna taberna parisina, lugares donde Teresita (siempre sintiéndose en casa) tocó toda clase de música para desconocidos que le regalaron aplausos, sonrisas y algo de dinero.

Tras terminar su rol de agregada cultural, Teresita volvió a Colombia convertida en la artista de prestigio internacional que es hoy. Pero no perdió la humildad, ni la conciencia plena de lo que había sido su vida y de los prejuicios y las injusticias que todavía debía combatir. Esta lucha contra la discriminación se juntó con experiencias dolorosas que ella, sin embargo, una y otra vez supo canalizar, con carácter de guerrero y espíritu de artista, y sus interpretaciones del piano; todo para darnos a nosotros, su público, que cada vez es más numeroso, un regalo invaluable: música interpretada por manos que lo han vivido todo.

Teresita ha superado múltiples divorcios, la muerte de su padre, la muerte prematura de uno de sus hijos, la intervención quirúrgica que le hicieron en las manos por el síndrome de túnel metacarpiano que la aquejaba en 1995. Esa operación la obligó a mantenerse alejada del piano por tres años. En esa época, como hoy, uno de sus mayores consuelos fueron sus estudiantes, quienes la han mantenido en contacto con el mundo vivo y diverso de la juventud. Y esto es fundamental, pues ella pertenece a ese tipo de personas que, sin importar la edad y la fama que tengan, aprovechan la enseñanza como pocos.

Convencida, en la séptima década de su vida, de que “la música es una sola” y de que, por lo tanto, es absurdo seguir separando la música “clásica” de la “popular”, Teresita siempre les ha insistido a sus estudiantes que no se encierren en los clásicos y que se “abran a tener la experiencia de tocar tango o salsa”. En sus palabras, “la música clásica vino de la música popular; nunca fue al contrario, y por eso siempre les digo a mis estudiantes que toquen todo sin prejuicio”. Ese repertorio incluye compositores colombianos, clásicos y populares, que “tienen que tocarse con el mismo sentimiento, la misma expresión y el mismo rigor técnico” con que se toca a los maestros europeos. Esto trae a la mente la famosa frase de Alban Berg, “Música es música”, con que invitó al joven George Gershwin a que interpretara jazz norteamericano con la misma pasión y seriedad con que los austriacos interpretaban a Schönberg.

“EN MI ÉPOCA SER PIANISTA Y SER NEGRO ERA UN COMBINACIÓN INACEPTABLE PARA LA SOCIEDAD. HOY CADA VEZ MÁS MÚSICOS NEGROS INCURSIONAN EN LA MÚSICA CLÁSICA, LO CUAL ES DIGNO DE SER APALUDIDO”

Gracias a esta y otras enseñanzas que abarcan no solo lo musical, Teresita se ha convertido en algo así como una maestra de vida. Hoy su atención es objeto de disputas entre niños, jóvenes, adultos y viejos que sueñan con conocerla y llevarse un trozo de su sabiduría. En virtud de una vida romántica, apasionada y siempre ligada al arte, no solo como entretenimiento sino como forma de vida, a Teresita han acudido muchos estudiantes de música que hoy todavía sufren estigmas que ella tuvo que soportar: “A las familias colombianas todavía les cuesta mucho aceptar la música como profesión. Los padres de familia piensan que la hija o el hijo va a llevar una vida miserable, que va a ser medio arrastrado. La imagen que tienen de la profesión es deplorable. En Europa, en cambio, ser músico abre puertas, y yo lo sentí en Alemania. Estuve incluso en una clínica para operación de garganta, y apenas supieron que era pianista las atenciones se duplicaron. ¡En serio! Eso me hizo descubrir que en Europa, o por lo menos en la Alemania que yo conocí, la carrera musical se respeta mucho”.

Con el peso que carga esa anécdota, Teresita dice estar convencida de que el problema en Colombia es que la música no es vista como una necesidad para construir una sociedad más incluyente y para formar seres humanos sensibles y cultos. Esa “ceguera” ha condenado al país a vivir bajo el espejismo de que el lucro y la acumulación de dinero son el único propósito real de la vida. Para ella, el cambio profundo que el estudio y el culti- vo de la música pueden ejercer en una vida es evidente: le sucedió a ella, y les sucede a sus estudiantes.

“Lo que he vivido en la Universidad de Antioquia es una maravilla. Los jóvenes llegan de una manera y salen de otra porque empiezan a ver la vida de un modo distinto cuando se adentran en la música y se dan cuenta de que en el arte todos somos bienvenidos: negros, blancos, gays, lesbianas”. Por ese motivo, ella insiste una y otra vez en que “la música es vital, es algo que necesitamos los seres humanos, y es algo que produce cambios extraordinarios en nuestras men- tes y en nuestros cuerpos, que no comprendemos bien, pero que al sentirlos nos llenan de vida, paz y mucha felicidad”.




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