martes, 11 de julio de 2023

Deporte

 

Poder, deporte e imagen: la mujer y su papel en el triunfo deportivo

Hará unos cinco meses, alguien que conozco me preguntó si una feminista estaba “en contra” o al menos se oponía “a la ropa sexy”. Es una pregunta común, una que me hacen cada cierto tiempo y que parece apuntar hacia el hecho si la defensa por los derechos de la mujer tiene algún interés en reglar, delimitar y limitar el comportamiento de alguien más. En esa ocasión, estuve a punto de responder tratando de explicar el hecho de que el feminismo no es una catequesis o un dogma de conducta. Pero en lugar de eso, miré a mi interlocutor con humor burlón.

— ¿Y qué es para ti “sexy”? — pregunté. Me miró incómodo.
— Ese no es el tema.
— Y si no es ¿cuál podría ser?
— Todo el mundo sabe qué ropa es sexy y cual no — se impacientó.
— La verdad, no. Lo sexy es un concepto personal, así que no tengo idea de cuál es tu punto de vista del asunto.

Al final, la conversación terminó en un incómodo silencio. Por lo que general, es lo que suele suceder cuando tocas puntos que se suponen todos analizan o comprenden de la misma manera. O creen que lo hacen, en todo caso. Ese día, mi amigo insistió en que no discutiría algo que era “obvio” y de hecho, al final, me acusó de querer manipular la conversación “como toda feminista” hacia el lugar correcto. ¿Cuál es el lugar correcto? me pregunté después. ¿Cuál se supone es el punto concreto de un debate en torno a una mirada sobre la mujer en que la mayoría de las veces, la idealización lo es todo?

Recordé la conversación, mientras escuchaba a dos comentaristas deportivos norteamericanos, quejarse de la reacción del equipo de gimnasia de Alemania en las Olimpiadas de Tokyo 2020 por usar trajes de cuerpo entero para evitar ser sexualizadas. Uno de los narradores decía que era una forma “incómoda” de poner el acento en un tema “que nada tenía que ver con lo deportivo”, mientras su compañero insistía en que se trata de “otra nueva demostración de la irrelevancia” sobre ciertos temas. Por último, llegó a decir que la actitud de las deportistas alemanas, llevaban el tema político “a una arena innecesaria”. Todo por el simple hecho, que el equipo se negó a mostrarse en una indumentaria que le resultaba inadmisible y que además, poco o nada tiene que ver con su rendimiento deportivo.

Lo extraño es que ni uno ni otro comentó el motivo por el cual todo un equipo olímpico decidió poner en relieve una situación obvia: los trajes del equipo no están diseñados para hacer más fácil el desempeño, sino para hacer más hermosas a las competidoras. Y eso es un tema sin duda, político, porque de hecho las Olimpiadas es un evento profundamente relacionado con el tema de las opiniones relacionadas de manera directa con el pacto de convivencia social que más o menos todos los países del mundo comparten.

Las Olimpiadas son una muestra de las maquinarias deportivas de todos los países, una vitrina para su prosperidad en ámbitos concretos y como si eso no fuera suficiente, una gran declaración de intenciones. De modo que es por completo natural, que un grupo de mujeres decidiera demostrar su opinión — que no interfiere en absoluto con su rendimiento ni tampoco con su capacidad — con un tema específico como lo es la ropa que llevan. Hacer hincapié en el hecho que el deporte también es una arena en la que se disputa el control del cuerpo, la forma en que comprendemos nuestra identidad y la manera en que analizamos el valor integral de la identidad femenina.

Pero no es el único suceso parecido que ha ocurrido en los últimos días. Hace poco, la Federación Noruega de Balonmano (NHF), recibió una multa porque su división femenina se negó a usar bikini y pantalones en extremo cortos durante los Campeonatos Europeos. Según la BBC, la organización apoyó la negativa de sus jugadores y de hecho, emitió un comunicado público en el que solidarizaba con sus jugadoras. “Juntos seguiremos luchando para cambiar las reglas de la ropa, para que las jugadoras puedan jugar con la ropa con la que se sientan cómodas”. La multa de US$ 1.764 dólares, no tiene origen en el comportamiento de las jugadoras o su desempeño físico, sino en un sectario código de vestimenta que no tiene relación alguna con lo que las jugadoras puedan pensar o expresar.

La Federación Europea de Balonmano (EHF) insistió que la multa busca estandarizar la ropa que se usa y que no se trataba de discriminación alguna. De hecho, insistió que la selección de Noruega había usado una vestimenta que “no concuerda con las regulaciones sobre el uniforme de atleta que figura en el reglamento de juego de balonmano de playa de la Federación Internacional de Balonmano”. Por supuesto, para los funcionarios de la organización la disparidad de los atuendos de los deportistas no parece ser el verdadero problema. La selección masculina lleve camisetas amplias, pantalones a la mitad del muslo y de hecho, toda la indumentaria es lo suficientemente neutra para que pueda usarla un género u otro. ¿Por qué la insistencia en que las deportistas lleven bikinis reveladores?

Puede parecer una exageración y de hecho, buena parte de los comentaristas y el público masculino se pregunta en voz alta, por qué la súbita incomodidad y las quejas sobre sexismo con respecto a los atuendos que llevan las deportistas en grandes eventos. Pero el mismo problema parece extenderse al hecho de qué es lo que debe llevar una mujer y por qué lo hace. La obsesión cultural sobre el aspecto de la mujer y en especial, la forma en que se viste, parece ser una idea machista difícil de erradicar y en los juegos olímpicos, la combinación entre las exigencias deportivas y también, la insistente presión sobre cómo debe lucir una atleta parece crear una combinación tóxica.

No se trata de una historia reciente. En el 2016, la gimnasta Simone Biles se convirtió en la nueva heroína, con sus dos medallas de oro que la convirtieron en una de las mejores atletas del mundo. Ese mismo año, compartió heroísmo con la nadadora Katinka Hosszú que batió el récord mundial en 400 metros y con la norteamericana Katie Ledecky, que hizo historia al conseguir el primer puesto en los 400 metros libres. No obstante, estas tres atletas tuvieron algo más en común que el medallero y la gloria deportiva: el maltrato que todas han sufrido por parte de la prensa mundial. Todas han sido ignoradas por los medios locales y mundiales, que prefieren insistir en sus dramáticas historias familiares (como en el caso de Biles) o en su belleza física. Para la prensa especializada, parece ser mucho más importante esa percepción tibia y trivial sobre los logros deportivos femeninos que su verdadera trascendencia.

Eso, a pesar de que el 45% de los deportistas del evento de ese año fueron mujeres (y este año el número aumentó a 50%) y que la gran mayoría está consiguiendo y alcanzando todo tipo de logros atléticos inéditos. Aun así, una buena cantidad de medios continúan asumiendo el papel de la mujer atleta a mitad de camino entre lo intrascendente y lo anecdótico y en el peor de los casos, un estereotipo banal del que sólo se resalta su aspecto físico.

Así lo comprobó un estudio Universidad de Cambridge que acaba de ser publicado en el que se concluyó que la información deportiva discrimina e infravalora el papel femenino en cualquier arena de competencia. Los investigadores analizaron casi 160 millones de palabras de periódicos, reseñas internautas, blogs especializados y redes sociales y descubrieron — aunque no sea una sorpresa para nadie — que los hombres reciben tres veces más espacio, atención y sobre todo objetividad al momento de describirse sus triunfos en cualquier arena deportiva. En contraposición, el desempeño femenino se describe bajo todo tipo de epítetos sexistas y en algunos casos directamente discriminatorios. Una marcada diferencia que certifica el peso del machismo en esa opinión general de la cultura sobre lo femenino.

Los medios de comunicación — y sus hermanos inmediatos, las redes sociales — parecen concebir a la mujer desde un limitado espectro: la vedette de asombrosa y voluptuosa belleza, la deslumbrante — y secundaria — beldad que acompaña a un personaje conocido, el objeto del deseo tentador inalcanzable. Por ese motivo, cuando la mujer debe percibirse desde un ángulo más realista — y justo — comienzan los problemas.

Pocas veces el mainstream se atreve a mostrar a las mujeres que triunfan sin calzar en ninguno de los estereotipos habituales, que contradicen esa noción sobre lo que la mujer puede y debe ser. Esa contradicción cultural a la imagen tradicional de la mujer que siempre parece despertar confusión y lo que resulta más preocupante, que acaba por provocar un cierto desconcierto en esa mirada social que no sabe cómo comprenderla. Una percepción distorsionada de lo que lo femenino puede ser.

Claro está, nadie está sorprendido de la manera como periódicos, programas de televisión y fotografías están juzgando a las mujeres durante los juegos Olímpicos Tokyo 2020. Después de todo, se trata de un hábito cultural que para bien o para mal tenemos bien asimilado: la mujer objeto que debe encajar — a la fuerza, la mayoría de las veces — en los limitados tópicos culturales que intentan resumir a la mujer. Con esa percepción de la imagen femenina desde la fantasía masculina, los medios analizan a las deportistas no desde su habilidad, talento, capacidad para el triunfo sino desde el hecho simple de cómo lucen. Y lo hacen con absoluto desparpajo, sin importarles demasiado que esa mirada invasiva y agresiva no sólo agreda a la mujer, sino que además, la someta a un tipo de discriminación tan implacable como inevitable.

A la mayoría de las mujeres del mundo — sean anónimas o ícono de la cultura popular — se les analiza desde su aspecto físico. Se hace con las presidentas, las científicas, las escritoras, las personalidades públicas de todo ámbito y calibre. Se les señala desde esa primitiva exigencia que cualquiera sea el cargo que desempeñen o el poder que detenten, deben verse hermosas, apetecibles o deseables.

¿Cuántas veces no se ha criticado de manera pública el aspecto de la canciller alemana Angela Merkel, como si sus trajes y peinado fueran mucho más importantes que sus decisiones políticas? ¿En cuántas ocasiones no ha sido motivo de burla el peso de la presidenta Dilma Rousseff, tanto como para que corran ríos de tinta en la prensa y televisión en su país con respecto al tema? ¿En cuántas ocasiones no se ha celebrado la belleza de la expresidenta croata Kolinda Grabar-Kitarović, que parece encajar en el tipo de belleza que se exige desde la cultura? No resulta sorprendente entonces que de pronto, las atletas olímpicas sean otro objeto de escrutinio, de esa machacona insistencia de reducir y minimizar el papel de la mujer en cualquier ámbito a través del estereotipo que limita. De esa versión de lo femenino consumible que los medios de comunicación imponen a cada oportunidad posible.

Existe una obvia incapacidad cultural para asimilar la dimensión profesional de la mujer. De aceptar que la mayoría de las mujeres del mundo no se toman a sí mismas como objeto de distracción y mucho menos como parte de esa superestructura que se construye alrededor de la estética que presiona a cada instante desde toda dimensión posible.

Las mujeres del nuevo milenio construyen un nuevo espacio para sí mismas, una nomenclatura inédita que las define más allá de lo deseable, atractivas o incluso bondadosas que puedan ser. Una mujer que se interpreta — y conquista — el homo habilis y el homo faber que hasta hace muy poco estaban destinados en exclusiva para el hombre. Una percepción sobre lo femenino que se define a partir de sus logros, sus conocimientos y su valor intelectual. No obstante, la cultura contemporánea insiste en ignorar esa evolución, en dedicarle una mirada la mayoría de las veces de indiferencia, cuando no directamente desdeñosa.

Sin duda ese es el motivo por el que los medios que cubren los aconteceres de las Olimpiadas de Verano insisten en retratar a esa nueva mujer a la medida de los viejos tópicos. Noticieros, redes sociales y periódicos están llenos de rituales que sorprenden por su frugalidad y sobre todo, sexismo: “Las muñecas suecas”, “La lista de las atletas olímpicamente atractivas”, “El trío rechoncho”, “Una portera sin complejos”,” Bikinis contra hiyabs en el vóley-playa”, “Winifer Fernández calienta los Juegos Olímpicos”. Un fenómeno que además, se acentúa por los cientos de comentarios, por el apoyo implícito de esa construcción cultural sobre la mujer. El logro profesional, atlético y cultural sepultado por esa renuncia evidente de comprender a la mujer como un individuo.

¿En cuántas de esas reseñas, artículos, columnas se hace referencia a algo más importante que ese aspecto estandarizado que se promociona como única forma de comprender a lo femenino?

¿En cuántos de esos artículos de prensa tan obsesionados con la figura, el rostro y la sexualidad de las atletas se mencionan también su fortaleza física, talento deportivo, profesionalidad?

¿Cuántas de esas insistentes miradas sobre los pechos, traseros y piernas de las jugadoras y atletas olímpicas ignoran el real motivo por lo que las deportistas compiten en un evento de semejante naturaleza?

Resulta preocupante el pensamiento de que los años de esfuerzo, dedicación y sacrificios de las atletas olímpicas se vean resumidos en los centímetros de piel que muestran sus uniformes, los kilos de más o de menos que puedan criticarse o su capacidad para deslumbrar a la cámara. Como si nuestra cultura infantil aún no pudiera considerar el hecho concreto que la mujer es mucho más un objeto que se muestra, que un producto que se comercializa y un ideal que despierta la lujuria.

Una y otra vez, la mirada de la sociedad es incapaz de abarcar la identidad de una mujer en su aspecto global y en toda su complejidad. Porque más allá del aspecto físico, la mujer lucha y construye un nueva capacidad de comprenderse como parte de una idea mucho más profunda de la que hasta ahora, se ha tenido sobre lo femenino.

¿Qué ocurre cuando la mujer profesional, la mujer atleta, la mujer intelectual se denigra en detrimento de esa percepción física que intenta encajar a la fuerza en un código estético la mayoría de las veces superficial? ¿Qué pasa cuando la noción sobre su capacidad física y mental se ve reducida por esa primitiva insistencia en el ámbito de la mujer que sólo puede interesar por su belleza?

Para nadie es un secreto que los medios de comunicación manejan sus propios códigos, pero aun así, una serie de cuestionamientos presionan sobre lo evidente: ¿Por qué trivializar el papel de la mujer en cualquier ámbito en beneficio de esa imagen construida a base de las fantasías colectivas?

Quizás se deba a que aún resulta difícil para ese mainstream que actúa como conciencia de la cultura occidental aceptar lo obvio: que las mujeres corren, saltan, nadan, desempeñan complicadas estrategias deportivas con tanta pasión y fuerza como lo hace cualquier hombre. Que los límites artificiales entre lo que una mujer puede hacer y lo que no, son cada vez más difusos, mucho más endebles y la mayoría de las veces engañosos. Que buena parte de las mujeres de nuestra época construyen un mundo intelectual formidable, complejo y que desborda esa limitada visión que la cultura y la sociedad intentan imponer desde la periferia. Que la mirada de los medios de comunicación debe contemplar ese cambio desde el asombro y no esa frontera bien medida de lo mercadeable y lo anecdótico.

Y es que quizás, hay una idea que avanza incluso en medio de esa trivial percepción de lo femenino que se insiste con tanta frecuencia: el hecho de que la mujer que ocupa la cancha, la piscina, la arena, la oficina, el estudio es un símbolo de nuestra época. Un logro real de esa necesaria evolución de nuestra cultura hacia una visión mucha más amplia de lo que hasta entonces, había sido la imagen de lo femenino.

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