martes, 21 de julio de 2020

POLÍTICA CULTURAL

Cuerpos distorsionados




Gabriela González Ortuño
La relación entre representación y belleza es continua y de no sencilla resolución. Lo bello y lo grotesco son conceptos que han sido reflexionados de la mano de lo que debe ser representado, de lo que debe ser visto y valorado. Lo que es digno de contemplarse se nos enseña desde muy pequeñas por medio de las elecciones de las personas a nuestro alrededor y de lo que se presenta en los medios de comunicación masiva.
En nuestra época, una de las mayores fuentes de cuestionamiento al respecto es la representación de las mujeres y los parámetros en los que se les sujeta a una idea de belleza que moldea buena parte de su vida. La belleza establecida en la cultura de masas tiene como referentes de lo representable una interpretación de la historia del arte, cuyas obras más conocidas y valoradas reproducen los valores estéticos noroccidentales que colocan en lugar menor a las representaciones de cuerpos negros o gordos.
Lo negro, establecido como lo contrario de lo blanco en un régimen de jerarquía racial, ha servido como herramienta discursiva de valor sobre el tono de piel, con lo que se reproduce una idea falsa de belleza y bondad que corresponde al tono de piel de los pueblos colonizadores europeos que sujetaron a los y las habitantes de América y África. Por otra parte, la edad y la talla se colocan en la cultura de masas como lo que debe poseer una mujer bella: juventud y un cuerpos esbelto. Y no sólo eso: se han establecido medidas consideradas perfectas, lo que mantiene a millones de mujeres fuera del estándar de perfección.
Beatriz Preciado —PornotopíaArquitectura y sexualidad en Play Boy durante la guerra fría (Barcelona: Anagrama, 2010)— ha mostrado la manera en la que Play Boy se incrustó en la economía de posguerra a través de un aparato de entretenimiento como una revista en donde en buena medida se establecieron los cuerpos femeninos que serían considerados bellos y deseables a lo largo del siglo XX. Se tomó como estándar un cuerpo que no era común; se establecieron parámetros que se alcanzaban sólo con dietas extremas, rutinas extenuantes de ejercicio, cirugías plásticas o, si todo eso fallaba, con retoques digitales. Estos estándares corresponden, al igual que los referentes del arte clásico, a un modelo eurocéntrico de mujer: piel y ojos claros, pechos grandes, cintura pequeña. Aunque no es posible negar que el modelo se ha etnizado, esto se realiza siempre con el visto bueno de la cultura capitalista norcentrada: sólo lo que es bello a sus ojos obtiene su lugar en la vitrina.
La idea de la belleza de las mujeres no puede comprenderse sin el empuje del mercado. Las ganancias millonarias de las industrias cosmética y plástica se fincan en la inseguridad de millones de mujeres a las que se les dice que tienen que dudar de su apariencia, que su valor social depende, en gran medida, de ella. La industria cosmética tiene una ganancia de alrededor de 400 mil millones de dólares en el mundo; en México es de 9 mil millones de dólares al año (véase esta nota de El Economista), mientras que la cirugía estética deja ganancias de alrededor de 6 mil millones de dólares (véase esta nota de Milenio). Esto nos muestra por qué la industria del entretenimiento, con algunas pocas excepciones, reproduce esas normas corporales: el negocio es demasiado grande para detenerse en el sufrimiento que pueda causar a una mayoría que no encaja.
Hace algunos días apareció un texto de Gloria Soto —“Todas somos gordofobicas: La trampa de la belleza”, Fanzine Cerosumisas (2020), pp. 8-13— acerca de la forma en la que se educa a las mujeres para sentirse gordas. Se afirma que las mujeres hemos sido sujetas a la idea de que nuestro cuerpo no es bello y que siempre nos hará falta algo para alcanzar el estándar de belleza hegemónico que se reproduce sin parar, desde la literatura hasta las redes sociales, en donde encontramos perfiles creados a partir de los cálculos de lo que a la gente les parece atractivo, sin olvidar a la televisión como gran formadora de criterios estéticos en donde el modelo de belleza norcéntrica es la norma.
Las reacciones respecto al texto de Soto fueron de identificación por parte de muchas mujeres que compartían en redes sociales el sentimiento de infelicidad con su cuerpo. Probablemente ninguna de nosotras se ha sentido bella porque hay una industria que nos muestra lo que no somos y, además, nos ofrece toda clase de productos para adelgazar, retrasar el envejecimiento o aclarar la piel, es decir, para parecer menos lo que somos.
En Twitter se han movido algunos hashtags que develan la presión social que existe para que las mujeres respondan a la normalización de cuerpos: por ejemplo, #MiPrimeraDieta fue usada para mostrar que desde edad muy temprana las niñas son juzgadas por su aspecto físico y se sienten presionadas para mantener una talla específica. Por su parte, Raymundo Campos Vasquez y Roy Nuñez —“Obesity and Labor Market Outcomes in Mexico”, Estudios Económicos, vol. 34, núm. 2 (2019), pp. 159-196— aseguran que, entre mayor masa corporal para las mujeres, el salario disminuye abajo del promedio con respecto de sus pares varones; es decir, que el sobrepeso para las mujeres es como reducir 2.5 años su nivel de escolaridad.
La industria de la belleza no implica una inocente representación, se trata un aparato de performatividad que promueve el consumo y que en nuestros días no sólo se desarrolla en el cuerpo sino en las formas en las que las personas se presentan en espacios virtuales. Cada que una persona hace uso de alguna de las redes sociales se encuentra ante el cuestionamiento de la imagen que va a representarla. No basta tomarse una foto; se busca el fondo, la luz, el ángulo y el filtro correcto. Pocas fotos de cuerpo completo, muchas de rostro con poses que se replican porque ocultan mejillas y papada y el uso de toda clase de filtros.
La celularización de la sociedad ha transformado cómo se construyen las representaciones de belleza, no porque subviertan la norma sino porque se cuenta con más herramientas para reproducirla. Las redes sociales son el medio para conseguirlo, gracias a la disposición de filtros que blanquean, borran arrugas, reducen el volumen del rostro u ocultan cicatrices o granos, colocan pecas o lunares, agrandan los labios, cambian el color de ojos. Como ejemplo tenemos el caso de la aplicación FaceApp, que en su configuración “Sexy” blanqueaba la piel de quienes la probaban (véase esta nota de El País). Éste no es el primer caso; existen denuncias de racismo en otras aplicaciones de reconocimiento facial.
La mediación tecnológica no sólo reproduce los estándares de belleza coloniales y patriarcales; puede llegar a generar problemas en la forma en la que las personas se piensan a sí mismas. Se ha denominado “dismorfia de Snapchat” a la dificultad de las personas a aceptar que no son parecidas a las imágenes que suben en sus redes sociales. Esta incapacidad de aceptación del cuerpo frente a la representación mediada por la tecnología que reproduce los prejuicios de quienes las programan puede traer problemas psicológicos graves. Ésta es otra forma en la que la ganancia de las aplicaciones se encuentra por encima del bienestar de personas y comunidades; se trata de un aliciente más para el consumo cosmético.
Los espacios virtuales no están libres del llamado bodyshame y la gordofobia, como tampoco nos libramos del racismo por el desarrollo tecnológico. Esto no es una simple política de representación, aunque pasa por ella; se trata de la acción de los poderes patriarcales normalizantes que marcan pautas de disciplinamiento del cuerpo, para consumir los diferentes recursos del mercado y para ser objeto de consumo en términos de lo que Catherine Hakim llama capital erótico —véase Capital erótico: El poder de fascinar a los demás, trad. Jofre Homedes Butnagel [Barcelona: Debate, 2011]).
Las mediaciones virtuales de nuestros cuerpos requieren repensar las estrategias políticas para evitar que se mantengan los estándares femeninos que laceran a los millones que no correspondemos con él y para repensar en la forma en la que apreciamos a las mujeres. Para esto es pertinente recordar lo que el feminismo afro nos ha enseñado con su consigna “Black is Beautiful”: tener presente la valoración de los distintos tipos de cuerpos que nos muestran las activistas corpodisidentes como el movimiento gordo o el de mujeres discapacitadas, o reapropiarnos del envejecimiento digno, orgulloso sobre nuestros rostros y cuerpos.

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