domingo, 26 de febrero de 2023

Maestras de vida (2):

 

Maestras transgresoras. María Skobtosova


Quizás porque soy una lectora asidua de la Biblia en ella aprendí que la noche es tiempo de lucidez y lo onírico un espacio de revelación. Por eso mis sueños están habitados de presencias que conectan con mis búsquedas más ardientes. Bertolt Brecht soñaba con serpientes, yo -sin embargo- sueño con mujeres; mujeres que me visitan de noche y me cuentan sus secretos. Hace unos días lo hizo María Skobtosova, para susurrarme al oído el misterio de su resistencia y creatividad.

María Skobtosova


Soy Maria Skobtosova, aunque el nombre con que me recibió la vida fue el de Elizabeth Pilenko. Nací en 1891, en Riga (Letonia), entonces perteneciente al Imperio ruso. Nací en el seno de una familia acomodada. Desde muy joven destaqué en los ambientes culturales e intelectuales de San Petersburgo. Descubrí en la poesía el lenguaje adecuado para comunicar los anhelos de justicia del pueblo ruso y, sobre todo, de las mujeres.

Mi situación de privilegio hizo posible que pudiera acceder a los círculos teológicos que siempre me interesaron y que eran negados a las mujeres de mi época. Me casé en 1910 con Dimitr Kuzmin Karavaiev, padre de mi primer hijo, mi querido Yuri, que moriría, como yo, en la cámara de gas. Este matrimonio duró muy poco, aunque siempre fuimos grandes amigos. La situación de los empobrecidos y empobrecidas en Rusia y la emergencia del socialismo levantaron en mí una pasión que me encendió el corazón hasta comprometer mi vida en ello y renunciar a todos mis privilegios de clase.

En 1917 me afilié al Partido Socialista Revolucionario, pero fui siempre libre de etiquetajes y siglas y por ello tuve que afrontar muchas consecuencias dolorosas. Así cuando los bolcheviques me obligaron a abandonar Crimea, acusándome de enemiga del pueblo, o cuando, poco después, el ejército blanco me juzgó por complicidad con el ejército rojo, de lo que aún no sé cómo pude salir absuelta.

Por aquel tiempo conocí a Daniel Skobtsov, el gran amor de mi vida. Me enamoré perdidamente, pues nos unía, además, de forma vigorosa y creativa, el sueño de un proyecto de familia abierto y comprometido socialmente con los pobres y la justicia. Nos casamos. Al hacerlo decidí tomar su apellido y renunciar al mío y con ello a lo poco que me quedaba de mi origen y clase.

La miseria y la sangre corrían de la mano en Rusia y nosotros decidimos vivir en el sur, alejados de las luchas por el poder, conviviendo con los campesinos y obreros. Fue allí donde el cristianismo empezó a atraerme con fuerza y el Evangelio se convirtió en esperanza y creatividad en mi vida. Así fue, y de forma aún más intensa, cuando mi familia fue obligada al exilio y las fronteras nos separaron. Atravesando muchas dificultades, mi hijo Yuri y yo llegamos a París donde nos afincamos en un barrio de la periferia, compartiendo techo y vida con otros exiliados.

El sufrimiento del exilio, la pérdida de mi marido y de mi hija Anastasia me volcó absolutamente hacia el trabajo social con los más pobres, como una forma colectiva de compartir el dolor y el consuelo y en la que el espíritu de resistencia del Evangelio se me hizo presente cada día. Fue también en París cuando retomé mi pasión por la teología. La amistad con Serge Bulgakov, el gran teólogo ruso, exiliado también en Francia, nos permitió poner en marcha círculos de pensamiento crítico teológico y una red de acogida y solidaridad para combatir la pobreza extrema en la que muchos exiliados e inmigrantes vivían en Francia.

Siempre fui una gran amante de la filosofía, la poesía, la teología y descubrí con fuerza que el versículo del evangelio “amaos los unos a los otros” contenía toda la sabiduría del mundo y me entregué apasionada y absolutamente a ello. Como consecuencia de este deseo de entregarme al absoluto de Dios y su encarnación en los pobres decidí hacerme monja y así fui recibida en la Iglesia ortodoxa, con una condición: que mi claustro no sería otro que los barrios pobres de París y los corazones rotos de las víctimas de la injusticia y la violencia.

En 1932 hice los votos monásticos y tomé el nombre de María (en memoria de Santa María Egipcíaca). Dos años después en 1934, con otro gran amigo y compañero ruso exiliado, el sacerdote Dimitri Klepinin, en un edificio en ruinas situado en la rue Lourmel, abrimos una casa de acogida que posteriormente sería también un símbolo de la resistencia frente al nazismo en la Francia ocupada. Desde esta casa se facilitó la salida del país de cientos de familias judías con certificados de bautismo cristiano a modo de salvoconductos. En 1940 la Gestapo clausuró la casa, Dimitri Klepinin y Yuri, mi hijo, fueron detenidos y enviados al campo de concentración de Dora y yo al de Ravensbrück.

En medio del horror de Ravensbrück, con ayuda de otros compañeros y compañeras, creamos grupos de apoyo y resistencia a través del tejido de bordados de iconos. Me lo susurró el Espíritu una noche en la que creía que ya no podía más. Un día antes de que el campo fuera liberado me ofrecí voluntariamente a sustituir a una mujer judía, madre de dos hijos, en su entrada en la cámara de gas. El espíritu me susurró siempre al corazón algo que escribí constantemente en mis cuadernos: “Es necesario vencer la desmesura del mal con el amor y el bien sin mesura”.

Muchas veces me sentí desfallecer a lo largo de mi vida, pero el Evangelio fue siempre para mí fuente de resistencia y creatividad. Así lo plasmé también en muchas reflexiones, poemas y oraciones recogidos en el libro “El sacramento del hermano”. Hoy quiero deciros también a vosotras que no os canséis de pedir al Espíritu, a la Ruah femenina de Dios, que “intensifique vuestras luchas” como hizo con las mías hasta hacerlas fecundamente eucarísticas.

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