viernes, 17 de febrero de 2023

Articulo

¿Alguna vez has sufrido por amor?

Susana Reina | @feminismoinc

Uno de los principales mandatos sociales que recibimos las mujeres desde adolescentes, es el de tener pareja como requisito para sentirnos personalmente realizadas. Se mezcla con la presión social hacia la maternidad y, aunque son claramente distintas, nos carga de culpa ante nuestra familia y entorno si, pasado cierto tiempo, no hemos concretado la institucionalidad de pareja esperada. Esta presión llega a ser tan fuerte, está tan imbricada en nuestra identidad que afecta, incluso, nuestro autoconcepto (lo que creemos que somos como personas).

El romanticismo, como producto de la cultura patriarcal (patriarcado es un sistema de poder que reserva privilegios para los hombres y excluye a las mujeres), es un fenómeno que se extendió en el siglo XIX con la venta masiva de novelas románticas y que ha mostrado el amor como una excusa para el control y la dependencia de las mujeres hacia los hombres.

Antiguamente, y nos sorprendería saber que ese pasado no es tan antiguo como algunas generaciones recientes creen, las mujeres solo podíamos ascender en la escala socio económica a través del matrimonio: las mujeres no podían abrir una cuenta bancaria sin sus padres o maridos, por ejemplo. Por eso siempre deseaban que un hombre les otorgase el papel de adultas y les permitiese tener presencia social en los actos públicos de su esposo. Ese deseo mitifica la figura masculina a ojos de las mujeres, que buscan en ellos protección, placer y cariño, seguridad y estabilidad. Sobre todo, buscan la conexión con lo que se ha vendido como la mayor fuente de felicidad, la maternidad.

Desmontando el mito

Te presento a cuatro feministas que nos ayudan a entender los mitos del amor romántico: Coral Herrera, Simone de Beauvoir, Marcela Lagarde y Kate Millet.

Coral Herrera es autora del libro La construcción sociocultural del amor romántico. Ella nos explica que el amor se nos vende como un estado permanente e ideal a través del cual se llega a la felicidad total. Es un refugio en el que mucha gente busca la «salvación» individual. Al ser un ideal, la realidad no hace sino frustrarnos. Cuantas más expectativas nos hacemos en torno a nuestra pareja ideal, más sufrimos y más nos desencantamos. Idealismo y realismo actúan entonces como polos opuestos. El terror masculino al poder femenino es lo que probablemente impida a los hombres asumir compromisos plenos y tener relaciones igualitarias.

Kate Millet, importantísima feminista estadounidense se consagró como un referente obligado de la teoría feminista con su obra Política sexual. Ella afirma que no es que «el amor sea en sí malo», sino que se ha empleado para «engatusar a las mujeres y hacernos dependientes en todos los sentidos». No se trata de afirmar que ser esposa o madre de alguien sea negativo, sino que desde la crítica feminista se ha visibilizado cómo estas construcciones sociales son utilizadas para alimentar a la opresión de las mujeres y limitar su desarrollo como personas autónomas.

Marcela Lagarde, prestigiosa feminista mexicana, lo caracteriza así: La ideología patriarcal busca conservar el miedo femenino a la soledad y que de esta forma las mujeres tengamos aún la necesidad de validar nuestra existencia a través de la experiencia amorosa con los hombres, algo así como que nosotras sigamos amando y ellos gobernando, aunque tengamos postgrados, una vida profesional exitosa u ocupemos posiciones de poder.

La doctora Lagarde nos invita a las mujeres a deconstruir nuestra soledad y entender que estar solas no pone en riesgo nuestra sobrevivencia, al contrario, nos ayuda a reconocer que somos seres autosuficientes en términos de procurarnos felicidad y así, no generar dinámicas de dependencia. 

Simone de Beauvoir en su imprescindible libro El Segundo Sexo afirma que el amor no tiene el mismo sentido para las mujeres que para los hombres, ya que, para las primeras, el amor es una dimisión total en beneficio de un amo. Encerrada en la esfera de lo relativo, destinada al hombre desde su infancia y habituada a ver en él un soberano con el que no tiene permitido igualarse, lo que soñará la mujer será unirse y confundirse con este ser soberano como única salida para trascender, perderse en el cuerpo y el alma de este ser que le es designado como lo absoluto y esencial.

Durante la ausencia del ser amado, la enamorada se siente en peligro: «no hay mucha distancia entre la traición, la ausencia y la infidelidad». ¿Y cómo no sentirse celosa si en cada mirada que el hombre amado dirige a otra mujer pone en juego su destino y supervivencia? Imprecisos o definidos, sin fundamento o justificados, los celos son para la enamorada una tortura enloquecedora porque si la traición es cierta, habrá que renunciar a ese amor y, con éste, a la mayor parte de sí misma.

Vínculos, no dependencias

No es lo mismo hacer vínculos y elegir cómo serán esos vínculos, que convertirse en el apéndice de otra persona y vivir subsumidas a ese otro ser. La autonomía no es contradictoria con la construcción social, la asociatividad, el emprendimiento en común, la gestión de lo público, porque el vínculo genera dinámicas que facilitan la interdependencia.

Todos estos mandatos, expresados de distintas formas y por distintos medios (películas, cuentos de hadas que simbolizan la vida que nos espera, las revistas, canciones, las parejas de moda que salen en el programa de turno y que casi siempre nos venden un modelo de amor insano y superficial) nos llevan a confundir el amor con la dependencia emocional. Nos han hecho entender el amor como apego, como sumisión ante la pareja y no como un intercambio recíproco de afecto. Si sufres, eso no es amor.

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