miércoles, 23 de diciembre de 2020

Mujeres en la Historia

La mujer como depositaria de la memoria social en la Hispania prerromana

En diversos pasajes, los historiadores grecorromanos expresaron cierto desconcierto por el peso específico del papel que las mujeres hispanas desempeñaban en el seno de sus sociedades. El análisis de estas fuentes literarias y de la propia iconografía ibérica sugiere que ellas, o al menos las mujeres pertenecientes a ciertas familias aristocráticas, eran las responsables de atesorar y transmitir la memoria social de la comunidad, función esta que consideraban todo un privilegio y en torno a la cual construían orgullosamente su identidad como individuo.

Según cuenta Salustio, cuando los guerreros de la Hispania prerromana partían al combate, eran las mujeres de su comunidad quienes, con sus cantos, rememoraban las hazañas de sus ancestros, alentándoles a emularlas. Ilustración de portada del Arqueología e Historia n.º 25: Los celtíberos, © ªRU-MOR

En un pasaje no muy conocido del libro II de su Geografía, Estrabón relata la azarosa historia de uno de los mayores navegantes de la Antigüedad, Eudoxo de Cícico. Por una feliz casualidad, Eudoxo, embajador de su ciudad en la corte del faraón Tolomeo VIII Evérgetes (146-117 a. C.), se había topado allí con un náufrago indio que le había enseñado a atravesar el mar Arábigo entre Egipto y la India, empresa que le había reportado gran fama y riquezas. Y de nuevo la providencia fue la responsable de que, durante aquella venturosa singladura, Eudoxo descubriera en las costas del mar Rojo los restos de un naufragio. Del naufragio de lo que el avezado marino identificó como un antiguo barco gaditano. Tamaño hallazgo espoleó la ambición de Eudoxo. Por eso, no tardó en abandonar la corte del faraón, regresó a su tierra, invirtió toda su fortuna y viajó hasta Gadir. Su objetivo no era otro que volver a visitar la India, pero esta vez circunnavegando África, empresa para la que esperaba contar con el auxilio de los gaditanos, quienes, a juzgar por el naufragio que Eudoxo había descubierto en las costas del mar Rojo, ya lo habían logrado en algún momento del pasado. En Gadir fletó un gran buque mercante y dos barcas auxiliares, y, junto con la tripulación de las tres naves, reclutó a varios médicos, artesanos de diversa índole y a un grupo de jóvenes músicas. Y, con la ayuda de todos ellos, se hizo a la mar (Estrabón 2.3.4).

Tras algunas peripecias más por las costas mauritanas, el destino de Eudoxo se pierde en las brumas de la Historia. No sabemos qué sucedió con él. Pero, si en las presentes líneas he sacado a colación este sugestivo pasaje, es por la singular referencia que en él se hace a las jóvenes músicas gaditanas. ¿Quiénes eran estas mujeres, y por qué Eudoxo las condujo abordo? Por increíble que parezca, este interrogante no parece haber suscitado la curiosidad de la historiografía. No, al menos, desde que A. García y Bellido primero y J.M. Blázquez después identificaran a estas misteriosas mujeres con las puellae gaditanae, las exóticas bailarinas de sensuales contoneos que, al parecer, hicieron las delicias de los jóvenes aristócratas romanos en tiempos de Marcial, Juvenal, Estacio y Plinio. Pero, si por un segundo paramos mientes sobre el asunto, ¿realmente creemos probable que un experimentado marino como Eudoxo embarcara a unas “danzarinas” de este tipo para su expedición exploratoria? ¿Hasta qué punto podemos identificar como puellae gaditanae a estas jóvenes músicas (no eran “bailarinas”, sino “músicas”, según señala Estrabón: μουσικὰ παισισκὰρια) que subieron a los barcos de Eudoxo más de un siglo antes de que los autores romanos comenzaran a mencionar la llegada a Roma de exóticas bailarinas gaditanas? ¿No partirá esta identificación de nuestros propios prejuicios sobre el papel de la mujer en el mundo antiguo?

Jóvenes músicas ibéricas

Para contestar a estas preguntas, propongo un recorrido por las imágenes que de sus “jóvenes músicas” nos legaron los propios pueblos hispanos. Seguramente la más conocida, y también la más próxima al puerto gaditano, sea la representada en uno de los relieves de Osuna que se conservan en el Museo Arqueológico Nacional. Hablamos de unos sillares que se reutilizaron junto a una muralla de época cesariana, pero que pertenecerían a un monumento ibérico erigido a las afueras del asentamiento entre mediados del siglo III y finales del II a. C. Pues bien, entre todos estos relieves, que nos hablan de jinetes, combates singulares y procesiones, encontramos representada a una joven música. Una mujer toca la flauta doble, con los carrillos hinchados y la mirada concentrada en el instrumento. Viste una larga túnica cuyas mangas se ha arremangado para que no estorben sus movimientos, y se ciñe un ancho cinturón de vistosos adornos que entre los iberos solía ser más propio de guerreros que de mujeres, y que en este caso no hace singularizar al personaje. Se adorna, además, con unos llamativos pendientes, y su pelo ensortijado se recoge en una trenza que se ha enroscado sobre la coronilla. El cinturón, la trenza y la ausencia de manto no dejan lugar a dudas: según los cánones ibéricos, no se trata de una mujer adulta, casada, sino de una joven. Una joven música que toca su flauta entre toda la pléyade de guerreros y desfiles que adornaba el monumento.

El peinado, la vestimenta y el cinturón de la flautista de Osuna delatan su juventud y su elevado estatus social. Museo Arqueológico Nacional.


También de entre finales del siglo III y la primera mitad del II a. C. datan toda una serie de cerámicas modeladas en distintos alfares valencianos, alicantinos y murcianos entre cuyas decoraciones nos encontramos, una y otra vez, a las consabidas jóvenes músicas. Aparecen, por ejemplo, en Sant Miquel de Llíria, donde, en el llamado “vaso del combate ritual”, una joven flautista y un varón que toca la tuba flanquean a dos guerreros trabados en combate singular. A buen seguro se trata de dos campeones legendarios, paradigmáticos, cuya refriega tiene lugar en un escenario liminal poblado de flores, rosetas y roleos vegetales de toda índole. Del tubista nada más sabemos, pues es el único personaje del vaso cuyas vestimentas se han representado opacas, sin atributo alguno que permita discriminar su función o estatus social. La flautista, en cambio, es joven (sus trenzas delatan su edad), y sobre la mitra y la túnica porta un ostentoso velo translúcido que anuncia su distinguida posición social. Lo mismo sucede en algunos otros vasos de esta misma ciudad, capital de la Edetania, aliada de Roma durante la Segunda Guerra Púnica y destruida por esta unas décadas más tarde, acaso como consecuencia de algún tipo de sublevación: las diversas flautistas que aparecen son siempre jóvenes, muestran ostentosas vestimentas (la mitra y el velo translúcido junto con las trenzas, de hecho, aparecen una y otra vez, delatando una pauta), y acompañan con su música combates singulares que transcurren en escenarios liminales, legendarios, o bien guían con su ritmo los desfiles y las festividades de la comunidad.

Idénticas flautistas se representan, de hecho, en otros hábitats levantinos contemporáneos. En el llamado “vaso de los guerreros” de la Serreta d’Alcoi se despliega lo que R. Olmos e I. Grau interpretaron como los sucesivos episodios de la biografía del héroe local: un héroe que, siendo todavía poco más que un niño, dio muerte a un gigantesco lobo que amenazaba a la comunidad; que, ya joven, participó en la vertiginosa cacería de un ciervo divino; y cuyo momento culminante llegó cuando hubo de enfrentarse en solitario a su más temible adversario: otro (anti)héroe que, vestido como él y armado como él, se atrevió a amenazar su poder. Pues bien, fijémonos, una vez más, en que una joven flautista, peinada y ataviada como las de Sant Miquel de Llíria, ritma con su música las diversas escenas del mito.

Entre las comunidades ibéricas levantinas de finales del siglo III y del siglo II a. C., por consiguiente, la representación de jóvenes mujeres flautistas resulta recurrente, vinculadas siempre a episodios míticos o a desfiles. La historiografía apenas les ha prestado atención, asumiendo que con su música tan solo acompañarían las procesiones cívicas de la ciudad y los combates rituales. Los protagonistas de las distintas escenas era otros, varones, y ellas constituían únicamente la comparsa. Pero el estudio detallado de todas estas imágenes me lleva a replantearme esta interpretación. ¿Cuál era la función real de este personaje que tan habitualmente aparece representado en las cerámicas ibéricas levantinas, encarnado siempre en una mujer joven de elevado estatus social, y que en muchas ocasiones va ataviada con las mismas ropas, como si estuviera protagonizando algún tipo de acto ritual? ¿Era solo el acompañamiento musical de los héroes y danzantes? Recordemos el “vaso de los guerreros” de la Serreta d’Alcoi al que aludía antes: ¿de verdad se representó a una joven música que, sin apartarse la flauta doble de los labios, acompañaba al héroe niño en su persecución del monstruoso lobo en lo más intrincado de la floresta? ¿Acaso no pudiera ser que estuviéramos hablando de otra cosa muy distinta?

Depositarias de la memoria

Es posible que un pasaje de Salustio pueda ayudarnos a esclarecer el dilema. Escribiendo sobre la guerra de Sertorio en la península ibérica apenas unos años después de los hechos, el historiador romano sostenía que “era propio de los hispanos que, cuando los jóvenes marchaban a la batalla, las madres les recordasen las gestas de sus padres” (Salust., Hist. 2.92. Trad. de M. Á. Rodríguez Horrillo). Aunque no hay consenso al respecto entre los historiadores, es muy posible que con este comentario Salustio se estuviera refiriendo grosso modo a los celtíberos, y no propiamente a otros pueblos hispanos como los iberos. Bien es cierto además que el historiador romano especificó que eran las madres quienes recordaban (memorarentur matribus) las hazañas de los antepasados: no hablaba de jóvenes, sino de madres. Pero, pese a todo, considero que esta cita resulta sumamente sugerente a la hora de reflexionar sobre nuestro pequeño dilema acerca de las jóvenes músicas hispanas. Al menos entre las comunidades celtibéricas que participaron en las guerras sertorianas, eran las mujeres quienes recordaban y transmitían a la siguiente generación las hazañas de los ancestros, y lo hacían con música, cantando. Un siglo después, de hecho, los archivos de la ciudad celtibérica de Clunia recordarían que en época prerromana los dioses habían hablado a través de una niña (de una niña, no de una mujer adulta: fatídica puella) para profetizar el advenimiento del emperador Galba (Suet., Galba 9.2). Pues bien, en el mundo ibérico levantino del siglo II a. C., ¿no podrían ser las jóvenes de las familias aristocráticas (o quizás ciertas jóvenes de ciertas familias aristocráticas) las encargadas de recordar y transmitir con su música las hazañas de los ancestros, los mitos, la memoria, en suma, de la comunidad?

Regresemos al ejemplo antes referido, al “vaso de los guerreros” de la Serreta d’Alcoi. A mi juicio, la joven flautista no acompañaba en su alocada carrera a través de la floresta al niño que perseguía al monstruoso lobo, ni tampoco cabalgaba a toda velocidad junto a los jinetes que acosaban al ciervo divino al que acabarían por dar caza. Tan solo evocaba, con las notas de su flauta, la legendaria historia del héroe local, pautada por todos estos episodios. Otro tanto hacían las flautistas de Sant Miquel de Llíria y de los otros alfares levantinos de finales del siglo III y el siglo II a. C.: rememoraban a través de la música las hazañas míticas de los antepasados, y acompañaban con dichos sones las fiestas de la comunidad. Es más, fijémonos en la flauta doble de la joven música de la Serreta, representada con un detallismo inusitado en ninguna otra representación: los extremos de los dos caños del instrumento se rematan en cabezas lobunas. La suya es una flauta singular, la propia de una joven destinada a rememorar para la comunidad la leyenda del héroe local.

En la propia Serreta d’Alcoi apareció otra representación de flautista que posiblemente nos sirva para profundizar un poco más en el planteamiento. La habitación en la que se halló el citado “vaso de los guerreros” contenía también una placa de terracota en la que se representaba la divinidad local. En el centro de la misma, y destacando por su gran altura (una altura extraordinaria, tan excesiva que superaba el marco de la placa de terracota, como corresponde a una divinidad), una diosa sostenía contra sus senos a dos niños, amamantándolos. Se trata de una diosa nutricia, típica en estos ambientes urbanos levantinos de finales del siglo III a. C. A su derecha, y representada a un tamaño mucho menor (consecuente, al fin y al cabo, con su condición humana), una mujer se acerca a la diosa junto con su hijo. Apoya la mano derecha sobre el hombro del pequeño en un gesto protector, pero alarga la izquierda hacia la divinidad, cuyo manto roza con reverencia. Nos encontramos ante una escena epifánica, en la que la diosa se aparece repentinamente ante ciertos mortales, permitiendo que estos, una madre junto con su hijo, se aproximen para adorarla. La cercanía de la deidad purifica, sublima al ser humano, y sin duda la madre, con su gesto piadoso, está instruyendo con su ejemplo a su retoño en todo este sistema de valores. Pero observemos qué es lo que hay al otro lado de la escena, a la izquierda de la diosa: una mujer música toca la flauta doble, acompañada en su son por un pequeño flautista (el esquematismo de la terracota impide saber su sexo) que trata de imitar a la primera. Como si de un juego de espejos se tratara, así como la mujer de la derecha de la diosa le enseña a su hijo cómo debe acercarse a la diosa, la mujer de la izquierda adoctrina a su pupilo en el son de la flauta. ¿Le enseña, quizás, a evocar con su música el instante memorable, paradigmático, en el que la diosa se apareció ante los mortales, en algún momento del pasado? Lo veo muy posible.

Atendamos, por último, al registro funerario ibérico de estos mismos años. A los pies de las sierras alcoyanas, al norte de la actual ciudad de Alicante, se extiende la necrópolis de la Albufereta (Alicante), un cementerio en el que se han descubierto unas cuatrocientas tumbas. De entre ellas, llama nuestra atención la sepultura F42, datada con cierta precisión a finales del siglo III a. C. En su interior, los restos humanos preceptivamente cremados reposaban junto con varias copas de barniz negro, un ungüentario, una joya de pasta vítrea, una punta de lanza, todo un lote de fusayolas (piezas de cerámica para tensar las fibras durante el proceso de hilado) y una terracota en la que se representaba a una joven música que tocaba la flauta doble. Nos encontramos, al parecer, ante la tumba de una mujer de alto estatus, que se hizo enterrar junto con todos aquellos objetos que podían garantizarle una mejor existencia en el Más Allá y que, al mismo tiempo, respondían, o trataban de responder, al lugar que la difunta había ocupado en vida en su sociedad. No es casualidad, pues, que la única imagen de todo el ajuar funerario fuera la terracota de una flautista. De igual modo que esta mujer asumiría que su papel en la sociedad se reflejaba en el ungüentario, en la joya de pasta vítrea, en las copas o en las fusayolas, igualmente se vería representada, pienso, en la figuración de esta flautista.

Otro tanto se podría proponer, de hecho, para el monumento de Horta Major, cuyos vestigios fueron hallados durante la construcción del edificio del Retiro Obrero de Alcoi (Alicante), al pie de la montaña de la Serreta. Hablamos de un conjunto de sillares fechados, de manera aproximada, a finales del siglo III a. C., y decorados con relieves que, a juzgar por las escenas representadas, podrían haber formado parte en origen de un monumento funerario. En los mismos aparecen dos mujeres maduras cubiertas con velo y manto y adornadas con vistosos pendientes, llorando y mesándose los cabellos, y otras dos féminas que han sido representadas yacentes, seguramente sin vida. Muy posiblemente se trate de las difuntas en cuyo honor se levantó el monumento, lo que nos indica de manera inequívoca que se trataría de mujeres privilegiadas, pertenecientes a la flor y nata de la aristocracia local. Las dos se cubren con túnica plisada, manto y velo, y la dos portan ostentosas diademas, vistosas arracadas (del tipo de las de la Dama de Elche) y varios collares superpuestos. Pero una de las dos se distingue de la otra por un curioso detalle: en su mano izquierda, apoyada exánime sobre el vientre, sostiene todavía, como único elemento diferenciador, una doble flauta. Según parece, esta mujer (o puede que los parientes vivos de la fémina que orquestaron su entierro) quiso distinguirse de sus conciudadanas por su relación con la doble flauta. Creía imprescindible que aquel objeto figurara en su monumento funerario como algo ligado a su identidad, a su memoria. Esta aristócrata deseaba que se la recordara como una flautista.

Me parece evidente que la mujer música en cuyo homenaje se erigió el monumento funerario de Horta Major, o aquella otra que se enterró en la sepultura F42 de la Albufereta, eran algo más que meras flautistas que acompañaban con sus sones las fiestas y rituales de sus respectivas comunidades. Y otro tanto se puede decir de las mujeres músicas representadas en las cerámicas de Sant Miquel de Llíria o la Serreta d’Alcoi, entre otros muchos asentamientos levantinos. Hablamos, con toda probabilidad, de jóvenes aristócratas pertenecientes a las familias más distinguidas de sus sociedades, encargadas de aprender, conservar y transmitir (y, llegado el caso, de hacer valer ante sus paisanos necesitados de ánimos, como comentaba Salustio durante las guerras sertorianas) la memoria de la comunidad. Esas gestas de los antepasados que debían evocarse generación tras generación, y cuya memoria servía para cohesionar al grupo. Unas gestas que, al parecer, tanto entre las comunidades ibéricas como entre las celtibéricas, se transmitían con canciones, al ritmo, quizás, de la flauta.

Puede que no otra cosa buscara el experimentado navegante Eudoxo de Cícico cuando recaló en Gades, deseoso de preparar la osada expedición con la que esperaba circunnavegar África. Necesitaba naves, marinos, carpinteros y médicos, qué duda cabe, pero también requería de alguien que recordara cómo, en un pasado ya olvidado, algún gaditano había logrado alcanzar con sus barcos el mar Rojo. Y por ello logró hacerse acompañar de las únicas personas que, en el puerto de Gadir, recordaban las gestas de los antiguos navegantes fenicios. A tal fin embarcó a aquellas jóvenes músicas, que, por mucho que nos pueda extrañar a los historiadores modernos, eran mucho más que bailarinas exóticas reclutadas para el solaz de la tripulación.


Bibliografía

Jorge García Cardiel es investigador Juan de la Cierva en la Universidad Autónoma de Madrid. Doctor en Historia Antigua por la Universidad Complutense y premio extraordinario de doctorado, en la actualidad centra sus investigaciones en los discursos ideológicos entre las comunidades iberas y su papel en la integración provincial romana.

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