miércoles, 4 de septiembre de 2024

Eliminación de las violencias de género

Los hombres también pueden aportar a la eliminación de las violencias de género

Marcha del 8 de marzo en Santander, España, en el que hombres se unieron a las manifestaciones de las mujeres para demostrar su apoyo y hacer un llamado a la igualdad.

Foto:Getty Images

Análisis de un abogado y filósofo que aporta un entendimiento sobre el tema, explica por qué también es un problema de hombres y da luces de cómo ellos pueden empezar a cambiar el chip.

La maestra María Cristina Hurtado ha lanzado un desafío a los hombres colombianos: cuestionar críticamente nuestro papel en la erradicación de las violencias contra las mujeres y las niñas. La pregunta que inaugura este debate es: ¿cuál es el papel de los hombres en la consolidación de una Colombia igualitaria? Esta no es una pregunta sobre qué es el feminismo y cuál es su agenda; esas cuestiones están reservadas para el feminismo que, como teoría política de la igualdad, tiene respuestas.

Quiero comenzar mi reflexión afirmando un principio que aprendí de Amelia Valcárcel: feminismo y biología hay que separarlas. Con esto no estoy diciendo que mujeres u hombres, por nuestra biología, somos más o menos propensos a la violencia. Aunque la fuerza no sea una construcción social, su aplicación opresiva sobre las mujeres y las niñas sí lo es en cuanto a mandato imperativo. Este es mi primer punto. Las mujeres y las niñas no son débiles por ser hembras. La noción de que son inferiores y que dicha inferioridad está justificada es un error heredado. No existe el sexo débil. Sin embargo, esta idea autoriza a violentar.
La debilidad del sexo femenino o “imbecillitas sexus” es un prejuicio antiguo. ¿Hemos olvidado la andreiya? Este término, que se traduce como “virtud”, implica una conexión con la masculinidad. Virtud deriva de “vir”, que significa “hombre o varón”, y “valor” se expresa como “andreiya”, que en español todavía se refiere a la hombría. En esta noción de virtud-valor, las mujeres fueron relegadas a no ser consideradas “virtuosas” porque se les negaba la andreiya.
De ahí que Rousseau argumentara que las mujeres no podían ser “ciudadanas”, pues carecían del valor para empuñar un arma. La transmisión generacional de esta idea está vigente. Esto explica algunas frases o expresiones como “le faltan huevas”, porque los hombres y la sociedad ven el falocentrismo como “epígono de la perfección humana”.
La virtud en el saber y el poder está asociada a lo masculino, enraizada en la creencia de que los hombres somos mejores y superiores, mientras que las mujeres son seres imperfectos. Justificamos estas ideas cuando afirmamos que las mujeres “carecen de algo” para aspirar a la igualdad, especialmente ante señores que deciden quién entra a la paridad.
El patriarcado es exclusión y marginación sutil, disfrazada de meritocracia o de estándares de excelencia que, paradójicamente, siguen siendo definidos y controlados por hombres. Esta estructura injusta no solo limita el acceso de las mujeres a posiciones de poder y toma de decisiones, sino que perpetúa la falsa noción de que la virtud y el valor son atributos inherentes a los hombres
Si una mujer no posee andreiya —valor y coraje—, lo que tendrá es miedo. Este es el último justificante moral de las violencias “porque quien no tiene poder, tiene miedo”, afirmó Amelia Valcárcel. Así, ante un hombre, la reacción esperada de una mujer es el pudor, y el pudor es una manifestación del miedo. Esto es lo que nosotros, los hombres, hemos impuesto a las mujeres: que nos teman. El patriarcado funciona bajo esa premisa.

Desvalorar

Hay una relación intrínseca entre la desvalorización, el miedo y las violencias. Ya en el siglo XVII, Poullain de la Barre, en su obra De l’égalité des deux sexes de 1673, nos advertía que la violencia contra las mujeres es una práctica en todas las sociedades. Las pioneras del feminismo en la Ilustración, como Mary Wollstonecraft, quien se opuso a Rousseau, y Mary Astell, que confrontó a Locke, también afirmaron que una sociedad racionalista no podía condenar a las mujeres a la ignominia. Michèle Le Dœuff, en pleno siglo XX, nos comprobó que el patriarcado no es solo un sistema sociopolítico, en términos de Kate Millet, sino un conjunto de prácticas de minorización de las mujeres.
El camino hacia la violencia que mata y que justifica y reproduce con naturalidad el horror del feminicidio comienza con la desvalorización del cuerpo, el papel, el valor y la vida de todas las mujeres y las niñas. La desvalorización es una práctica patriarcal que a menudo se considera baladí. Pero es la más perniciosa. ¿Acaso hemos olvidado lo que las mujeres pidieron primero, antes que cualquier derecho, el ser, el existir? El estatuto de individuación, como lo afirmó Simone de Beauvoir.
Desvalorizar es deshumanizar. Todo patriarcado —de coacción o consentimiento, como lo enseñó Alicia Puleo— desvaloriza a las mujeres y las niñas, y niega para ellas su estatuto de “ser” para violentarlas y matarlas. Así, un varón en Irán que mata a una mujer es tan ruin como el colombiano que asesina a su pareja porque la considera su propiedad. La desvalorización es el primer paso hacia las muertes físicas y/o simbólicas.
Esta desvalorización no solo legitima la violencia, sino que desconoce la humanidad de las mujeres y coarta la posibilidad de señalar toda violencia o reclamar la igualdad: ahora entendemos por qué toda mujer violentada teme. El temor y la inseguridad que resultan de la desvalorización son herramientas del patriarcado para mantener a las mujeres en una posición de subordinación. Esta estrategia silencia a las mujeres y perpetúa el ciclo de opresión.
Como hombres, debemos reconocer nuestra complicidad en la perpetuación de este sistema opresivo. No se trata de reformar la desigualdad y la opresión naturalizadas bajo el lema de una nueva masculinidad, sino de erradicarlas para que los hombres emerjan como individuos libres del prejuicio que mandata a oprimir a las mujeres y niñas. Son las mujeres feministas las que han desafiado al sistema patriarcal, pero nuestra masculinidad sigue quieta en términos de autocrítica y compromiso con la igualdad.
No podemos contentarnos con ajustes superficiales. Necesitamos una transformación que reconozca y valore la humanidad plena de las mujeres y niñas. Al adoptar esta perspectiva, nos comprometemos a luchar contra todas las formas de opresión y discriminación, promoviendo una sociedad en la que la igualdad y el respeto sean la norma. Esto no solo beneficia a las mujeres y niñas, sino que nos libera a los hombres de las limitaciones y distorsiones impuestas por el patriarcado. Por ello, el primer paso es poner en duda la visión masculinizante de la vida.

A la praxis


En Colombia, los hombres y la sociedad debemos ser conscientes de que cualquier forma de desvalorización es una forma de violencia para las mujeres que opera subrepticiamente. Particularmente mujeres racializadas, que tienen discapacidad, víctimas del conflicto armado, prostituidas, migrantes, excluidas de la paridad pese a sus capacidades, perseguidas políticamente, sometidas a explotación sexual y reproductiva, adultas mayores y aquellas que tienen una connotación basada en su condición social. Al no desafiar la desvalorización, ignoramos la raíz misma de la violencia.
María Cristina Hurtado nos informaba en su artículo que “entre el 29 de mayo y el 2 de junio del año en curso hubo seis feminicidios en Colombia; una de las víctimas fue una niña de 14 años de edad, y que desde el alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán, hasta el abogado representante de víctimas Miguel Ángel del Río (en el juicio de feminicidio de Valentina Trespalacios) coincidieron en recomendar a las mujeres ‘que vieran las señales de peligro’. Es decir, los hombres nos recomendaron a las mujeres cómo protegerse de ellos, trasladando la culpa a las víctimas, quienes ‘no pudieron leer a tiempo esas señales’”.
Con esta reflexión quiero subrayar que es clave reconocer que desviar la responsabilidad hacia las víctimas perpetúa la lógica opresiva. En lugar de exigir a las mujeres que se protejan de la violencia, debemos transformar las normas y valores que la fomentan y asumir nuestra responsabilidad como hombres para desmantelar el patriarcado. Por ello, creo, al igual que la maestra Hurtado, que el cambio comienza con la educación y la sensibilización, basadas en ideales igualitarios, de respeto a los derechos humanos de las mujeres y las niñas y los principios de justicia feminista, reconociendo que la violencia no es un problema exclusivo de las mujeres, sino una responsabilidad colectiva.
Todavía tenemos funcionarios que llaman al feminicidio “crimen pasional” como en el caso de Estefany Barranco, asesinada por su expareja el 28 de mayo de 2024 en el centro comercial Santa Fe de Bogotá. Ni qué decir con la prostitución y la trata que algunos aún denominan “empoderamiento”, ignorando que el único empoderado es el patriarcado, que se perpetúa mediante la propietización y domesticación sexual de las mujeres y las niñas. Quien mata a una mujer o una niña, o paga por sus cuerpos, quiere ejercer dominio. Esta es la fantasía que justifica el delirio patriarcal: la dominación.

Escuelas sociales

En Colombia, los hombres debemos dejar de minimizar y justificar las violencias con eufemismos. Al llamar a los feminicidios “crímenes pasionales” desviamos la atención de la raíz del problema y perpetuamos la idea de que tales violencias son incidentes aislados y no parte de un sistema de opresión. Esto incluye reconocer que la prostitución y la trata no son formas de empoderamiento, sino de explotación.
Es crucial que entendamos que una relación sexual, como en el caso de la prostitución, no puede ser objeto de un contrato, ni siquiera cuando exista consentimiento, porque ese contrato supone siempre una violación a la libertad sexual. No puede apelarse a la libertad sexual propia para dejarla en manos de un tercero de la misma forma que nadie puede darse libremente en esclavitud.
Defender que la prostitución es un trabajo como cualquier otro olvida que no es lo mismo trabajar con tu cuerpo que hacer de tu cuerpo el lugar de trabajo. Es un falso paralelismo. Una mujer en prostitución no es asalariada porque ella misma es el medio de producción y su producción está explotada a manos de un tercero, lo que constituye opresión económica por razón del sexo. Lo único que le da sentido a la prostitución no son las leyes ni la democracia, sino la “fantasía varonil de la dominación”, que actúa como un laboratorio social de la opresión.

Autocrítica


Leer a María Cristina Hurtado me hizo reflexionar sobre el papel de los hombres en la construcción de una sociedad igualitaria. Sé que a muchos la palabra ‘feminismo’ les molesta. Pero ocurre con ella lo que ocurría antes de la Segunda Guerra Mundial con la expresión demócrata: tenía mala fama. El adjetivo feminista, que aparece en 1872 formulado como nombre del movimiento y la teoría, acuñada por la sufragista Hubertine Auclert, sí representa una fuerza de cambio en Colombia.
Si los hombres no entendemos que el feminismo, lejos de ser una amenaza, es una reivindicación de los derechos humanos, no comprenderemos su agenda y poder civilizatorio. Solo adoptando una perspectiva feminista nos comprometemos a desmantelar los sistemas que perpetúan la desigualdad y la violencia que heredamos socialmente como sexo opresor.
En Colombia, muchos hombres desconocen que el feminismo es una fuerza transformadora que promueve la igualdad y el respeto para todos. Como teoría del cambio social y como ética, nos advierte a los hombres que el patriarcado tampoco es connatural a la varonía, y no tiene elementos de humanidad. La ética feminista hoy es: “hombre, no prescindas de las mujeres”.
Como hombres, es importante que sepamos que el patriarcado es anticivilizatorio porque bloquea el ideal regulativo de igualdad surgido en la Ilustración, el motor civilizatorio que nos aleja de la barbarie. Es por ello que su práctica nos arrastra al peor pasado moral y político, uno donde los hombres somos irracionales y las mujeres no eran personas, sino parte del fortín conquistado.
La verdadera civilización se basa en el reconocimiento y la promoción de la igualdad y la dignidad de todos los seres humanos, y eso es lo que propone la ética feminista. Nos compromete a erradicar el sistema que nos mantiene atrapados en un ciclo de opresión y barbarie. Por ello, contrario a toda esclavitud, Montesquieu señaló: “El grado de civilización de una sociedad se mide por el de la libertad de sus mujeres”. En Colombia, debemos rechazar las formas que perpetúan la opresión y comprometernos a una masculinidad que no dependa de la dominación y el control. Solo así podremos avanzar hacia una sociedad más justa y equitativa.
LUIS MIGUEL HOYOS ROJAS (*)
Razón Pública (**)
(*) Abogado por la U. del Norte, filósofo por el Webster College. Doctorando en Derecho, Universidad Carlos III de Madrid. 
(**) Razón Pública es un centro de pensamiento sin ánimo de lucro que pretende que los mejores analistas tengan más incidencia en la toma de decisiones en Colombia.


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