La historia de Érika Rodríguez, la colombiana que llegó a
España, trabajó como niñera y hoy dirige la Fundación Carolina
De niña, Érika Rodríguez soñaba con ser misionera para "viajar y ayudar la gente". Hoy, de alguna manera, cumple sus dos propósitos.
Bogotana, de 46 años, es quien dirige una de las
instituciones españolas de mayor prestigio internacional, con vínculos
culturales y educativos muy sólidos en América Latina.
Cada fin de semana, Érika Rodríguez Pinzón va con sus dos hijos, de 9 y 4 años, a un rocódromo de Madrid para entrenar la escalada. Se ponen como meta diferentes ejercicios. Planean estrategias, avanzan, se equivocan, miran qué hicieron mal, corrigen, vuelven a probar, lo logran. “Me gusta que los niños crezcan con esa idea: la del esfuerzo, la de intentarlo de nuevo. Es una metáfora de la vida”, dice Rodríguez. Y ella sabe bien de qué habla.
Bogotana, de 46 años, es la actual directora de la Fundación Carolina, una de las instituciones españolas de mayor prestigio internacional, con vínculos culturales y educativos muy sólidos en América Latina. Es la primera vez, en sus veinticuatro años de historia, que la fundación está bajo la batuta de una persona que no nació en España. Su nombre, sin embargo, ya venía sonando para ese cargo de tiempo atrás por cuenta de una hoja de vida que encajaba perfecto: desde el inicio de su carrera, Rodríguez ha logrado mezclar el mundo de la academia con el del análisis y la consultoría.
—En realidad, lo que yo quería de niña era ser misionera. Pensaba que eso me iba a permitir viajar y ayudar a la gente —dice Érika, sentada en una sala de juntas de la Fundación Carolina, en su sede de Bogotá.
Durante este último mes, ha visitado cinco países suramericanos y se ha reunido con altos funcionarios de sus gobiernos, con líderes empresariales y académicos, en busca de sincronizar los objetivos de la fundación con las necesidades de la gente. Las becas que ofrece la fundación son muy conocidas —y apetecidas: cada año hay más de treinta mil solicitudes para quinientas plazas— en campos como maestrías, doctorados o programas de liderazgo. De manera que sí: sin ser misionera, Rodríguez viaja y su trabajo está enfocado en la gente.
Esa mira puesta en lo social la ha tenido siempre. Hija de padres bogotanos, con abuelas que llegaron con sus hijos a cuestas desde el campo boyacense, Érika creció en un entorno humilde en el que se valoraba la educación. “En mi casa se leía, aunque comprar libros era un esfuerzo enorme. Mi mamá pagó nuestra primera enciclopedia a cuotas, con lo que ahorraba de su trabajo”. Su madre y su padre solo terminaron la primaria. Cuando eran adolescentes, ambos entraron al Sena —allá se conocieron— y esa formación les permitió un desarrollo laboral. Él, como técnico en electrónica; ella, como modista. Los dos tenían claro que una enciclopedia, un libro, podía ser la puerta hacia un mundo distinto.
Érika estudió en el Colegio Colsubsidio y allá se hizo conocida entre las amigas por un apodo particular: la llamaban Prima Donna, como el personaje de Dejémonos de vainasque sabía de cualquier tema y daba cátedra. No era de las que sacaban notas altas en todo —en matemáticas le iba regular—, pero sí se destacaba en humanidades, era la líder en los eventos, la que mejor hablaba en público, y siempre tenía un libro en las manos. “Los recreos me aburrían. Entonces me iba a la biblioteca a leer”. Así, entre otros, llegó hasta la última página de las obras completas de Freud. Desde niña entró a un grupo de scouts, algo que fortaleció su enfoque social y que, años después, ya con su título universitario, tendría un papel clave en su vida laboral.
De niñera a consultora internacional
—¿Usted qué estudió? —le preguntó en una ocasión un cónsul de Colombia en España.
—Soy socióloga de la Nacional —le respondió Rodríguez.
El hombre la miro de arriba abajo y le dijo:
—No parece.
Entender la sociedad, comprender su historia, su psicología. Ese interés la rondaba y por eso se orientó hacia la sociología cuando llegó el momento de elegir carrera. En la Nacional se encontró con un mundo que mezclaba todo el país. Eso le gustó. También la capacidad crítica que le despertaron sus profesores. Tuvo maestros de lujo, como Orlando Fals Borda, que le dio la cátedra de investigación y acción participativa. “Fue una escuela fantástica”, dice. Érika es profesora de la Universidad Complutense de Madrid y allí dicta una cátedra de sociología que está muy influenciada por las bases que recibió en la Nacional. “En la universidad me enseñaron a leer bien. Pasábamos seis meses analizando un solo capítulo de El capital, de Marx, por ejemplo. Es algo que valoro y que ahora les transmito a mis alumnos”.
La vida como estudiante en la Nacional era retadora, pero también costosa. Para tener cómo pagar los libros y todo lo que ese día a día implicaba, Rodríguez y su novio de entonces, ingeniero de sistemas, crearon una empresa de reparación de computadores. Así, sin problema, como otra cosa que tuviera que aprender, se volvió experta en “montar cableados” y en otros asuntos de computación. “Comprábamos las piezas en Unilago e instalábamos el sistema. Teníamos un montón de clientes”, dice.
Ya en el campo de la sociología, su primer trabajo le llegó de la mano de los scouts de Bogotá, que se vincularon en el proceso social con los habitantes de la llamada calle del Cartucho, sector que en ese momento estaba siendo desalojado. “Hacíamos acciones pedagógicas con estas personas, seguimiento de sus procesos”. Ese fue también su primer acercamiento a una problemática social que luego se convertiría en una de sus principales áreas de estudio: el tema de las drogas.
Rodríguez empezó a trabajar aquí como investigadora, pero en su mente había una meta clara: hacer un doctorado. Durante un viaje a Chile, en un encuentro de scouts, un compañero español le dijo que si estaba pensando en viajar y estudiar, él podía recibirla durante un tiempo en su casa. Dicho y hecho, Érika y su novio ingeniero armaron maletas hacia España. Las cosas de la vida: ella aplicó a la beca de la Fundación Carolina, pero no resultó elegida. Se fue con el apoyo económico del Icetex y cien dólares que su papá logró reunir. “Esos dólares los guardé durante mucho tiempo. Les tenía cariño”, dice.
Primero empezó una maestría en Teoría Política, después realizó una especialización en la misma área, becada por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales del Ministerio de la Presidencia de España. “Yo hacía todas las maestrías gratis que me encontraba. Era mi target”, dice Érika, y sonríe.
Estudiaba y trabajaba a la vez, ya fuera en la biblioteca de la universidad, como diseñadora de páginas web (había que aprovechar lo que sabía de computadores) o como niñera. Vivía en el barrio Carabanchel, uno de los más tradicionales y populares de Madrid. Su acento no era el español, por supuesto, pero nada la hacía sentir extraña. Con excepción de las veces en que los policías la paraban para revisar sus papeles. “Lo hacían por mi color de piel, porque a mi novio, que también era colombiano pero más blanco, no lo paraban”. Pero eso no se repetía a menudo y ella cada vez se sentía más en casa.
Los años pasaron, su relación con el ingeniero se acabó y a España llegó la crisis económica. Con un título de socióloga y una maestría en teoría política, Érika había logrado entrar a trabajar en la FIIAPP, otra de las fundaciones que tiene la Cooperación Española. Su primer cargo allá fue de asistente administrativa, pero logró escalar y llegar a ser jefe de equipo. Sin embargo, la crisis provocó estragos y terminaron por hacer recortes en estas entidades. Rodríguez se vio sin trabajo y con una nube negra encima. En ese momento estaba saliendo con un muchacho español —el padre de sus dos hijos— muy cercano al mundo de la política, que le recomendó buscar consultorías en América Latina.
Ella ya tenía experiencia en cooperación y conocía bien la problemática de las drogas. Así logró conectarse con la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito y con la OEA, y comenzó a trabajar con ellos en la evaluación de las políticas antidrogas en países latinoamericanos. Viajaba por la región: a Colombia, para estudiar el sistema de sustitución de cultivos ilícitos; a Costa Rica, para evaluar las cárceles, a Guatemala, a Honduras, a Perú, en fin. “Yo era una mercenaria de proyectos puntuales”, dice. Se volvió una verdadera experta en América Latina, autoridad que hoy todos le reconocen. Desde hace años es colaboradora de cadenas de radio y televisión que la buscan por sus análisis. Tiene una columna en el diario El Español y fue elegida entre las cien mujeres líderes de España.
Esa primera etapa como consultora internacional fue de unos cinco años. En 2015, ya con su anhelado título de doctora en Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid, y con un primer hijo en camino, se le atravesó algo que no estaba hasta el momento en sus expectativas: la política.
Concejal de Madrid y asesora en la Unión Europea
Desde años atrás Érika Rodríguez se había acercado al Partido Socialista (Psoe). No solo por su curiosidad —le interesaba saber cómo funcionaba realmente un partido por dentro—, sino porque su entonces pareja se había convertido en una ficha clave de ese movimiento. Érika se inscribió, participaba en sus reuniones, asesoraba a varios de sus miembros. Una tarde la llamaron y le dijeron:
—Estás en la lista de concejales para Madrid.
“¡Al día siguiente de esa llamada yo iba a dar a luz!”, recuerda. El mundo se le movió, pero pensó que era una oportunidad que quizás no volvería a repetirse. Aceptó. Tenía todo para ser un nombre atractivo en la lista electoral: migrante, mujer, joven, académica. Desde 2009 tenía nacionalidad española. En el proceso de regularización de migrantes realizado años atrás por José Luis Rodríguez Zapatero había quedado abierta la opción de que los estudiantes se presentaran si contaban con una oferta de trabajo. Érika tenía una en ese momento, de niñera. Pasó los papeles —había entrado de forma legal al país, como estudiante—y consiguió la nacionalidad.
Al final, a esa lista del Psoe no le fue bien y solo sacó nueve concejales. Ella estaba en el puesto diez. Sin embargo, por cuenta de unos cambios posteriores entre fichas del partido, terminó ocupando la curul en el Ayuntamiento de Madrid. “Me fue bien, me gustó, pero la vida de partido es durísima”, dice.
—¿Qué es lo más duro?
—¡Los cuchillos que vuelan por dentro! Los que llevan tiempo creen que tú llegas a quitarles el puesto.
Cumplió su periodo, que acabó en 2019, sin abandonar del todo sus actividades académicas y de consejería. De hecho, uno de sus siguientes pasos tuvo que ver con ese campo: gracias a su cercanía con el Psoe, conocía de tiempo atrás a Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Borrell la tenía ubicada como una experta en asuntos de América Latina y con frecuencia la llamaba para preguntarle, por ejemplo, cómo veía a Venezuela, qué estaba pasando en Colombia. Terminó por convertirse en una de sus asesoras de confianza, desde 2021 hasta hace pocos meses.
Estaba bien con sus jornadas como profesora, con sus asesorías, cuando le llegó la propuesta de la Fundación Carolina. Aceptó porque le pareció un reto bonito que, además, le ofrecía foguearse en un campo que todavía no había probado: la experiencia directiva. Hoy ya tiene las miras puestas en lo que quiere hacer allí: potenciar el centro de estudios de América Latina, para que se convierta en un gran referente de análisis de la región; mejorar las relaciones con las empresas —“Gobierno, universidades y empresas deben ir en el mismo carro”— y revitalizar la Red Carolina, la comunidad de instituciones y exbecarios que en este casi cuarto de siglo han tenido un vínculo con la fundación.
Es muy posible que estos objetivos ya los tenga organizados, con pasos a seguir, estrategias, esquemas. Es de las que todavía ponen sus ideas sobre papel y hace listas de tareas diarias. “Cuando pintas las cosas en el papel las ves más claras”, dice. Uno de sus lemas es: “Si mis abuelas pudieron, yo puedo”. Tiene muy presente sus raíces y la historia de estas mujeres a las que les tocó librar solas las batallas, sin recursos. “Mi abuela materna fue empleada doméstica. La perspectiva para mi mamá era la misma, y a los 12 años ya estaba de empleada también. El Sena la salvó”. Ese pasado no lo olvida. Al contrario: lo tiene presente porque la fortalece.
Todos los días, después de dejar a los niños en el colegio, se va en metro a su oficina. Trata de organizar su agenda para poder recogerlos y llevarlos al parque, y sin falta —cada noche— lee con ellos un libro (físico, de los de verdad). Este año ya han leído Platero y yo y cinco obras de Julio Verne. Quiere que sepan que el mundo está más allá de una pantalla. Por eso los lleva cada fin de semana a escalar y también los acerca a las montañas. En septiembre el destino de los tres será la sierra de Gredos, una cadena montañosa en la provincia de Ávila. Allá estarán en un refugio sin las comodidades de la vida diaria. Ya lo hizo con su hijo mayor, Gabriel. Ahora irá también el más pequeño, Martín. Tiene claro que el camino se hará más lento. No importa. Lo esencial, para ella, es que reconozcan que allá arriba, en la montaña, todos son iguales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Esperamos sus comentarios