viernes, 29 de marzo de 2024

Cultura

Aunque la moda nos ha oprimido, el vestido también ha sido un aliado para las mujeres

Fuente: Americanas de El País.

El vestido ha sido, desde que nació la moda, un lugar emblemático de vigilancia y control del cuerpo femenino. El sociólogo francés Gilles Lipovetsky la ubica en el Siglo XIV en el seno de las cortes europeas. Desde entonces, mucho se ha hablado de los profundos daños que ocasionó a la mujeres de la aristocracia haber empotrado sus carnes en unos corsés que apretaban su cintura y que cumplían una función esencial: inhabilitarlas para el movimiento y, en tanto, para el trabajo. Constreñir la caja torácica y las vísceras femeninas hasta medidas extremas que durante casi seis siglos no les permitió respirar bien y afectó sus órganos reproductivos, es quizás una evidencia incuestionable de las formas en las que las miradas estrechas de cada época sobre lo femenino se han jugado y reflejado en los trajes que las han vestido.

Pero si las mujeres tuvieron que hacer maromas para caminar juntas por las calles de cualquier ciudad por el ancho de sus faldas en la época de la reina María Antonieta, y si en tiempos más recientes, aún sucumben a las inclemencias de unos tacones Louboutin de 15 centímetros, no deja de ser muy paradójico y fascinante evidenciar cómo las mujeres también han usado históricamente ese andamiaje que las ha oprimido para labrar sus conquistas y revoluciones. Sí, los vestidos han sido campos de batalla para las grandes conquistas que han hecho las mujeres en el camino de reivindicar sus derechos.

Antes de los grandes movimientos feministas por el voto a finales del Siglo XIX, a las mujeres las convocó algo mucho más esencial: ganar libertad de moverse. Y esa búsqueda se labró principalmente en disidencias que querían imponer otras formas de vestido para las mujeres. Por eso vemos cómo desde 1850 ya se veían clamores por buscar algo que se asemejara al pantalón masculino, una pieza que, lejos de las faldas, las enaguas y los panniers femeninos, les permitía a los hombres que sus piernas estuvieran libres y pudieran montar a caballo, correr y moverse.

Era una época en la que se había popularizado la jaula de crinolina, una revolución tecnológica que permitió que pesadas capas de enaguas y faldones fueran reemplazadas por una estructura ligera de alambre dulce para ampliar el volumen de la falda femenina. Esto trajo más libertad a las mujeres porque sus trajes eran más ligeros, pero tuvo un efecto colateral que terminaría yendo en su contra. Al ser las faldas más livianas se bamboleaban más en las calles y estaban más a merced de que el viento las moviera. Lo cual trajo una exposición de pantorrillas desnudas que nunca antes se había visto en público y que, en épocas victorianas, generó un verdadero escándalo. La decisión, entonces, fue obligar a las mujeres a llevar unas pantaletas debajo de la falda que se anudaban en sus tobillos, para que no hubiera riesgo de exponer las tersas y nunca antes vistas piernas femeninas.

Aprovechando esta tensión, Amelia Bloomer, una de esas primeras conspiradoras que vio en los virajes absurdos que tomaba el vestido, una posibilidad para conquistar estéticamente la comodidad, decidió que era mejor simplemente llevar las pantaletas anchas y recortar la falda. Los bloomers fueron los primeros pantalones femeninos. Sin embargo, el invento que se hizo rápidamente popular entre las mujeres no iba a tener mucha vida.

“Este tímido intento de reformar el vestido femenino provocó un increíble alboroto, burla y vilipendio. Entró en juego lo que podríamos denominar el ‘complejo del pantalón’. Parecía como si las mujeres fuesen tentadas a llevar pantalones y el caballero victoriano vino a contemplarlos como un escandaloso ataque a su privilegiada posición”, recuerda el historiador James Laver en su texto Breve historia del traje y del vestido.

El voto se jugó en el vestido

Cuando llegó el tiempo de los movimientos sufragistas de finales de siglo XIX y comienzos del XX, las mujeres se enfrentaron al dilema de si usar o no sus vestidos, que para entonces eran largos, engorrosos y muy decorados, para amplificar su demanda al derecho al voto. A pesar de que muchas insistieron en una reforma indumentaria y una urgencia por la practicidad, lo cierto es que el movimiento se decantó por usar el vestido para erigir toda la campaña que aunó a las mujeres.

Primero, popularizaron el mandato silencioso de vestir de blanco, una apuesta que estaba lejos de ser un mero capricho estéticos y que resultaba muy estratégica: todas las mujeres tenían vestidos blancos en el armario, por lo que era fácil que la más regular de las muchachas se sumara con sus ropas calladamente a la causa. Pero quizás aún más esencial: en tiempos en donde los cubrimientos periodísticos de las marchas por el voto se publicaban en fotografías en blanco y negro, vestir de blanco tuvo un impacto radical. En esas imágenes que quedaron para la historia, se evidenciaba que una gran marea blanquecina inundaba las calles con sus proclamas. Este mecanismo de uniformarse de blanco como protesta, sería replicado estratégicamente muchas décadas después (2016) por las congresistas demócratas que sentaron su voz de desacuerdo mediante sus trajes en cada Discurso de la Unión que dio el presidente Donald Trump.

Las sufragistas capitalizaron además el uso de tres colores que resumían desde lo simbólico su arenga política de Give women vote! (¡Dénle a las mujeres el voto!). cada palabra fue encarnada por un color que compartía su misma inicial:
Green, verde en inglés,
white, blanco y finalmente el
violet o violeta fue la forma en la que los colores se convirtieron simbólicamente un acrónimo de lo que estaban exigiendo.

“A pesar de las tensiones al interior del movimiento, las sufragistas de la época reivindicaron por primera vez pintarse los labios de rojo, un gesto que hasta entonces estaba vinculado sólo con las mujeres que trabajan en las calles y que ellas decidieron integrar como una manera de hacer eco de su reclamo de que todas tenían derecho a habitar las calles y estar seguras en los espacios públicos”, explica Nelly Lara, doctora en ciencias políticas e investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM, en México.

La elegancia como estrategia de protección

Las mujeres en las siguientes décadas van a usar las transformaciones de sus vestidos para seguir amenazando de alguna manera los mandatos que las oprimía. Coco Chanel y Madeleine Vionnet las liberaron para siempre del corsé imponiendo por primera vez una cintura suelta cuya finura ya no fue leída como signo de lo femenino y deseable a finales de los años 20. Algo parecido ocurrió cuando la emblemática diseñadora francesa le puso una cadena al bolso y liberó por primera vez las manos de las mujeres que hasta entonces siempre estaban ocupadas con estorbosos clutches.

Mujeres que podían respirar, caminar y que tenían las manos libres eran mujeres que estaban conjurando unas nuevas posibilidades existenciales y laborales para todas.

En los años 50, las afroamericanas que hicieron parte del movimiento en Estados Unidos por la reivindicación de los derechos de las personas afro adoptaron una inesperada táctica que ha perdurado incluso hasta los tiempos de las emblemáticas marchas del Black Lives Matter (Las vidas negras importan). Para salir a protestar y pedir una reforma radical que reconociera sus derechos más esenciales, las mujeres negras se vistieron con trajes de domingo. Sus mejores faldas en forma de A, sus sombreros, cárdigans, guantes y tacones fueron atavíos para protegerse: era menos probable que un policía reprimiera con violencia a una mujer que lucía como una respetable señora. Sus vestidos elegantes les sirvieron además para hacer visible que ellas merecían la misma “respetabilidad” de las mujeres blancas. La consigna pareció sencilla: elegancia para hacerle frente a la violencia.

Este uso diverso e inesperado de la ropa que han hecho las mujeres a través de la historia, a pesar de las inclemencias mismas de la moda, llega hasta nuestros días de una forma contundente en cada capucha tejida en rosa usada en las protestas en Washington contra Donald Trump, en las camisetas violetas de las mexicanas que han salido a gritar “ni una menos” y de los pañuelos verdes que se han convertido en un nuevo uniforme claro y poderoso de las búsquedas por el derechos al aborto.

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