La oportunidad de tropezar
Hay chicos y chicas que están tan protegidos de frustraciones, a los que se les ha impedido con tanto empeño toparse con cualquier obstáculo durante su infancia, que temen con horror el fracaso y evitan cualquier riesgo. En el ámbito educativo esto significa que se preocupan más por aparentar que saben que por aprender realmente.
Son muy vulnerables a la depresión, la ansiedad y el estrés cuando tienen que afrontar nuevos estudios, una carrera profesional, un trabajo. En su libro El regalo del fracaso Jessica Lahey dice que los padres anulan las vidas de sus hijos desde pequeños con la intención de evitarles disgustos, protegiéndoles e impidiendo que crezcan enfrentándose a desafíos abordables en cada etapa de crecimiento. Además, cuando aparece alguno de estos retos inevitables, los hijos ya tienen asumido el mecanismo habitual de esperar que otro les saque las castañas del fuego o esperan a que el camino esté limpio de piedrecitas antes de pisarlo. Necesitarán constantemente el apoyo de mamá y papá.
Además del efecto nocivo en nuestros chicos, esta dependencia va tallando en los progenitores un sentimiento de ser imprescindibles y, en ocasiones, les resulta tentador apuntarse el mérito de los logros de sus hijos.
Lahey dice que evitar a toda costa el fracaso en nuestros hijos les envía el mensaje de que creemos que son “incompetentes, incapaces e indignos de nuestra confianza”.
Una serie de estudios respaldan la opinión de Lahey. Pero, además, la evidencia sugiere que las niñas están más expuestas a los efectos de la sobreprotección. Es importante ser conscientes de que proteger a las niñas de los desafíos impactará en ellas de diferente manera que en los niños. Cuando las niñas cometen errores, es más probable que interpreten el fracaso como una señal de que les falta alguna cualidad, algún rasgo como la brillantez, la genialidad o la inteligencia, un factor difícil de cambiar. Los niños, por el contrario, tienden a atribuir el fracaso a circunstancias más controlables.
El fenómeno se ha relacionado en parte con la forma en que los educadores hablan con los niños y las niñas. En los estudios que analizaron estos comportamientos en los docentes, éstos corrigieron a las niñas cuando cometieron errores relacionados con la capacidad, mientras que los niños recibieron más intervenciones de tipo conductual (“¡Cállate!”, “Deja de tirar aviones de papel”, etc.). Otros estudios han encontrado que es más probable que las niñas se rindan ante una situación académica estresante. En una investigación realizada con los estudiantes de quinto de Educación Primaria a los que se les asignó una tarea intencionalmente ambigua (Dweck, 2006), las chicas se desengancharon antes de llegar al final de ésta por la confusión que les creaba. Los chicos siguieron desenredando el enunciado sin importarle sentirse perdidos durante los primeros minutos. En particular, las chicas con el cociente intelectual más alto fueron las que antes desistieron. Esto ocurre también entre universitarios: las chicas que siempre han obtenido notas altas abandonan las asignaturas en las que no consiguen sobresalientes. Se acentúa un comportamiento que señalábamos al inicio: mantener una apariencia de éxito incluso pagando el precio de desatender el aprendizaje, adoptar una postura de valía y no mostrar en ningún momento debilidad o incertidumbre.
A principios de la década de 2000, se identificó una nueva diferencia de género en la forma en que los niños experimentan el fracaso. La amenaza del estereotipo, la carga que soportan las niñas cuando se enfrentan al estereotipo de que son malas en matemáticas y ciencias. Esto se ha relacionado con su bajo rendimiento en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM). La amenaza del estereotipo hace que el fracaso sea más doloroso para las niñas. Funciona como una profecía autocumplida: cuando las niñas aceptan el estereotipo de que son malas en matemáticas, ya no ven un desafío salvable al que seguir dedicando ilusión y tiempo; pasa a ser un hecho conocido por todo el mundo: tienen menos capacidad porque son niñas. Estas experiencias, dicen los investigadores, “agregan estrés y dudas a las vivencias educativas de las niñas y disminuyen su sentido de pertenencia al ámbito académico”.
Otro punto a tener en cuenta es que proteger a las niñas del fracaso les hace perder la motivación, incluso más que a los niños. Aprendemos mejor cuando estamos intrínsecamente motivados, es decir, cuando probamos algo nuevo por el mero disfrute de la experiencia. La motivación intrínseca es uno de los recursos más valiosos del aprendizaje. Nos anima a sobrellevar los momentos difíciles de un desafío y perseguir lo que amamos hacer. Al cerebro le gustan los retos, lo novedoso, y con cada objetivo logrado se activa el circuito neuronal de recompensa.
La autonomía es un factor clave en la motivación intrínseca. Es decir, estamos más inclinados a querer aprender cuando podemos hacerlo libremente y por nuestra propia voluntad. Cuando notamos que otros están interfiriendo o tratando de controlar nuestra manera de hacer una tarea, aunque sea de forma sutil como ofreciendo premios, amenazando con castigos o elogiando de forma exagerada, nuestra motivación se desploma.
Los profesores Edward L. Deci y Richard M. Ryan, pioneros en el estudio de la motivación, dicen que las niñas son más vulnerables a que su autonomía y motivación se vean amenazadas (Deci y Ryan, 1985). Manteniendo la inercia de que las niñas son educadas para complacer a los demás, tenderán a preocuparse más por los comentarios de los profesores y los padres, por lo que son más sensibles a sentirse controladas. Deci y Ryan dicen que las mujeres “prestan especial atención a la evidencia de haber complacido al evaluador cuando son felicitadas por éste”. La clave de tener resultados negativos en STEM cuando parecía que su inclinación científica estaba definida, puede ser la presión debida a los elogios animándolas a estos estudios y la ansiedad para no defraudar, para alcanzar las felicitaciones del profesor, de la familia o de otros grupos. En estos casos, el esfuerzo por complacer no les compensa y suelen abandonar.
Entonces, ¿qué funciona para las niñas? Parece que usar elogios informativos para describir un buen desempeño (“Lo hiciste muy bien en esa prueba”), en lugar de hacer una interpretación (“Eres tan inteligente”), aumenta la motivación intrínseca de las niñas. Se ha demostrado consistentemente que elogiar el esfuerzo (“Trabajaste mucho en eso”) por encima de la capacidad motiva tanto a niños como a niñas. Con todo, sería bueno que considerásemos la idea de permitir y permitirnos el error. Esto es una actitud que se aprende y no estaría mal apartarnos, como educadores, de la tentación de allanarles el terreno. Así les daremos la oportunidad, tanto a niños como a niñas, de desarrollar la confianza en ellos mismos. Nos toca proporcionarles herramientas, estrategias, referentes, y estar a su lado, recordarles que no hay etiquetas cosidas en cada uno. Sería bueno que escucharan alguna vez que los hombres y las mujeres que han conseguido sus sueños tuvieron errores y los afrontaron; volvieron a leer el enunciado de un problema o se enfrentaron con ánimo, pero echándole horas, al siguiente examen.
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