Barbie, el color rosa y otras formas de poder.
Todo lo que la Barbie puede significar en la actualidad y quizás no habías pensado
A diferencia de buena parte de las mujeres que conozco, recuerdo de forma muy clara cuál fue la primera muñeca Barbie que tuve. El motivo es muy sencillo: la compré con mi dinero. No se trata de un acto de rebeldía, una declaración de principios ni nada semejante. Solo que, durante mi infancia, mis juguetes fueron objetos utilitarios como juegos de mesa y telescopios, antes que la delicada, singular y siempre polémica hija espiritual de la empresaria Ruth Handler.
Por supuesto, era una rareza entre amigas y primas. Todas tenían docenas, guardarropas llenas de vestidos primorosos para vestirlas, un mundo de plástico color rosa que me dejaba desconcertada y la mayoría de las veces, un poco sin saber qué decir. Educada entre adultos, estaba convencida de que los juguetes debían ser utilitarios o en el mejor de los casos, tener un propósito. De modo que un equipo en miniatura de química — con un matraz y compuestos simples que provocaban una reacción—, pelotas, muñecas que hacían alguna cosa — lloraban, pateaban, gateaban, podían moverse o hacer sonidos — era más atractivo que una adolescente eterna de pies en punta. O al menos, era lo que pensé en mi infancia.
Pero en la adolescencia y sin que pudiera explicar la razón, las Barbie me asombraron. No solamente por el elaborado nivel de diseño, sino por el hecho que una manera u otra, eran universos expandidos. Uno tan rico, singular y elaborado como cualquiera de los literarios o del mundo del cómic que amaba. Las muñecas tenían identidad. No eran bebés, necesitaban ser cuidadas o eran una lección de anatomía en plástico. Eran profesionales. Barbie era periodista, modelo, locutora, vaquera, estrella de rock, salvavidas y un sinfín de profesiones que me hicieron preguntarme su significado. O mejor dicho, por qué tomarse tanto tiempo para crear muñecas con múltiples responsabilidades, trabajos y aspiraciones.
Faltaba años para que me enterara de que el primer prototipo fue alemán y que no tenía mucha relación con el mundo infantil. Que, la que conocemos en la actualidad, fue confeccionada por la diseñadora Ruth Handler y puesta a la venta en 1959. Que, por entonces, tenía un bañador a rayas y rompió el esquema de los juguetes para niñas que sugería la maternidad. Barbie tenía una vida imaginaria rica — o podía tenerla — y también, un contexto colorido e inocente que fue creciendo y haciéndose más complicado con el paso de las décadas.
Tampoco sabía que se le consideraba el juguete más popular del mundo, que se le acusaba de promover estereotipos y que hubo una confrontación feminista por la estética que promocionaba. Con quince años, únicamente sabía que de pronto, la quería. Que deseaba saber qué había obsesionado tanto a mis mejores amigas de la niñez. Así que ahorré por meses y compré una Barbie Malibu. Llevaba un traje de baño azul claro, zapatos playeros y traía un cepillo a su medida.
No tenía nada de especial. No era un castillo para construir, una casa para armar, tampoco un laboratorio para hacer explotar pequeñas mezclas como en Juego de Química 3. Tampoco requería de estrategia, memoria, no era una experiencia para videoconsolas. No hacía otra cosa que ser Barbie. Y a mí, claro está, me encantó. Me pareció un mensaje — aunque no sabía cuál — y a la vez, una especie de contacto con un tipo de feminidad poderosa, clara y franca. Algo que yo no tenía.
Eran los tiempos del cabello corto y despeinado, la palidez, los jeans rotos. No me sentía mujer ni tampoco era una niña. Cuando otras muchachas de mi edad tenían su primer romance — en mi colegio, su primer hijo — yo tuve la singularísima idea de hacerme preguntas sobre las muñecas. Años después, alguien me diría que fue el reconocimiento acerca de lo que deseaba para mi identidad. En cualquier caso, tratar de hacerme preguntas — simbólicas todas — sobre ser mujer y ser yo misma, todo junto en un concepto.
La rubia, delgadísima y sonriente Barbie no me las respondió ni tampoco, estaba creada para algo así. No podía ser más distinta a mí, ahora que lo pienso, obsesionada con la muerte y vestida siempre de negro. Pero quizás a fuerza de contraste, me hizo salir de una zona radical y de pensamientos sobre quién podía ser — o cómo debía ser — que había heredado sin saberlo. Lo que sí me permitió, fue comprender — al investigar, leer sobre ella, obsesionarme con el rosa — que lo femenino en mi época, era la consecuencia de los cientos de variaciones de un aspecto sobre el performance de la mujer, como diría Marina Abramovich, que dio un sentido por completo nuevo a lo individual.
Y Barbie se convirtió en parte de eso, casi por accidente. A pesar de las medidas corporales imposibles, la estética que se volvió exagerada y a veces inocente, para luego actualizarse. Barbie estuvo, desde su creación, en parte de todo un tránsito de símbolos y conclusiones acerca de cómo la cultura pop concibe a lo femenino.
El color rosa para conquistar el mundo
En la antigua Roma, el color rosa era asociado con la diosa Venus, una deidad de cuidado que controlaba el amor en todas sus infinitas y siempre peligrosas variaciones. La percepción venía desde la cultura griega, en el que se asociaba con Afrodita, la diosa griega del amor y la belleza. Algo que por extraño que parezca, recordó la reina Victoria de Inglaterra, mucho antes de llevar luto perpetuo por su amado Alberto. La soberana fue una gran defensora del rosa y lo utilizó en su propia ropa y en la decoración de su hogar.
La primera vez que vi “Legally Blonde” (Robert Luketic — 2001) me gustó muchísimo. Eso, a pesar de las críticas, las burlas y el estigma que la rubia Elle Woods vestida de brillante Rosa, despertó entre mis amigas, por aquel entonces todas muy feministas, muy conscientes de su papel histórico pero sobre todo, muy desconfiada de aquel nuevo ídolo de lo femenino que llevaba un pequeño chihuahua en el bolso, altísimos stilettos de Prada (de la temporada anterior, todo hay que decirlo) y cuyo mensaje, parecía basarse en una reivindicación de lo femenino desde las reglas idealizadas de la fantasía masculina sobre la mujer deseable. Después de todo, Elle era rubia, millonaria y sobre todo, en la cúspide del privilegio cultural estadounidense. ¿Qué podía mostrar a las mujeres del mundo que batallaban a diario precisamente contra su imagen y lo que representaba? Pues mucho, en mi opinión.
— ¿Me estás diciendo que la épica de la rubia tonta que logra un titulo universitario es ahora una especie de alegoría a la mujer independiente? — se burló una de mis amigas, a quién la película le había irritado especialmente — ¡Por favor! Es una estúpida manera de trivializar el empoderamiento femenino. Mujeres que en lugar de ser modelos deciden ser abogados, manicuristas que luchan contra el amor de su vida. ¿Qué tiene eso de académico, importante, sobresaliente?
Para mí, mucho. Para empezar Elle Woods era el prototipo de la Barbie con que todas las mujeres habíamos crecido, para bien o para mal. La mujer inalcanzable, extraordinaria y triunfadora que deformaba el estereotipo de lo femenino formal hasta crear algo tan superficial que resultaba doloroso. Rubia y delgada, además, como el retorcido canon que las revistas y películas imponían a diario como espejismo de lo que la mujer podía ser.
Pero el personaje era mucho más que eso: de hecho, su emblemático aspecto no era otra cosa que una trampa sutil hábilmente armada para dialogar sobre los temas que a la mayoría de las feministas no nos encanta hablar. Porque incluso, dentro de un movimiento político que insiste en llamarse desprejuiciado y profundamente independiente, hay una sutil discriminación. ¿En cuántas ocasiones no había escuchado discusiones sobre la forma de vestir de otras mujeres en contraposición a su pensamiento político? ¿La insistencia en la necesidad o no del maquillaje, el atuendo femenino, incluso la feminidad tradicional en contraposición al fundamento de la defensa de los derechos de la mujer? ¿El hecho básico y circunstancial que incluso entre mujeres había una invisible pero evidente necesidad de señalar la apariencia — la idiosincracia, el comportamiento, el origen étnico — como una forma de convalidar las ideas?
Elle Woods, rubia y esbelta, llevando trajes de diseñador de un rosa chillón, dejaba muy claro esa percepción sobre la mujer que debía debatir el sentido de su propia identidad frente a otras mujeres e incluso, percepciones sobre lo moral y lo ético, elaborados bajo la concepción de un menosprecio directo contra la mujer que no encajaba en ciertas ideas sobre la mujer que batalla por sus ideas. La película y el personaje, de hecho no dejan de burlarse de la idea de la “rubia tonta” para después, convertir la idea en algo mucho más poderoso y firme. Una concepción sobre la inteligencia femenina sutil y sensitiva que se sostiene sobre una percepción emocional del género.
Claro está, se trata de un cierto feminismo primario — y en eso estoy de acuerdo con la mayoría de las críticas — pero con la suficiente contundencia para dejar claras algunas ideas de enorme relevancia e importancia. Elle se trata a sí misma como un estereotipo y de hecho, durante el primer tramo de la película, es una caricatura torpe de la rubia frágil y vulnerable, toda sonrisas y deseos de complacer, que el cine eternizó desde que Marilyn Monroe sonrió en pantalla y deslumbró a toda una generación.
Pero Elle Woods también tenía mucho de Grace Kelly en “La Ventana Indiscreta” de Hitchcock, espléndida, hermosa e intocada, pero también capaz de trepar ventanas, colarse en departamentos de posible asesinos en serie y ser lo suficientemente intrépida para enfrentarse en una conversación coloquial con un Jimmy Stewart destinado a convertirse en el interlocutor de la masculinidad norteamericana de los años cincuenta. Reese Whiterspoon logró dotar a su personaje de una inteligente mezcla de vulnerabilidad, sensatez y firmeza que de pronto, eran mucho más importantes que el despliegue de bellos trajes a la medida (siempre rosa), la gloriosa melena rubia y la sonrisa perenne. Porque Elle Woods era poder puro y de hecho, tanto y de tantas formas, como para crear un discurso convincente sobre la mujer que triunfa en medio de un hostil mundo masculino.
Claro está, vivimos en un mundo hipócrita. En uno en el que a menudo se considera que una mujer “demasiado femenina” en ocasiones es menos inteligente o tiene menos legítimos derechos de convalidar sus ideas, por el mero hecho de como luce. De la misma manera que se menosprecia a la mujer por no calzar en el canon reluciente y tradicional de lo femenino edulcorado y consumible, lo cual resulta una ironía tan desconcertante como común. De una u otra manera, una mujer de nuestra época parece siempre encontrarse en mitad de una batalla incómoda en como demostrar su valor sin recurrir a viejas ideas sobre su permanencia, poder y capacidad. Y Elle Woods, que llegó a Harvard casi sin quererlo, que batalló por ser tomada en serio en un grupo árido que la estigmatizó de inmediato, era el símbolo de esa lucha singular que toda mujer lleva a cabo antes o después en su vida.
El personaje además, convalidó las tradicionales cualidades femeninas -la lealtad, la generosidad, la disposición a comprometerse, el apoyo moral e intelectual a otras mujeres — y las transformó en fortalezas, en un entorno dominado por hombres que precisamente las considera debilidades. Cuando casi nadie hablaba sobre sororidad, apoyo emocional y sobre todo, el poder de la mujer traducido como una forma de comprensión del mundo desde lo femenino, Elle Woods lo elaboró como un sistema de valores y percepciones de enorme valor argumental.
— Entonces, según tú, deberíamos olvidar a Simone de Beauvoir en beneficio de esta niñita ricachona vestida de rosado, una Barbie del mundo real que triunfa con toda facilidad — me reclamó alguien, para quién mi opinión sobre la película resultaba poco menos que ofensiva — entonces, habría que ver el feminismo desde los zapatos caros, la ropa bonita y el cabello bien peinado.
Habíamos sostenido esa discusión en más de una ocasión, sobre todo porque mi amiga — miembro de un nutrido grupo de feministas que consideraban que los símbolos femeninos considerados tradicionales eran poco menos que imposiciones patriarcales — consideraba que mi percepción sobre lo físico y la presión estética era “tibia” y cuando menos “hipócrita”. Seguía sin comprender porque llevaba un corte de cabello a la moda — “Te lo impone el canon comercial” me insistió en más de una ocasión — o el motivo por el cual disfrutaba especialmente maquillándome.
O incluso, el motivo por el cual, mis fotografías me mostraban hermosa — una opinión subjetiva donde las haya — lo que no hacía más que enfatizar la idea de lo estético en lo femenino contra lo que batallamos a diario. Por supuesto, mi simpatía por Elle Woods, por su sonrisa amable, por su sonoro caminar de zapatos altos por salones de clases y juzgados, le resultaba poco menos que ofensiva.
— Deberíamos aceptar que una mujer puede ser y verse como quiera, y sus ideas políticas continuarán siendo profundamente valiosas — le respondí en esa oportunidad — que el epíteto de la “rubia tonta” es tan ofensivo y directamente discriminador como “la machorra”. Que ambos son extremos de una idea simplista sobre la mujer, terriblemente simple y sobre todo, que contradice el motivo por el que todas nos llamamos feministas “la posibilidad de elegir”.
“Legally Blonde” no es el tipo de películas por la que pagaría una entrada al cine. O al menos no lo era en ese momento de mi vida. Llegué a la butaca por mera casualidad — la función a la que sí deseaba asistir estaba agotada — y me encontré a solas en medio de un grupo de niñas adolescentes que reían y hablaban en voz alta sobre “la super Barbie”. Estuve a punto de levantarme y salir de la sala…cuando de pronto, me encontré preocupada porque aquella preciosa y en apariencia simple “Delta Nu” que había tomado la decisión de ir a la universidad “por amor”. Ah, que razón tan sencilla, ridícula y tópica, pensé con cierto cansancio…pero después me sorprendí, cuando el guion no sólo elaboró una idea clara sobre esa batalla entre el estereotipo y las expectativas y creó algo más firme, concluyente y evidente.
Elle no sólo es una mujer que decidió cambiar su vida, sino que confía en lo que tiene que ofrecer. Que además, es absolutamente franca en su estilo de vida y sus opiniones, que no considera que debe avergonzarse por su delicadeza, su elaborado maquillaje, sus conocimientos sobre moda, su fortaleza intelectual. Recuerdo lo mucho que me sorprendió la manera como la película debatió sin disimulo una idea que me había obsesionado desde la niñez, esa directa y espléndida noción sobre la mujer que puede ser lo que quiera — y lucir como quiera — en el ámbito de su preferencia. Una mujer fuerte — porque Elle lo era — que podía lidiar con los estereotipos y crear algo nuevo a través de ellos. De construir una idea poderosa, enfática y lo suficientemente poderosa como una forma de ver el mundo por completo personal.
Claro está, “Legally Blonde” no es un manifiesto feminista perfecto ni tampoco pretende serlo, que es uno de sus triunfos. Elle Woods está rodeada de todo tipo de privilegios: desde la belleza, su posición económica, ser blanca y cis en un mundo que justamente valora esa uniformidad al momento de analizar lo que somos y creemos a partir de ideas más o menos elementales. Pero Elle está consciente que ese privilegio es parte de su relación con el mundo, no un limitante ni tampoco una percepción que le haga analizar su capacidad para comprender hechos morales más complejos. La búsqueda de justicia de Elle es del todo sincera, pero también fundamentada en una idea profunda y elocuente: cree con franqueza en la necesidad de construir una percepción sobre el mundo a la medida de su ideal.
Además, Elle Woods debe lidiar no sólo con los prejuicios femeninos — que saltan a la vista y que encarna por completo el personaje de la actriz Selma Blair — sino además, comprender el hecho persistente que para los hombres su aspecto físico construye un versión de la realidad que la simplifica y la convierte en una estereotipo banal. Sin duda, algo con lo que todas las mujeres hemos lidiado antes o después.
Tenía once años recién cumplidos cuando un desconocido en plena calle me gritó que debía “peinarme para verme como una señorita” y “dejar de verme como un hombrecito”. Era un hombre que me triplicaba la edad — probablemente, aún más — y que me dedicó una mirada dura y casi violenta por el mero hecho de atreverme a ir por la calle con el cabello despeinado y jean. “Hay hombres que están convencidos la mujer debe ser una figura de su imaginación” me dijo mi abuela cuando se lo conté.
Ya me había sucedido antes: Como la vez que mi primo me insistió que jugar con su grupo de amigos “no era de muchachas” y me miró de arriba abajo. O cuando uno de mis tíos se escandalizó por el largo de mi falda (un par de dedos sobre unas rodillas muy flacas). De pronto, me encontré pensando en todas las cosas que podía hacer — y las que no — debido esa presión invisible, ese muro infranqueable del deber ser o el no ser. O mejor dicho, esa insistencia social en la que nunca había reparado, de ser lo que se esperaba de mí o al menos, lo que mi cultura suponía era lo mejor para mi.
Es un pensamiento extraño, cuando lo tienes. Y luego, no puedes olvidarlo. Porque de alguna manera cambia todo lo demás, lo recompone y lo hace encajar dentro de esa idea. ¿Por qué debo tener el cabello largo o corto? ¿Por qué debe gustar maquillarme o no? ¿Por qué debo pensar en que seré madre? ¿Por qué debo casarme? ¿Por qué debo obedecer toda esa múltiple y cada vez compleja variedad de pensamientos e ideas que parece conformar la identidad de una mujer?
Es curioso pensarlo de esa forma y sobre todo, doloroso. Porque de pronto, encuentras que no estás sola en el asunto. Comienzas a preguntarte cuántas mujeres a tu alrededor — las que conoces, las que te tropiezas por la calle, las que miras en las revistas — se esfuerzan como se espera que tu lo hagas por encajar en ese esquema de valores. Cuántas lo hacen por gusto, por costumbre, por necesidad, porque no conocen algo más. Y cuántas como tu, también se hacen las mismas preguntas. Cuántas miran a su alrededor y se preguntan ¿por qué deben ser así las cosas? ¿Por qué deben ser de esa manera exacta? ¿Por qué es necesario que lo sean?
Claro está, nadie se cuestiona con esa claridad. Ni con esas palabras. Pero está la incomodidad, esa ligera sensación de inquietud. O al menos a mi me ocurría. Mucho años después, llegué a pensar que Elle Woods simbolizaba desde su aparente simplicidad, esa idea sobre la mujer debida, la existencia, la aceptable, la que debía construirse a partir de algo más evidente que la mera percepción sobre los elementos que la crean como idea. Elle Woods, que llegó a una Universidad prestigiosa para conquistar al hombre de su vida y encontró que tenía deseos, necesidades y aspiraciones propias tenían un inusitado valor. Algo con lo que cualquier mujer puede identificarse: Y no sólo con asuntos tan intrascendentes como el comportamiento social, como me veía o debería verse.
Elle Woods, en rosa y zapatos de tacón alto, me recordó a mi misma en la adolescencia, cuando comenzó a preocuparme que buena parte de mis escritores favoritos fueran hombres porque así lo había aprendido, que casi todas las heroínas televisivas y cinematográficas con las que me tropezaban fueran apenas una apéndice del masculino, una figura preciosa y desdibujada que parecía perderse en la historia. Y me comenzó a inquietar también, esa otra realidad tan sutil como desdibujada, la de todos días. La que forma parte del cotidiano cuando vives en un país machista como el mío: las calles llenas de niñas embarazadas, los periódicos llenos de noticias de mujeres golpeadas y violadas.
Esa noción sobre la desesperanza y el fatalismo latinoamericano que parecía tan relacionado con las mujeres, con lo femenino y su legado. De pronto, me encontré preguntándome si había algo en mi, en mi género y mi manera de ver la realidad para que el mundo se empeñara en verme como algo secundario, accesorio, dependiente por completo de una idea aparentemente superior.
— Eres una mujer y llegaste a la misma conclusión que cientos de mujeres antes que tú — me explicó L., mi profesora de sociología en la universidad y que fue la primera en tomar todas esas ideas y organizarlas bajo cierto aspecto — . Hay una cultura que sostiene esa visión sobre la mujer menospreciada y sobre los roles y tópicos que se suponen deben cumplir. Y ahora, te preguntas por qué debes aceptarlo y que pasará si no lo haces.
Cuando tienes dieciséis años y alguien te habla en esos términos, tienes la sensación que tu mundo se sacude un poco. O al menos, a mi me ocurrió. De pronto, me encontré pensando en que esa inconformidad, esa preocupación constante no era algo accidental, tampoco una rareza. Millones de mujeres antes que yo y con toda seguridad, cientos después de mi, se preocupaban por los mismos temas, por los mismos extremos, por los exactos problemas que me inquietaban a mi. Y todo ese conjunto de preocupaciones e inquietudes, tenían un nombre. O mejor dicho, tienen un motivo real, una forma de comprenderse, sustentarse o manifestarse.
— O sea que para ti una rubia idiota es una especie de epifanía. Soy rubia y triunfo, y eso, demuestra que la teoría feminista está equivocada — dijo alguien con quien trabajaba en un un grupo sobre identidad femenina. La idea me pareció lamentable, dispareja, un poco triste.
— El mismo hecho que la consideres rubia y tonta, es una forma de menosprecio a lo que el feminismo puede ser — respondí — ¿Por qué se supone que las ideas políticas deben manifestarse como un ideal estético?
Eso es algo que aprendí desde muy jovencita, claro está. Soy feminista en un país lo suficientemente machista como para que resulte incómodo. Durante buena parte de mi vida académica y profesional, me he enfrentado a miradas de reojo, risitas bajo cuerda y cejas levantadas cuando pronuncio en voz alta la temida palabra “feminista”. Y lo hago con muchísima frecuencia, he de decir. Justo por el hecho que de pronto — y exactamente no supe cuando — la palabra se convirtió en una grosería, en una ofensa hiriente e incluso, en un teorema burlón. Algo como que ¿Eres feminista? Ah vaya, que profunda tu causa con axilas velludas y senos feos al aire. ¿Por qué no hay feministas feas? ¿Por qué todas son gordas? ¿Por qué no hay feministas que admitan les gusta el sexo? ¡Vamos caramba, admítanlo!
— Bueno, lo dices tú, no yo: pero es obvio que en lo que respecta al feminismo hay una ruptura base y elemental que resulta preocupante a la distancia — dice mi amigo Juan, sociólogo, con quien suelo conversar de esas cosas. Juan se llama así mismo “observador de los debates de género” y disfruta de lo lindo cada vez que alguien me despierta “la señora maligna interior”, termino que define a mi otro yo discutidor y muy mal humorado. De hecho, nuestras conversaciones siempre suelen comenzar por ideas más o menos elementales como: ¿Por qué en Venezuela se crían machos y no caballeros? y matices al estilo. — Lo que ocurre es que ser feminista es enfrentarte al hecho no sólo de la defensa de lo que crees son tus derechos, sino además a algo más intangible. — Claro. Hablamos de una idea social tan antigua como esencial. El binomio de hombre y mujer.
La primera vez que supe que era feminista ni siquiera sabía que había una palabra para definir la ira que sentí cuando una maestra de la escuela me llamó “machorra” porque preguntarle el motivo por lo que había cosas para “niñas” y para “niños”. Luego de una infructuosa tanda de preguntas, la mujer pareció impacientarse insistiendo que una “niña de bien” no discute esas cosas. Las acepta.
— Entonces yo no soy una de esas niñas — recuerdo que le grité — yo quiero saber por qué las cosas pasan así. Y no me gustan que pasen así.
A la maestra no le gustó nada ni el grito ni la actitud y terminé castigada por semanas sin recreo. Pero con todo, recuerdo con enorme claridad que me sentí especialmente bien — a pesar del castigo y las burlas de mis compañeras — por haber dejado claro lo que pensaba. Me gustó la sensación de poder que me hizo sentir. Y pensé que era algo muy bueno decir las cosas en voz alta.
De manera que con diez años, hice mi primera proclama feminista. O al menos, así podría interpretarse. Juan suelta una carcajada cuando se lo cuento. Una muy maliciosa.
— Lo que ocurre es que el feminismo no es una idea simpática. Se enfrenta a tantas cosas a la vez, que es obvio y notorio que tropezará con alguna que se considere sagrada y sobre todo, de esas que la sociedad considera inamovible — me explica — una mujer que asume que desea reclamar derechos y responsabilidades, se va a encontrar con que se enfrentará a la educación que le dieron en casa, con la cultura que le rodea e incluso con la religión que profesa la mayoría, no es sencillo.
No lo es. Recuerdo que la primera vez que comenté en voz alta que me atraían las ideas del feminismo, varios de mis amigos me miraron con la ya clásica expresión de “¿Y ahora qué hacemos?”. Me encontraba en la universidad, era una muchacha pálida y desgreñada que acababa de descubrir que la inquietud que había tenido durante años tenía nombre y no tenía el menor empacho en mostrarla. Uno de mis amigos se aterrorizó un poco con eso.
— ¿O sea serás un machista con falda? — me dijo. Lo miré extrañada. — Yo sólo aspiro a que nadie me tenga que juzgar por el hecho simple que soy mujer. Quiero ser un ciudadano a pleno derecho, nada más. — Ya lo eres — me recordó otro. — ¿Hablamos del Código Civil?
Eso era un chiste viejo que hizo reír a todos. Después de todo, como estudiantes de Derecho, sabíamos que las leyes venezolanas eran tan machistas como lo había permitido la conservadora sociedad que había redactado las leyes vigentes. De manera que sí, todos asintieron, admitieron que tenía algo de razón — no toda — y me pidieron que al menos si empezaba a odiarlos, que les advirtiera para tomar precauciones.
— Lo haré, lo haré — les dije muy convencida. Y también reí. ¿Por qué no hacerlo?
Elle Woods o mejor dicho, esa expresión formal de fe y capacidad basada en lo femenino, es lo que hace al personaje valioso, a pesar de sus bemoles e indudables blanduras. Supongo que es muy fácil, resumir la idea del feminismo en un enfrentamiento directo con lo tradicional, aunque no tiene por qué serlo y de hecho, la mayoría de las veces no lo es. Pero hablar sobre un movimiento social estructurado de mujeres para mujeres, no siempre es sencillo, sobre todo para una cultura que todavía se pregunta por qué diablos las mujeres decidieron reclamar si todo estaba tan bien.
Elle Woods, que es la encarnación de la mujer que la sociedad imagina como perfecta y que después, construye una visión sobre lo teórico de enorme valor ético, demuestra esas infinitas contradicciones, temores y pequeños estigmas que el feminismo aún lleva a cuestas.
— Se trata de una idea costumbrista: si todo funciona ¿Para que cambiarla? — me dice Juan — la mayoría de las veces, las feministas se tropiezan con esa percepción de “las cosas marchan como deben de marchar”, que invalida de origen el reclamo. Y sí claro: que una rubia vestida de rosa simbolice el empoderamiento actual, puede resultar incómodo. Es algo complicado de analizar, sobre todo cuando no estás en una posición de poder.Nací en una familia de mujeres inteligentes e independientes, a quienes nunca escuché llamarse a sí mismas feministas, pero que de hecho, lo eran. Todas abogaron a su modo y desde sus trincheras por ideas que en otras partes del mundo, serían consideradas directamente políticas, aunque ninguna de ellas militó en movimiento social o cultural alguno. No obstante, cada una de ellas, se comprendió así misma desde la perspectiva de la revalorización de lo femenino: desde mi madre, que por años luchó por los derechos laborales de la mujer en la empresa donde trabajaba, hasta mis primas, varias de las cuales desafiaron los estereotipos femeninos venezolanos cursando licenciaturas científicas con enorme éxito.
También, en una familia de mujeres que se consideran bellas en el sentido tradicional, que llevan vestidos y zapatos altos, que además, consideran que está bien esa concepción del poder de la mujer más allá de una apariencia básica. Además, en mi familia aprendí que es necesario analizar y reflexionar sobre los derechos personales y sobre todo, de reivindicar lo que se considera justo en cada oportunidad posible. ¿Un primer paso para mi futuro feminismo?
Muchas veces pensaría que simplemente se trata de una toma de conciencia de la necesidad de asumir la responsabilidad cultural y social sobre tus opiniones. Pero a veces me pregunto si el feminismo como idea nació justamente de esa noción sobre lo que es justo y lo que no, sobre lo que aspiramos y lo que necesitamos más allá de lo que la sociedad nos impone.
De manera que sí, Elle Woods, de rosa, con un chihuaha en el bolso y consciente del poder de su mente y de su espíritu, es una forma de comprender a la mujer como símbolo que perdura por el mero hecho de contradecir discusiones intelectuales lo bastante injustas como para menospreciar lo femenino tradicional a través de una idea precisa sobre el género.
¿Existe un progreso exponencial con respecto a como se interpreta lo femenino actualmente?
Nadie lo duda.
¿Es necesario insistir sobre la justo y lo injusto con respecto a lo femenino?
Por supuesto que lo es.
Y lo es en la medida que se mantiene una percepción más o menos idéntica sobre el deber ser de género durante buena parte de las largas décadas de lucha por la inclusión femenina. Desde el soterrado debate del “papel de la mujer como sostén del hogar” (y su obligación casi ancestral de someterse a un papel secundario en beneficio de la percepción de la familia) hasta esa insistencia en la identidad de la mujer sujeta a la maternidad, no es tan sencillo sustraerse de siglos de machacona insistencia en el papel secundario de lo femenino.
Se trata, sobre todo, de esa percepción sobre la razón por la cual, la mujer sigue siendo analizada desde una dimensión única — el papel, el género y la identidad — y más allá de eso, de cómo se percibe así misma a través de los cambios políticos y sociales. Y Elle Woods, que contradice sin querer todos los clichés sobre lo femenino, hace un buen trabajo reconstruyendo el ícono con toda facilidad.
No siempre es sencillo aceptar que esa mirada condescendiente continúa allí, que la lucha de ideas políticas debe enfrentarse no sólo a lo obvio, sino a algo más sutil: a esa comprensión de la mujer como parte de un esquema de valores y tradiciones que intentan definirla desde una inquietante visión genérica. Y una “rubia tonta” con una ambición extraordinaria parece ser la manera más fácil de destruir una simplificación semejante. Una mirada hacia lo que la mujer puede ser — a pesar — del estereotipo.
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